La Familia

Por Gonzalo

Antes, la familia reunía en una misma casa a tres generaciones bajo la autoridad de un padre patriarca; se debía respeto a los ancianos y a los padres. Ciertamente, había animosidades y frustraciones dolorosas, pero la familia unía a los numerosos hermanos y hermanas, a los tíos, tías, primos y primas, formando una red de solidaridad y ayuda mutua.

Los matrimonios eran alianzas entre familias decididas por los padres. Esta familia amplia se ha desintegrado en Occidente, donde las familias numerosas, salvo entre algunos inmigrantes del Sur, han desaparecido.

Familia Numerosa y Tradicional

La familia era una microsociedad que tenía funciones económicas, protectoras, solidarias, educativas e, incluso, religiosas. La guardería, la escuela, el hospital, el asilo, la condición de asalariado han quitado a la familia una gran parte de sus misiones tradicionales. Sus miembros dejan de estar incondicionalmente subordinados a la institución colectiva; ya no se sienten unidos irrevocablemente, y pueden romper con la familia por decisión individual.

Sobrevive la familia nuclear, constituida por la pareja y su progenie. Pero también la pareja está en crisis: el trabajo de las mujeres, los encuentros externos de cada uno de los esposos, el desarrollo exagerado de un individualismo desbocado, la libertad sexual, las incompresiones y disputas socavan y terminan por destruir la pareja.

Familia Elemental o Nuclear

Lo que une a la pareja ya no es la alianza entre dos familias. El amor es, ahora, lo que crea y une a la pareja. Como la pareja nace y vive del amor, cuando el amor desaparece en uno de los cónyuges, la pareja se desintegra. Pero la pareja se reconstituye sin cesar, ya que los individuos devueltos a la soledad, nostálgicos del amor y el hogar, buscan y encuentran una nueva pareja.

Así, paradójicamente, el matrimonio, aunque esté en crisis, se convierte en la respuesta a la crisis de la soledad individual. El amor perdido destruye la familia. El nuevo amor la hace renacer. El infierno familiar se autodestruye, pero la necesidad de refugio reconstruye un nuevo nido. La familia muere y resucita continuamente.

La emancipación de las mujeres gracias al trabajo fuera del hogar ha puesto en crisis el sistema familiar tradicional, que comportaba la presencia nuclear de la madre en casa. Se efectúan reestructuraciones: el hombre asumirá una serie de tareas domésticas reservadas antiguamente a la mujer  (lavar los platos, cambiar a los niños, llevarlos de paseo).

Así, asistimos a una relativa democratización de la organización familiar. Como la sociedad, pero con un retraso significativo,  la familia pasa insensiblemente del modelo autoritario al modelo igualitario hombre/mujer y, en la relación padres/hijos, del modelo de la obediencia al modelo de la tolerancia.

Aunque el padre es menos padre y la madre es menos madre, la imago, es decir, el poder mítico del padre y la madre sigue estando muy presente en los niños. Incluso en el caso de las madres de alquiler, de la donación anómina de esperma, de la ausencia de padre y madre reales, existe una necesidad fundamental de padre, madre, de familia. Las parejas de homosexuales, masculinas o femeninas, asumen plenamente, desde el interior, incluso en versión doble, la condición de padre y de madre.

La familia tradicional inhibía los conflictos. Su estabilidad se basaba esencialmente en la autoridad. Evidentemente, había hijos y esposas frustrados en sus aspiraciones, pero renunciaban a ellas en favor de la sacralidad de la familia.

Los conflictos han surgido con el inicio del declive de la familia tradicional. El “Familias, os odio“  de André Gide está formulado en un momento en que la familia empezaba a debilitarse. Pero, hoy en día, después de la crisis de la familia y de la familia como respuesta a la crisis del individualismo, la necesidad de familia haría desear un “¡Familias, os tengo!“. Perder el vínculo con la familia constituye una pérdida irreparable.

Por otra parte, fuera de la familia de sangre, se crean familias electivas de hermanos y hermanas por afinidad, de padres espirituales y de madres elegidas, e incluso de abuelos adoptivos.

La familia tradicional estaba sacralizada no sólo por su inscripción en la religión (bautismo, matrimonio, entierro), sino también como pilar modelo de toda vida social. Es imposible, por supuesto, restaurar la antigua sacralidad de la familia, pero se podría restaurar una nueva sacralizando el amor, que es lo que une a las parejas modernas y a los padres con sus hijos.

Esa sacralización requiere una reforma de vida y de pensamiento. Los venenos de la relación conyugal, así como los de la relación padres/hijos, son la incomprensión y la barbarie emocional que el individualismo contemporáneo provoca más que controla. De ahí las disputas, peleas y rupturas que minan el terreno  (que hubiera debido ser sólido) del afecto y del amor.

La reforma de la enseñanza, que debería comportar unas clases de educación para la comprensión humana desde la escuela infantil  (implicaría el desarrollo de la comprensión de uno mismo a través del autoexamen y la autocrítica), así como la reforma de vida, que implica la humanización de las emociones y la comprensión de los demás, es imprescindible para la sacralización del amor y de la comprensión.

Si la relación padres/hijos debe basarse en la comprensión y el respeto mutuos, la responsabilidad de los padres no puede ser escamoteada, y es preciso, en los casos cruciales, asumir la autoridad. Pero la autoridad contemporánea de los padres sólo puede renacer dentro de una ética de vida y de honor que susciten respeto y deseo de imitación.

La laicidad va acompañada de la pérdida de fe en la revelación divina. Pero la necesidad de comunión y de comunidad, de fe y de sacralidad sigue existiendo en el universo laico. Es esta necesidad la que puede alimentar una nueva sacralidad de la familia a través de la confianza, el amor y la comprensión.

Fuente:   LA VÍA para el futuro de la humanidad   (Edgar Morin)

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