Las mañanas comienzan cuando se enciende en el techo la bombilla de 40 watios, que proyecta sobre las paredes del dormitorio la endiablada combinación de estrellas de seis y cinco puntas de la lámpara, creando un siniestro juego de luces y sombras.
Medio giro sobre mi mismo es suficiente para dormir esos necesarios diez minutos de más por los que el despertador fue estratégicamente programado diez minutos antes. "Miente. Di que estás enfermo, que no puedes ir. No te echarán de menos. Todo funcionará sin ti."
El calor del edredón desaparece bruscamente al incorporarme y siento en la cintura el frío que las paredes de una casa antigua no han dejado de desprender durante toda la noche. Todo el mundo al dormir se deja la cintura al descubierto.
Me calzo las zapatillas, abro el grifo de la ducha, salgo corriendo al patio para encender el calentador; desde hace meses, el agua caliente sólo funciona así. Maldigo mentalmente al fontanero durante todo este proceso, para conseguir una efímera sensación de tranquilidad que se continúa artificialmente durante cinco minutos de ducha, jabón y champú.
Mi imagen al otro lado del espejo me mira la barba, consintiendo que el sangriento episodio de cada uno de mis afeitados se demore un día más.
En la cocina siempre hay migas de alguien que cenó y no recogió bien. No es raro que me tenga que poner a despegar los secos restos de queso fundido de la sandwichera en un semiconsciente acto de sumisión. El ColaCao no sabe igual con leche desnatada y cualquier desayuno dulce es sensiblemente menos dulce antes de las siete de la mañana.
La bicicleta espera pacientemente para recorrer durante media hora el camino que la separa del hospital. Su conductor piensa cada mañana, mientras que cruza el oscuro parque de árboles que conforma una buena parte de su recorrido, que debería cambiar esa bombilla.
Da una luz muy triste.