Aún no nos hemos sobrepuesto de la epidemia de ébola, y ya tenemos aquí un caso de difteria. Y, paralelamente al surgimiento de estos brotes, afloran también los debates sobre la conveniencia o no de las vacunaciones.
Antes de que existiesen las vacunas, las epidemias se extendían de una forma inexorable, y diezmaban a la población, como en el caso del sarampión, la fiebre española, la peste negra, el cólera, el SIDA, el tifus o la plaga de Justiniano, entre otras muchas.
La enfermedad más peligrosa de todas ellas era la viruela. Ésta consiste en una afección vírica que ha afectado a la humanidad desde hace miles de años, con una alta tasa de mortalidad que en ocasiones llegó a ser de hasta un 30% de las personas infectadas, y que atacaba de forma especial a los niños menores de 10 años.
En América, por ejemplo, tras la conquista española, la enfermedad se extendió entre los indígenas, carentes de defensas ante la misma, causando un terrible estrago demográfico, infinitamente superior al ocasionado por las armas. De hecho, podemos decir que ha muerto más gente a causa de la viruela que como consecuencia de todas las guerras de la historia juntas. Y a la cifra de muertos cabría añadir todos aquellos supervivientes que quedaron deformes o ciegos.
A finales del siglo XVIII, una de cada tres personas enfermaba de viruela, y una de cada doce moría por ella. No es de extrañar que hubiese varios médicos dedicados a buscar un antídoto para la misma. Y entre ellos se encontraba Edward Jenner.
Jenner era un médico rural nacido en Berkeley, en el condado inglés de Gloucester, que había cursado sus estudios de Medicina en Londres, y que había regresado a su pueblo natal una vez concluidos los mismos, ya que no le atraía nada la vida de la ciudad.
Abrió una consulta, en la que ejercía como médico de familia y cirujano. Su carácter observador le llevó a darse cuenta de que los trabajadores de las granjas solían padecer la benigna viruela bovina, pero no la peligrosa variante humana.
Para probar que el hecho de padecer la viruela de las vacas hacía inmunes a las personas respecto a la viruela humana, Jenner realizó un experimento en 1796. Tomó muestras de una pústula de la mano de Sarah Nelms, una granjera que ordeñaba vacas y qur se había infectado de viruela, e inoculó dicho virus a James Phipps, hijo de 8 años de su jardinero, en una herida de su mano. Tras superar éste la enfermedad bovina, le inyectó la cepa humana, sin que desarrollase la enfermedad.
Jenner publicó sus estudios sobre las ‘vacunas’ en 1798 pero, como era de esperar, su trabajo fue rechazado por la Royal Society. Los insignes miembros de la sociedad científica se oponían a las conclusiones del médico rural; la Iglesia aducía que la enfermedad era un castigo divino, y que, por tanto, luchar contra ella suponía oponerse a los designios de Dios; y el pueblo llano pensaba que la administración de la pus de un animal no podía ser sino invención del diablo, y que a las personas vacunadas les saldrían cabezas de vaca en los brazos, o cuernos en la cabeza.
Mientras sus paisanos se debatían en esos términos, el invento tuvo mejor acogida en otras latitudes. Así, la noticia de un posible remedio para la viruela corrió como la pólvora, de tal forma que en el año 1800 la vacuna estuvo disponible en América del Norte, y en el 1802 llegó a la India. Y en el 1805, Napoleón ordenó vacunar a todas sus tropas. Finalmente, parte de la comunidad científica británica reconoció el error cometido con Jenner, y le invitaron a trasladarse a Londres, pero él declinó la propuesta.
Y en cuanto a España, en diciembre de 1800 el doctor Piguillem i Verdacer comenzó a realizar las primeras vacunaciones en Puigcerdà, con unas muestras traídas de París. En las colonias americanas, que aún no se habían independizado, también sufrían los efectos de la pandemia. Así, en 1802 la ciudad de Santa Fe de Bogotá solicitó ayuda al rey Carlos IV para combatir un tremendo brote de viruela que masacraba la población de la ciudad.
