La grandiosidad de Rubens es extraordinaria. Además de haber sido un gran pintor, debió haber sido una gran persona. Su talento no lo llevaría a alimentar una vanidad, de por sí, no necesitada... ¿Qué pintor dejaría que su obra maestra fuera colaborada por otro genio del Arte? Obviando su interés comercial o económico -tal vez fue el primer empresario del Arte, no solo un gran creador- para componer pinturas demandadas por la realeza o aristocracia entregada a pagar por disponer alguna de sus obras, Rubens valoraría más el resultado eximio de una creación sublime... que cualquier otra cosa. Al final de su vida buscaría la belleza más voluptuosa, la más primaria, pero, a la vez, la más grandiosa y asequible. Estamos a comienzos del siglo XVII y solo la alta sociedad podría permitirse vislumbrar esa belleza sublime sin menoscabar, a cambio, virtud alguna. Hoy no nos sorprendemos de esa belleza artística, pero ¿y entonces? Para esta composición mitológica de Ceres -divinidad romana que representaba la fecundidad, la agricultura, la vida-, el pintor flamenco solicitó la colaboración de otro pintor de Flandes, Frans Snyders (1579-1657). Snyders se había formado en Amberes, la ciudad de Rubens, y adquirió un talento extraordinario para pintar animales y bodegones. Cuando Rubens quiso crear una obra sobre la abundancia de la vida, gracias al fruto dadivoso de la belleza, entendió que la naturaleza de ese esplendor debía ser acompañada de animales y una fértil cosecha. Pero, ¿fue realmente ese el motivo?, ¿ese fue el sentido final de aquel alarde?
No se podría pintar la belleza -en el siglo XVII- sin otra cosa que la justificase, distrajese o completase. Rubens sabía pintar la belleza, solo la belleza. Esa belleza abrumadora que lo humano viese reflejado así, en ella, el único sentido de su forma. Pero la belleza no podía ser, a esas alturas del momento histórico, pintada tan desnuda o tan concreta o tan aislada como era... Porque la belleza no necesitará nada más para serlo. Observemos esta obra del año 1617. Ahora tratemos de eliminar de ella todo lo que no sea esa belleza desnuda tan sublime. Quitemos las frutas, el cuerno de la abundancia, los papagayos, el mono..., e incluso la joven vestida del fondo de la obra. ¿Qué quedará? Solo la belleza. La belleza desnuda, descubierta, ingenua, sublime, eterna... La que Rubens compondría con su Arte y su grandeza. La otra, la accesoria, la complementaria, la necesitada para justificar esa obra, la realizaría Frans Snyders con su maestría y ternura grandiosa. Por tanto, la obra Ceres y dos ninfas, compuesta por dos maestros flamencos del Arte, fue el resultado de crear Belleza para poder ser expuesta, así, a los ojos delicados de una sociedad circunspecta. Aun así, la obra no podría ser expuesta en cualquier lugar, solo en aquellos donde la minoritaria observancia garantizara una reserva importante.
Es por lo que Rubens idearía, como en la totalidad de sus obras sensuales, complementar su espléndida belleza con el paisaje cercano -uno lejano y grandioso no valdría tampoco-, sorprendente, exótico -los papagayos y el mono- y desequilibrado -la ninfa vestida del fondo- que ahora pudiera sostener la iconografía justificada de una belleza rasgada..., aunque, de por sí, sin justificación alguna para poder vislumbrarla. ¿Qué especial sensación no debiera haber sentido Rubens para plasmar, tan extraordinariamente, esa belleza desnuda? Es de suponer que antes compondría Rubens su obra y luego Snyders la suya. Entonces, solo Rubens -y Snyders antes de comenzar su composición añadida- vería así la sublimidad tan desgarradora de una sensación tan efímera. Tal vez, por eso mismo estaría también justificada la complementación necesaria. ¿Necesaria? La Belleza sublime, la más desnuda, la auténtica, ¿precisará de algo más que lo propio para expresar su mensaje de grandiosidad vertida? No, por supuesto. Pero, sin embargo, la hace vulnerable a la desmitificación que el tiempo produzca en su sentido. No puede existir en el mundo -el nuestro, el terrenal, el de los seres mortecinos- esa belleza representada desnuda. Es una contradicción, una terrible paradoja que hace de la Belleza una cosa dificilmente asequible o bendita. Y los creadores como Rubens lo sabrían. Por eso mismo, solo pudo ser representada esa sagrada belleza desnuda desde la civilización puritana y contenida de Europa. ¿Existe una belleza representada de tal sublimidad en cualquier otra cultura... primaria, desnuda o inconsiderada del mundo? No existe. Solo pudo ser representada en el ámbito de aquella refinación cultural, también sagrada o bendita. Y así, tan genialmente, bajo los principios culturales y sociales de aquella Europa compungida, pudo ser expresada aquella magnífica y sagrada belleza desnuda.
(Óleo sobre lienzo Ceres y dos ninfas, 1617, Rubens y Frans Snyders, Museo Naional del Prado, Madrid.)