La crisis de la Restauración: Lecciones para el presente.

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Mar 14, 2013 in Autores

El 29 de diciembre de 1874 el general Arsenio Martínez Campos se pronunciaba en la ciudad de Sagunto proclamando rey a don Alfonso XII, el hijo de Isabel II (y oficialmente de su padre don Francisco de Asís, aunque el padre real fuese el capitán de ingenieros don Enrique Puig Moltó). Aunque el líder conservador Antonio Cánovas del Castillo había iniciado una campaña para movilizar a la opinión pública favorablemente a don Alfonso, la iniciativa de Martínez Campos allanó el terreno poniendo fin a la etapa de regencia del general Francisco Serrano, duque de la Torre, uno de los personajes más ambiciosos y siniestros de la historia española, aunque en general bien tratado por la historiografía al ser de orientación más bien progresista. Lo que importa a nuestros fines es que se iniciaba así el periodo histórico conocido como Restauración borbónica, con el reinado de Alfonso XII. El sistema se institucionalizó jurídicamente merced al texto constitucional de 1876, que consagraba una monarquía limitada o constitucional, pretendiendo crear no un partido de centro (algo que había intentado un cuarto de siglo atrás la Unión Liberal, pero que como bien indica el profesor Seco Serrano acabó teniendo vocación de partido único) sino un sistema de centro que permitiese la alternancia pacífica entre conservadores y liberales. Dada la alienación de la opinión pública por los motivos más diversos (el principal el analfabetismo de gran parte de la población) la cosa pública se convirtió en un entretenido juego de partidos que, liderados por dos personas con gran carisma y talento político como Práxedes Mateo Sagasta y Antonio Cánovas del Castillo (este último unía a la vocación política una cultura y erudición de la que carecía su rival), monopolizaron el mundo político, haciendo del mismo un entretenido juego de alternancia, que en su vertiente local no era más que una prolongación del poder central merced a la tan mentada oligarquía y caciquismo. El sistema tuvo sus ventajas, pues logró poner fin a la guerra carlista, liquidar o cuando menos enfriar el ansia intervencionista del ejército, así como poner definitivamente fin a la revolución burguesa que quedó consolidada aún a riesgo de orillar la incipiente cuestión social. Tan bien funcionó que incluso logró superar un trago tan amargo como el prematuro fallecimiento en 1885 del joven monarca que contaba tan sólo veintiocho años de edad. Pero tras un cuarto de siglo el sistema comenzó a hacer aguas y la crítica comenzó a aflorar. Primero de forma un tanto aislada, y vinculada a un acontecimiento tan traumático para la élite intelectual como fue el desastre de 1898; cierto que no fue España la única potencia en sufrir un desastre colonial (Francia tuvo en suyo en Fashoda, Gran Bretaña en los conflictos sudaneses –Karthoum-), pero a diferencia del resto de naciones continentales España era expulsada de la carrera colonialista, limitada a una pequeña franja territorial en el norte de África que logró consolidar definitivamente en 1912. Es la generación de 1898 (los Martínez Ruíz, Baroja, Maeztu, Unamuno) quienes plantan la semilla de la crítica a un sistema que entienden podrido en su misma esencia. El sistema que había sobrevivido a la muerte de Alfonso XII logró superar incluso el asesinato de Cánovas en 1897 y la muerte de Sagasta en 1903; Antonio Maura y José Canalejas intentaron recoger el testigo, pero Maura fue expulsado del gobierno por Alfonso XIII tras la campaña internacional acaecida a raíz de los acontecimientos barceloneses de 1909 (en cuyo debate parlamentario ocurrido al año siguiente el diputado socialista Pablo Iglesias manifestó hasta en dos ocasiones que antes que permitir la vuelta de Maura al gobierno sería justificado incluso el atentado personal que Maura, en efecto, sufrió a los pocos días) y Canalejas fue asesinado a finales de 1912. Es entonces cuando se quiebra definitivamente el sistema de la Restauración por dos acontecimientos simultáneos: la degeneración de los partidos dinásticos, que se disgregan en múltiples banderías dispersas (las “familias”) y la incapacidad del sistema para plantearse en serio una evolución que superase las graves deficiencias, ya palmarias, de un sistema que si bien pudo ser útil e incluso indispensable en su momento, había quedado obsoleto. La conjunción de ambos acontecimientos (disgregación de los partidos en familias y la incapacidad del sistema de plantear abiertamente su propia reforma) llevó al país a una experiencia traumática: dictadura, república, guerra civil y otra dictadura aún más longeva que la primera.

Son ciertamente preocupantes los paralelismos históricos con el sistema actual, incluso con las fechas. La primera restauración se produce en 1874, la segunda en 1975. Si en el primer caso se articuló jurídicamente en el texto de 1876, en la segunda lo hizo con el texto de 1978. En ambas ocasiones el sistema legal se desvirtuó en la práctica, en el primer caso con la oligarquía y caciquismo, en el segundo de la misma forma, aunque algo más sibilina, como es la partitocracia. Pero lo que es más preocupante es que si en 1913 se produce la disgregación de los partidos dinásticos al fraccionarse en múltiples familias, a la vez que el sistema no logra canalizar las voces que pedían su reforma de manera que prefirió perpetuarse en su imperfección para mayor goce de las familias política, justo un siglo después, en 2013, todos los espectadores podemos contemplar impertérritos la división interna de los dos grandes partidos (¿nacionales?) así como la negativa de un sistema que hace aguas por todos lados a plantearse en serio una reforma que permita la supervivencia, depurando algunas de sus imperfecciones y corrigiendo sus errores. En ambas ocasiones, tanto en 1913 como en 2013 la casta política prevaleció, existiendo una única diferencia en ambos casos: el factor moral. Aun siendo un juego de caciques, la inmensa mayoría de los políticos de la primera restauración identificaban (como bien señaló años ha el profesor Raymond Carr) moral pública con moral privada, de tal manera que aun siendo la política privilegio exclusivo de unos pocos, éstos tenían un comportamiento público y privado sin tacha, siendo lo contrario la rarísima excepción. Por desgracia, un siglo después la clase política no sólo no identifica moral pública con moral privada, sino que ha perdido todo sentido de la moral no viendo más que la política como un medio de prosperar, como un modo de hacerse con un suculento botín. Ya hemos visto dónde nos llevó la cerrazón de las élites en 1913. Esperemos que, un siglo después, la historia no vuelva a repetirse.

Monsieur de Villefort