El rey puso un gran empeño en solucionar este asunto, ya que estaba muy sensibilizado con el tema, puesto que en 1798 había perdido la vida una hija suya, la infanta María Luisa, a causa de esta enfermedad, que afectaba por igual a ricos y pobres.
Aunque también pudo influir el hecho de que los estragos que causaba la viruela en América provocaban una reducción de su poder político y económico, en forma de menores tributos. Y, por otra parte, el clima de secesionismo que se vivía en las colonias le obligaba a mostrar signos de que la monarquía se sentía responsable de la salud de sus todos sus súbditos, no sólo los de la metrópoli.
El soberano y toda la familia real se vacunaron de inmediato, para dar ejemplo de las bondades del método, y en tan sólo ocho meses se puso en marcha la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, en un hito sin precedentes (ni consecuentes) en nuestra administración pública, por la celeridad en la organización de la empresa.
Para encabezar la expedición, se escogió al alicantino Francisco Xavier de Balmis, médico personal de su Majestad. Había sido quien había persuadido al rey para que organizase la expedición, la cual se ofreció a dirigir. Era Físico de Cámara de S.M., Honorario Consultor de Cirugía de los Reales Ejércitos, Profesor de Medicina y Socio corresponsal de la Real Academia Médica de Madrid, por lo que estaba perfectamente al tanto de los avances de Jenner.
Como subdirector, Balmis escogió a Josep Salvany i Lleopart, cirujano y militar nacido en Cervera, y de quebradiza salud, circunstancia que había impedido que consiguiese la plaza de cirujano en ninguna institución, a pesar de su exquisita formación.
La expedición se completó con los galenos Manuel Julián Grajales y Antonio Gutiérrez Robredo, los enfermeros Basilio Bolaños, Pedro Ortiga y Antonio Pastor, y los practicantes Francisco Pastor Balmis y Rafael Lozano Pérez, además de la única mujer, la viuda Isabel López Gandalla, rectora del orfanato Casa de Expósitos de la Coruña.
El problema consistía en cómo trasladar la vacuna viva desde España hasta América, sin que caducase en el camino. Aún no se habían inventado las cámaras frigoríficas, ni aún menos los procesos de liofilización, por lo que había sólo dos alternativas posibles: embarcar vacas infectadas, o la idea que finalmente llevó a cabo Balmis.
El médico concibió el proyecto de formar una auténtica cadena humana de transmisión de la vacuna: se le aplicaba a una persona la secreción de las pústulas en un brazo, y una vez que desarrollaba los anticuerpos y quedaba inmunizada, se transmitía su secreción a una nueva persona, mediante el contacto de heridas. En realidad, lo haría con dos individuos incubadores a la vez, con el fin de asegurarse de que la serie no se rompiera por la muerte accidental de alguno de ellos.
De esta forma, la corbeta María Pita partió de la Coruña el 30 de noviembre de 1803 con el personal de la expedición y una veintena de chicos del orfanato de La Coruña, pues los niños de corta edad resultaban idóneos para dicho fin, ya que la vacuna se desarrollaba en ellos con mayor facilidad. De ahí la presencia en la expedición de su directora, desempeñando el papel de cuidadora de los huérfanos.
La primera escala fue Santa Cruz de Tenerife, donde vacunaron a la población y establecieron una Junta de Vacunación, un organismo que, al igual que en el resto de ciudades que visitarían, se encargaría de velar por el suministro de las vacunas a los habitantes de los territorios circundantes (o islas, en este caso).
Su siguiente destino fue Puerto Rico. En San Juan se encontraron con que parte de la población había sido ya inmunizada por el doctor Oller Ferrer, gracias a un material procedente la colonia danesa de Saint Thomas, así que prosiguieron su viaje hasta Venezuela, no sin antes fundar la correspondiente Junta de Vacunación.
En Caracas, donde fueron muy bien recibidos, tomaron la decisión de dividir la expedición, pues se les antojaba que siguiendo todos juntos no alcanzarían a llegar a todos los destinos que se habían propuesto: La Habana, México, Bogotá, Manila… Así que una parte, dirigida por Balmis, puso rumbo a América del Norte, mientras que Salvany lideraba el convoy de América Meridional.
