La conciencia de vida
Sorprende lo mucho que nuestra sociedad abomina de la muerte y lo poco que siente y celebra el estar vivo. Como los peces en el agua nadamos sin cesar nuestro tiempo de vida sin darnos cuenta del invisible líquido que nos sostiene. Y es un problema porque cuando queda de manifiesto su levedad, en una crisis vital o enfermedad, lo primero que pedimos es que nos quiten de encima la dificultad lo antes posible.
Reconocernos seres vivos es un paso pero de ahí a sentirlo hay un trayecto. Más si cabe si hablamos de mantener una conciencia a lo largo del tiempo. En determinadas ocasiones nos sentimos intensamente vivos al experimentar emociones fuertes o vivencias intensas pero no es lo habitual. Lo corriente es habitar existencias tranquilas de ritmo conocido y música monótona. Rutinas que no facilitan mucho el hecho de sentirse uno vivo.
Cuando nos miramos al espejo por la mañana ¿qué es lo que vemos? Miles de millones de seres humanos levantándose a diario y mirando su cara una y otra vez... para ver unas facciones conocidas, el pelo más o menos despeinado, alguna arruga o quizá algún rastro de la jornada previa. ¿Cuántos al mirarse se dan cuenta con gozo de que están vivos, de que están plenamente despiertos, de que se sienten bien?
Cultivar la conciencia de vida es un privilegio humano que merece la pena ejercer. Del mismo emanan valiosos regalos como el reconocimiento de que estamos habitados por una vida que comparte propiedades físico-químicas y biológicas con otros incontables seres de mayor o menor complejidad que nos rodean. El asombro de que encarnemos delicados niveles de complejidad que sostienen propiedades tan maravillosas como la creatividad o la compasión. La posibilidad de crear música, catedrales o vehículos que se deslizan por el espacio... La maravilla de ser seres autorefenciales que se hacen preguntas mientras miran el cielo estrellado.
Lo verdaderamente triste del tema es constatar el desconcierto y sufrimiento de los que no se dan cuenta de que están vivos hasta que se encuentra con un diagnóstico infausto o un pronóstico vital reducido. No es posible recuperar la conciencia de vida que no se utilizó y eso causa un profundo pesar.
En una época que venera el entretenimiento y la distracción nadie nos explica el precio de mantenernos permanentemente despistados. Un precio alto por cierto que entre otras cosas se deriva de pasar más tiempo mirando pantallas diversas que a los ojos del prójimo o a los propios. Dedicar grandes esfuerzos y espacios a cuestiones intrascendente y muy poco a ese jardín interior que Voltaire animaba a cuidar tiene pues consecuencias indeseadas.
La vida es asombrosa, qué bueno sería que todos lo experimentásemos y atreviéramos a sentir cotidianamente. Rescatar pequeños gestos como saludarnos por la mañana al mirarnos al espejo, reconocer a los demás con guiños de respeto y buena educación, agradecer los alimentos antes de consumirlos o mirar de vez en cuando nubes, estrellas, paisajes u horizontes quizá sean una de las formas más sencillas de prestar atención al hecho de estar vivos.
Y cuando llegue el fin podamos decir como Neruda: "confieso que he vivido".