El zar Ivan IV de Rusia (1530-1584), más conocido como el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia de la época moderna. Con él el estado ruso amplió sus fronteras medievales, organizó una administración más centralizada, pero, también, conquistó tanto a los pueblos como las voluntades de éstos con la mayor crudeza inhumana conocida. El gran pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consiguió combinar un Realismo académico colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica, muy efectista además. Con su obra Iván el Terrrible y su hijo fue capaz así de realizar una magnífica pintura, tanto en un sentido histórico como antropológico. En ella se observa como el padre, el zar Iván, auxília, con el rostro destrozado de dolor, a su propio hijo, Iván, ante la inevitable caída mortal de éste. Lo abraza, lo aprieta, como tratando de detener la muerte inevitable de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y las heridas nos abruman ante el drama que acaba de suceder. Es su heredero, su favorito, lo mejor de sí mismo, que podrá prevalecer cuando él desaparezca. Pero, ahora, todo ha acabado ya. Y lo sostiene de rodillas, como pidiendo a su Dios que no le deje morir, que le perdone todo, que no termine así con sus deseos. El hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le atrapa así, sin dejar que la vida se le escape. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse, ¿cómo es posible que lo hubiese querido antes? Porque ha sido él, su propio padre, el que un momento antes le ha golpeado ciego de ira y llevado por un desaforado y violento carácter. No es esto lo que, sin embargo, parece expresar así esta excelente representación artística, pero esa es la realidad de lo que sucedió en verdad.
Otro pintor realista, en este caso estadounidense, Winslow Homer (1836-1910), fue uno de los que con mayor sensibilidad sutil expresó en sus obras la contradicción, el contraste, la absurdidad de la vida. En un fondo con casi siempre una Naturaleza salvaje, expuso así a los seres humanos cerca del abismo y, a la vez, lejos de las emociones propias que ese abismo podía suponer. En su pintura de 1886 Al Rescate sitúa a dos mujeres y un hombre. Los tres se dirigen a algún lugar que se ignora, que no aparece en la imagen. Parece una playa, aunque las raras olas de una orilla inhóspita e incomprensible no sugieren nada, no inducen a nada. Pero, además, no se mueven las mujeres, que van juntas, y el hombre, que va solo, al mismo ritmo. ¿Qué puede ser, por qué, si incluso aquéllas están más cerca que éste del motivo invisible? No hay respuesta. El autor no la despejará, no la despeja. Somos nosotros, los espectadores, los que debemos deducirla. Vamos, al parecer, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un final inapreciable. O nos dirigimos a él, unas veces, por un impulso primitivo solidario, o, sólo, por nuestra infinita curiosidad decidida otras.
Es del mismo modo a como en su otra obra El Vendaval de 1893, Homer nos presenta a una madre con su pequeño en brazos que anda, que camina tranquila por la orilla peligrosa de una tormenta marina. Aquí, ella no está aturdida ni asombrada, sostiene sin embargo muy firme a su hijo, pero no abandona el lugar, no deja ni desea alejarse del peligro. La mirada de ella se fija detenida ahora en el fenómeno natural, justo al lado casi del precipicio, desafiándolo incluso; aunque, al contrario, la mirada del pequeño niño protegido se dirige hacia nosotros, los que miramos incrédulos el cuadro, hacia el otro lado, como queriéndonos advertir así algo, como no comprendiendo él nada, como deseando, inconscientemente, alejarse pronto de allí.
El gran creador prerrafaelita inglés John Everett Millais (1829-1896) compuso una obra impactante, asombrosa, bellísima y alentadora en 1856, La muchacha ciega. Ante un paisaje esplendoroso, producido justo después de un aguacero, una joven de espaldas a él parece divisar el extraordinario arco iris sobrevenido, arco iris, sin embargo, que ella no puede ver. Pero, hay otras cosas que sí le permiten sentir lo sucedido. Sus manos palpan ahora la húmeda hierba, su olfato percibe, además, toda la información que su cerebro precisa ahora para diseñar la imagen que éste grabará en su memoria avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de la mariposa le dejará la sensación de que escampará lo bastante para regresar segura. Su acompañante, su lazarillo, es la que, ajena a todo lo que ella siente engrandecido, necesita girarse y mirar, mirar el maravilloso y duplicado arco iris. Para ésta, sin embargo, ahora es todo lo que existe, todo lo que únicamente merece la pena ya ver y sentir.
(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Pintura del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, en donde, al parecer, la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hará, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, en donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son libres en medio de las traicioneras aguas del río Neva.)