Balmis zarpó hacia La Habana, donde se topó con el primer contratiempo. En cada etapa, los niños tenían que ser relevados, puesto que los que ya habían pasado la enfermedad no podían contraerla nuevamente. Necesitaba encontrar más niños que sustituyesen a los ya inmunizados, pero no encontró colaboración en las autoridades al respecto. No le quedó más remedio que comprar tres esclavas negras y persuadir a un niño tamborilero, para poder llevar la vacuna hasta México.
En México le costó convencer al virrey para que se vacunase, aunque finalmente accedieron él y su hijo. Por su parte, los niños habían sido recibidos con todos los honores, ya que eran portadores de la vacuna que iba a salvar muchas vidas, y parece ser que no hubo problemas en encontrarles buenas familias que les adoptasen y les dieran una buena educación, una vez cumplido su cometido.
Tras una extensa vacunación en México, que alcanzó a 100.000 niños, Balmis decidió que había llegado el momento de reemprender el viaje hacia Filipinas. Tuvo que pagar un precio exorbitado para que admitiesen a los niños en el velero Magallanes, y no precisamente en camarotes como el resto del pasaje, sino hacinados en una de las bodegas de carga. La escasa alimentación que recibían por parte de la tripulación se complementaba con la que les daban algunos viajeros por su cuenta, lo que les permitió llegar sanos y salvos al destino.
En Manila, tras la inmunización de la familia del Gobernador, las vacunaciones se fueron extendiendo, primero por la capital, y luego por las provincias más cercanas, hasta llegar a las islas más distantes del archipiélago.
Balmis decidió dirigirse a la ciudad portuguesa de Macao, en un infortunado viaje con numerosos contratiempos: piratas, tormentas y tifones, que acabaron con el doctor llegando en una balsa a las costas asiáticas, acompañado de tan sólo tres niños. Con el apoyo del obispo de Macao se realizaron numerosas vacunaciones, y de ahí se adentró hasta la ciudad de Cantón.
Pero en esta ciudad las autoridades inglesas vieron en esta acción una posible intromisión en sus intereses comerciales con China, y torpedearon su misión, poniéndole todo tipo de trabas a su labor, por lo que Balmis decidió poner fin a su periplo, y regresar a España.
En el grupo de Salvany, las cosas no iban mejor. Hay que pensar que en aquellos tiempos las rutas entre las distintas poblaciones no eran sino caminos prácticamente intransitables, plagados de todo tipo de obstáculos, como ríos muy caudalosos, puentes confeccionados con maromas que se derrumbaban con el peso de su equipaje, inhóspitos desiertos, junglas infranqueables, senderos que cruzaban grandes cordilleras con inclinadas pendientes y barrancos profundos.
Eran innumerables las dificultades a vencer por una expedición integrada, además, por varios niños incubando la viruela, y sometida a los rigores e inclemencias meteorológicas propias de aquellos territorios.
En su recorrido desde Caracas hasta Bogotá, Quito, Lima o La Paz, sufrieron numerosas pérdidas de instrumentos de vacunación, robos de cabalgaduras, provisiones, dinero y equipajes, naufragios e incluso persecuciones por grupos de indígenas que creían ver en el médico al propio Anticristo.
Además, al lógico recelo sobre el nuevo método de vacunación que existía en todos los lugares, había que añadirle la dificultad añadida de las malas prácticas de ciertos facultativos, que en algunos lugares habían administrado la vacuna sin la preparación y el cuidado necesarios, llegando hasta a comerciar con ella, por lo cual en ciertos sitios no eran bien recibidos, o incluso eran expulsados.
Con todas estas adversidades, la salud de Salvany fue resintiéndose poco a poco. Tras la pérdida de visión de un ojo en Colombia, durante el viaje sufrió de malaria, difteria y tuberculosis, además de una dislocación mal curada de la muñeca derecha, que mermaron sustancialmente sus facultades, pero no su voluntad.
