La decisión inconsciente, infantil y temeraria, o cuando los dioses sólo hacen lo que deben.

Por Artepoesia



El orgullo de vivir es algo que ignoramos tener alguna vez en la vida, pero existe, está latente en nosotros desde siempre, aunque, sobre todo, brilla poderoso en nuestra inconsciente juventud. Resiste la prudencia y sostiene la osadía hasta el punto de no ver más que sus efectos seductores. Es el orgullo de ser, además, hijos de esos mismos dioses a los que queremos imitar. Entonces, como jóvenes autocomplacientes y vanidosos, creemos disponer de su misma fuerza, habilidad, reflejos, poder, capacidad y respuesta. Pero, no es así. A veces, unas circunstancias favorables, una influencia positiva o un consejo providencial, nos salva. Otras, las más, nos enfrentan, solos, a las encrucijadas que brotan sempiternas en una gozosa, engañosa y azarosa existencia.
Y, las fuerzas que controlan un Universo en permanente compensación de equilibrios inestables, detienen, ciegas y desalmadas, las incorrectas, desproporcionadas, estúpidas y hasta heroicas maneras en que unos seres, cargados de voluntad liberada, alteran ese equilibrio inevitable. Así, entonces, sin piedad ni miramientos inventados, destruyen incluso cualquier bienintencionada forma de querer ser algo más que lo que somos.
Cuenta la legendaria historia griega que, en  una ocasión, Faetón, el hijo del dios Helios -el Sol-, sintió la necesidad de ser quién era frente a los que dudaban, y así le insultaban, de su propia procedencia. Un día, acongojado ya, se dirigió Faetón a la casa de su padre, el Sol, y allí le pidió a éste que le ofreciese un signo demostrable de su origen. Para convencerlo de una forma tajante, para afirmarle que sí era su hijo, Helios le llegó a decir que le pidiese lo que más deseara, jurándole además que así lo cumpliría. En su arrogante sensación de querer demostrarlo a todos, Faetón le pidió a su padre el Carro Celestial del Sol, y poder, también, conducirlo sólo él durante todo el recorrido solar, a través de todo un día.
Helios lo había jurado, no pudo por tanto desdecirse, aunque sabía muy bien que dominar su auriga era algo totalmente imposible para un mortal. Los caballos del Carro solar eran incapaces de ser dirigidos por nadie que no fuese él. Quiso disuadirlo, pero fue en vano. La osadía crece a medida que se imagina, y persiste ofuscada en un lugar de nosotros en donde nadie puede penetrar. No tuvo más remedio el Sol que satisfacer el deseo de Faetón y someterse, así,  al designio de la fortuna; ésta verdaderamente inexistente en la realidad.
Cuando Faetón, sintiéndose otra persona diferente, engrandecida y soberbia, decidió en ese único momento,  despiadado y brillante, desembridar a los poderosos caballos, éstos se lanzaron al galope más desaforado y enérgico que caballos algunos pudiesen jamás realizar. Poco después de verse Faetón encumbrado en su deseo, comprendió que los corceles no respondían a sus riendas. Éstos llevaban el Carro Solar por donde querían, fuera de la ruta comprendida en su lugar. A veces lo subían demasiado alto, con el riesgo de que golpeara las constelaciones, otras, bajaba cerca de la Tierra, y las montañas se incendiaban, o los seres que habitaban en ella sufrían su poderoso ardor.
Todo fue un desastre, todo podía ser alterado, ofuscado, deteriorado o sufrido; algo estaba obrando diferente a como en justicia el cosmos mantenía su orden y su equilibrio. Ya estaba hecho, no había margen para el si acaso. El peligro y su zozobra obligaban a corregir el error. Así que el dios de los dioses, el árbitro celestial y terrenal, Zeus, no tuvo más remedio, sin entender otra cosa ni compensar con otra cosa, que acabar, decidido, con Faetón y su Carro. Cualquier otra decisión hubiese supuesto la destrucción del Universo. Por esto Zeus, con su rayo fulminante, acabó precipitando la auriga solar y, con ella, a un Faetón temerario, inconsciente y, ahora, para siempre, destruido.
Faetón cayó al río Eridano, y allí, las ninfas de sus aguas, se compadecieron del frustrado héroe. Sus hermanas, las también ninfas del Sol, las Helíades, lloraron su maldita suerte y fueron transformadas en árboles, pareciendo así sus lágrimas convertidas en la ambarina resina de sus troncos. Luego, las Náyades, aquellas ninfas de las aguas, dejaron marcado, en una roca cercana a la orilla del río Eridano, un epitafio para Faetón: Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre; si no fue capaz de gobernarlo, al menos cayó víctima de su grandiosa audacia.
(Cuadro del pintor flamenco Jan Carel van Eyck, 1610-1668, La Caída de Faetón, siglo XVII, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco alemán Johann Liss, 1590-1631, La Caida de Faetón, 1610; Cuadro del pintor italiano Sebastiano Ricci, 1659-1734, La caída de Faetón, siglo XVII; Cuadro del pintor español Rafael Tejeo, 1798-1856, La caída de Faetón, siglo XIX; Óleo del gran pintor Rubens, La Caída de Faetón, 1605, Galería de Arte, Washington D.C.)