La esencia perdida

Por Eltiramilla

Últimamente estoy viendo y leyendo demasiados libros a los que denomino “para no lectores”. Libros fáciles, intrascendentes, que no van más allá, que no arriesgan, que están sentenciados antes de nacer por ser escritos única y exclusivamente para ser leídos. Libros estereotipados hasta decir basta, que no retan, que no aportan pero que sin embargo triunfan.

Seguramente ha acudido veloz hasta vuestra mente algún que otro título, o varios. Yo no voy a dar nombres, ni títulos, ni nada; no hace falta, todo cae por su propio peso. Hace más de cien años, Barrie ideaba un personaje que removería los cimientos de todo Londres; Verne se anticipaba a la historia casi deseoso de escribirla él mismo; Lewis Carrol paseaba por el Támesis y contaba historias a dos pequeñas niñas para matar el tiempo mientras sembraba las semillas de las que brotaría un conejo blanco, un sombrerero y una reina de corazones; Dickens escribía con pasión intentando cambiar algo, lo que fuera; Jonathan Swift publicaba un libro que permanecería en la memoria de muchos más de doscientos años después. Todos ellos y otros tantos dejaron un legado, unos ideales, pensamientos y actitudes, removieron entrañas y tocaron corazones, dibujaron sonrisas y dispersaron lágrimas. Se convirtieron en inmortales, dejaron una huella imperceptible, pero permanente, en la vastedad del mundo que hará que sus nombres nunca caigan en el vacío del olvido. Libros atemporales.

En la actualidad se están gestando nuevos clásicos de la literatura juvenil que engrosarán con el tiempo la lista de imprescindibles. Y si nos paramos a pensar quién lo puede merecer realmente, pocos nombres acuden. Se ha perdido la esencia de la buena literatura, la que se escribe para uno mismo y para tocar a alguien. Está todo el mercado saturado de libros insustanciales que son escritos para vender y fin. Libros que están cortados por un mismo patrón, de historias que se repiten, que no brillan, con protagonistas que son meras carcasas vacías. Y es que echo en falta las caricias de las palabras no dichas, el que me pongan a prueba y me mantengan atenta a cada palabra; añoro giros imposibles, narraciones impecables llenas de una magia poderosa que haga vibrar y acune. Cada vez que sé de una nueva publicación, mis pupilas se dilatan, el vello se me eriza y leo la sinopsis esperando algo nuevo o usado, me da igual, pero que me diga algo, que haga que tenga argumentos para cuando alguien me pregunte por qué leo juvenil. En la mayoría de las ocasiones me decepcionan y me rompen el corazón.

Odio tantísimo las modas que se han apoderado de la literatura que me dan ganas de gritar. Primero fueron los vampiros, después cualquier ser inmortal que tuviera buena planta, más tarde culebrones hechos papel, y ahora nos invade el New Adult, que es una forma molona e inglesa de decir “porno para adolescentes”. ¡Ay, si Barrie levantara la cabeza, la de collejas que iba a repartir! Quizá es que elijo tremendamente mal mis lecturas, que también puede ser. Pero, ¿no os da la sensación de estar leyendo una y otra vez lo mismo? ¿No os cansa?

Cuando leo algo que toca, que va más allá, que recupera la esencia que creía perdida de la juvenil, me entran hasta ganas de llorar, y no debería ser así. Sé, también, que estoy generalizando y no debería hacerlo: hay grandes joyas que quizá pierden protagonismo a causa de las otras, esas de plástico.