Todo ello no le impidió realizar más de 18.000 km. de fatigosos viajes hasta los más remotos rincones de gran parte de Sudamérica, distribuyendo vacunas y salvando así a cientos de miles de niños.
Viendo desfallecer su salud, pidió en diversas ocasiones a la Corona el poder desvincularse de la primera línea de la batalla sanitaria, y ocupar algún puesto con el que ganarse dignamente su sustento. Así, en 1808 solicitó el cargo de regidor de Puno, y unos meses más tarde el de intendente de La Paz, negándosele en ambas ocasiones tal concesión.
Finalmente, la tuberculosis pulmonar que venía arrastrando acabó con la vida de Salvany en Cochabamba, a los 33 años de edad y sumido en la más absoluta miseria, pero abnegado a su filantrópica tarea de salvar vidas hasta el último momento.
Por su parte, Grajales y Bolaños, que se habían despedido de Salvany en Lima, con el fin de hacer llegar la vacuna a tierras chilenas mientras éste se dirigía a Bolivia, se encontraron con que Valparaíso y Santiago ardían en plenas revueltas independentistas, lo cual no les impidió concluir satisfactoriamente su misión, y partir de regreso a La Coruña. Y la viuda Isabel, a la que habíamos perdido el rastro en Manila, hasta donde había acompañado al doctor Balmis en su expedición, regresó a México, lugar en el que se estableció junto a su hijo adoptado.
Balmis arribó a Lisboa, procedente de China, siendo recibido por el rey Carlos IV en Madrid el 7 de septiembre de 1806, dándole cumplidas referencias sobre el éxito de la misión.
Así concluyó una de las gestas más grandes de la historia médica universal, y el épico punto de partida para la erradicación total de la viruela en el mundo, lo cual se consiguió oficialmente hace apenas 40 años, en 1977.
Hoy en día, las dos únicas muestras del mayor asesino de la humanidad de toda la historia se conservan en estado criogénico en las neveras de dos laboratorios: el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta (EE UU) y el Instituto Vector de Novosibirsk (Rusia), custodiadas con importantes medidas de seguridad.
En su día, Thomas Jefferson escribió a Edward Jenner para felicitarle y decirle que la Humanidad jamás olvidaría su nombre. Asimismo, el propio descubridor de la vacuna de la viruela escribió sobre la expedición que no podía imaginar que en los anales de la Historia hubiese un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que el de esta expedición. Y Alexander von Humboldt escribía en 1825 que este viaje permanecería como el más memorable en los anales de la Historia.
Pero no fue así. En América, las guerras de independencia acabaron con las infraestructuras y las Juntas de Vacunación creadas por los españoles. En España, durante la ocupación francesa, los invasores saquearon la casa de Balmis y destruyeron el diario de la expedición.
Balmis murió en 1819, y con él desapareció de la memoria colectiva todo lo relativo a la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, sin que desde entonces nadie hiciera ningún esfuerzo por rememorar dicha aventura científica y humana con la distinción que merece.
En el Reino Unido, la estatua de Edward Jenner vive desterrada en los jardines de Kensington, a pesar de que en un principio se había erigido encima de uno de los pedestales principales de Trafalgar Square. Pero los grupos de antivacunas consiguieron expulsarla de tal magno lugar, en donde se exhiben estatuas de otros prohombres y militares que con sus hazañas contribuyeron a matar a miles o millones de vidas humanas, en vez de salvarlas.
Balmis apenas si cuenta con un pequeño busto erigido en su honor, situado en la Facultad de Medicina de la Universidad Miguel Hernández de San Juan de Alicante. Salvany no ha merecido ni siquiera ese pingüe honor, y nadie sabe dónde descansan sus huesos.
Confiemos en que la era de la globalización, a la que ellos tanto contribuyeron extendiendo de forma universal el remedio para una enfermedad tan terrible, les devuelva la gloria y el preeminente lugar en la Historia que sin duda les corresponde.
Os deseo un buen viernes, un buen fin de semana, y unas buenas vacaciones estivales. Nos vemos a la vuelta del verano, con nuevas historias.