La desfalleciente opinión pública

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Feb 6, 2014 in Autores

La respuesta a la inquietud hobbesiana de la confusión y anarquía de una guerra de unos con otros estribó en el Estado absoluto, garante del orden bélico en el concierto de las naciones que, además, liberará a los individuos de responsabilidades políticas, permitiéndoles la reclusión en el foro interior de la consciencia y la inmersión en sus negocios y familias. Pero con el tiempo los súbditos tienden a ampliar los límites de su esfera privada, queriendo incluir en ella asuntos cada vez más generales, tratados desde una perspectiva racional. Tal como expone Koselleck en “Crítica y crisis”, las sociedades de personas cultas -con el enjuiciamiento de obras literarias y artísticas- y las logias masónicas, contribuyen de manera decisiva al descubrimiento de la condición de ciudadanos y a la superación, por tanto, del absolutismo. La crítica deviene opinión pública burguesa.

Condorcet, en su “Esbozo del progreso del espíritu humano” no tuvo empacho en hacer bienaventuradas predicciones acerca de la difusión de la libertad y la igualdad en el mundo, señalando que la principal causa del esperanzador cambio radicaría en las imprentas de bajo coste. Hoy, que las noticias y las ideas se filtran por todas partes, no sabemos si el optimismo del pensador ilustrado se agrietaría o reforzaría; lo que resulta evidente es el anacronismo de una visión como la de Madison, anunciando que el engaño nunca tendría una oportunidad frente a la verdad en el mercado de las ideas; arrogante ingenuidad, recogida y ratificada en la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que presupone la existencia de un debate abierto en lugar de la influencia de las élites o la capacidad de expansión de las opiniones de unos pocos.

Bismarck, además de ser un pionero en la capacidad de sedación social que una cierta protección del Estado podía procurar, empuñó con suprema habilidad las correas de transmisión, poniendo en boca de periodistas sus verdaderas intenciones, para poderlas reconocer o negar según las exigencias del momento. En la actualidad, en pleno descrédito de los que manufacturan o digitalizan la opinión pública, el ejemplar periodístico que sigue medrando es el correveidile del poder, como el grotesco caso de Francisco Marhuenda.

Resulta esclarecedor y desalentador comprobar cómo se asume con naturalidad que la destitución del director de “El Mundo” obedece a su insolente enfrentamiento con los caciques del Estado. Aunque tantas veces, movido por la más mezquina de las vanidades, su comportamiento ha sido impudoroso, hay que constatar que don Pedro J. Ramírez es, en cierto modo, verídico, y por tanto sería preferible que los demás fuesen reconociendo su trayectoria; una autobiografía verídica es casi imposible: los hombres siempre mienten al hablar de sí mismos. Y aunque Ferlosio abomina de las éticas profesionales (“la irresponsabilización de las personas frente a la moral común, que es suplantada por la deontología, o sea, la moral interna, restringida, miope, del deber profesional, tal como exigen las relaciones contractuales, y que comporta de hecho una tremenda capitidisminución política y social de la persona”), sería un digno colofón a una carrera plagada de éxitos que este adicto a la primera plana, diese clases de ética periodística, como un Walter Matthau de La Rioja, a los futuros sabuesos de la prensa que comerán carne de perro si el hambre y la ambición aprietan.

Rafael Serrano