Recuerdo que, de niño, vivía en una plaza de mi localidad que presidía la parroquia de San Juan. Con una cierta frecuencia se celebraba en la parroquia el entierro de un niño. Coche fúnebre banco, tirado por dos caballos píos, del pequeño féretro salían una cintas también blancas que portaban media docena de niños, amiguitos, hermanos o compañeros del difunto. Eran años, en plena postguerra del hambre y la represión en que la muerte de niños era un acontecimiento común. La tuberculosis, la meningitis epidémica, el sarampión o la polio se llevaban por delante gran cantidad de vidas jóvenes. Para cuando empecé a estudiar Medicina, en los años 60, la mortalidad se había reducido notablemente pero aún, en el servicio de Pediatria del hospital universitario, se moría por lo menos un niño cada día. La muerte infantil era una realidad que necesitaba una gestión social, funeraria.
Hoy día la rareza de la muerte infantil en nuestra sociedad ha modificado notablemente los ritos funerarios infantiles, prácticamente reducidos a la intimidad familiar. Todavía, la muerte de un hijo es lo peor que le puede suceder a unos padres: no está en el guión, no se espera ni es posible planearlo. Nunca hay buenas explicaciones y siempre sobrevuela una sensación de impotencia que, a veces, se proyecta sobre médicos y cuidadores en busca de culpabilidades supuestas. Con esas y otras connotaciones, las dificultades del duelo, restado de expresiones públicas con algún efecto catárquico, se suele ver precisado de mayor y más intenso soporte psicodinámico o farmacológico.
Resulta difícil ofrecer recomendaciones para la participación de los profesionales sanitarios en el duelo o las exequias. Depende mucho del entorno sociocultural y aún, éste no es uniforme. Las opciones van de la sinceridad a la comprensión, la abnegación, la solidaridad o el afecto, siempre desde el plano de la más estricta profesionalidad. Y recabar la ayuda de los más expertos que, en estas materias y por razones cronológicas, suelen ser los que llevan más tiempo en el ejercicio y han vivido más experiencias.
X. Allué (Editor)