La fascinación

Por Arquitectamos

He visto en Facebook esta foto de aquí debajo con la leyenda: "Mujeres recolectando agua a millas de distancia durante los largos veranos de Adyar, India", y me ha impresionado. Me ha fascinado.

He imaginado la larga caminata portando todos esos recipientes en equilibrio y me ha conmovido el tesón, el esfuerzo y la habilidad de esas mujeres. Además la foto me ha parecido muy bella.

Por todo ello he corrido a ponerla en mi muro, tan contento, con muchas ganas de que mucha gente compartiera mi fascinación.

En seguida uno me ha comentado la foto con una sola palabra: "Photoshop". (Menos mal que ha sido solo una, y no ha añadido "Tonto"). He mirado con un poco (muy poco) de atención y en efecto, hay solo dos vasijas distintas, que están apiladas sobre las cabezas de las tres mujeres siguiendo siempre el mismo patrón: A-B-A-B-A-B...

La manipulación es evidente, y no puede ser más burda. Si no me di cuenta fue porque no examiné la foto, porque en ningún momento dudé de ella (con todo lo que estamos viendo, que no hay día que no nos traguemos una o dos dobladas); porque no se trataba de examinarla, sino de rendirse a su encanto y a su poder de sugerencia. (Visto ahora con un poquito de sensatez, esa foto no tiene ningún sentido, pero yo no he tenido ni ese poquito de sensatez: me la he tragado porque soy así de pánfilo y de inocentón, y porque estoy deseando tragármelas una detrás de otra, y no escarmiento).

He vuelto a picar. Me han vuelto a engañar como a un niño. Joder, que acabo de cumplir sesenta y tres años; que ya me han dado bofetadas por todas partes; que ya no tengo derecho a creerme nada; que mi obligación, a estas alturas, es ya ser un viejo cínico, descreído, escéptico, acartonado, quemado y amargado.

Siempre odié la sentencia miserable "piensa mal y acertarás". Me niego a asumirla. Me engañaréis una y mil veces, pero aun así merecerá la pena por las otras tantas (y más) que la vida me ha fascinado y que mis semejantes me han dado más de lo que merezco. No: no pienso mal a priori, ni pensaré mal. Podéis seguir engañándome.

Quiero seguir fascinándome. Tengo derecho a la fascinación y no quiero perder ese derecho.

Casi todo lo que nos fascina en la vida es a base de trucos. Quizá la forma de fascinación más popular y más potente sea el cine. Todo el arte en general, pero el cine muy en particular. Es todo mentira y artificio: actuación, guion, maquillaje, decorado, sonido, montaje... No puede ser más falso, y sin embargo nos brinda emociones y fascinaciones muy intensas, hasta el punto de hacernos reír y llorar, de soliviantarnos, conmovernos y henchirnos.

Nos produce todas esas reacciones a nosotros que no sabemos cómo funciona el cine, cómo se hace una película. ¿Pero puede emocionar a un profesional? Diríamos que no, porque mientras nosotros nos entregamos a la narración con la boca abierta, la inocencia intacta y el juicio suspendido, uno del oficio está viendo cómo han colocado los carriles para el traveling, dónde han puesto los focos, cómo han exagerado un contrapicado, etcétera; y disfrutará de muchos detalles técnicos y de maestría profesional que nosotros no vemos (para eso se hacen, para que no se noten), pero no creemos que pueda fascinarse tan directa, rotunda e inocentemente como nosotros.

Y entonces llega Billy Wilder y nos rompe todos los esquemas. Contaba que, como miembro de la Academia de Hollywood, para decidir su voto a los Oscar estaba viendo, con las demás nominadas, La lista de Schindler. No puedo imaginarme como vería nada menos que Wilder una película de otros, pero sigo pensando que sería algo así como "qué bien elegido ese tiro de cámara", o "podrían haber aprovechado mejor ese fondo abriendo un poco más", o "bien que este extra se cruce por aquí, dando profundidad", etcétera.

Y de repente, nos cuenta, pega un respingo porque en una de las escenas del campo de concentración cree ver a su madre, que murió allí(1), y la busca con toda su alma durante un momento, durante un atronador latido de su corazón, queriendo que la cámara vuelva a pasar por donde ha pasado para volver a verla y fijarse mejor, hasta que recuerda (apenas fue un segundo) que es una película de Steven Spielberg, un artefacto, un simulacro. Y se le estrangula la garganta y el pecho.

Es habitual que la gente poco formada en un campo se fascine con productos de poca categoría, comerciales y facilones, y que la más formada y elaborada tenga ya el gusto muy educado y entrenado y necesite alimentos más depurados. ¿Pero tendrán con ellos un tipo de fascinación tan intenso y tan apasionado como aquellos? Probablemente lleguen a cotas de sutileza y de depuración ni siquiera sospechadas por los simples, pero aquellos gritos que dábamos de niños en el cine de Paquito el Chulo no los daremos ya más. Aquella alegría sin freno de leer un Mortadelo boca abajo sobre el suelo, con un trozo de pan y unas onzas de chocolate, haciendo la croqueta de pura risa, no volveremos a tenerla jamás por muchos Ulises y mucho Faulkner que leamos.

Podríamos concluir con la idea firme de que sabernos el truco nos sube a un pedestal valioso pero esterilizador. Pero ahí está Billy Wilder para contradecirnos con su fascinación y su horror inmediatos, elementales, puros.

Los arquitectos lo notamos con la arquitectura: saber de botes sifónicos y de flexocompresión recta (o esviada) nos hace ver cosas que los legos no ven, y probablemente nos sirva de filtro para desechar patochadas facilonas puramente efectistas, pero no nos mata la alegría ni nos hace menos propensos a la fascinación. Incluso nos hace fascinarnos más, aunque sea por otras cosas.

En definitiva me da igual: fascinarme por las vasijas sobre las cabezas de esas mujeres, con toda la virginidad de la ignorancia, de la estupidez y de la ingenuidad, o por el espacio interior de San Baudelio de Berlanga, elucubrando sobre la estructura, la continuidad, la textura... lo que sea. Soy lo suficientemente joven y estoy lo suficientemente vivo como para proclamar mi derecho a la fascinación del tipo que sea.

Me voy ahora mismo a por un Astérix para releérmelo con una oncita (solo una, que estoy muy gordo) de chocolate y tirarme (con cuidado, y a ver cómo me levanto después sin hacerme daño) por el suelo del cuarto de estar.


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(1). Cuando Hitler ascendió al poder Billy Wilder decidió huir (aparte de que llevaba tiempo deseando establecerse en Estados Unidos por motivos profesionales). El odio a los judíos era notorio e iba a más. Intentó convencer a su madre para que lo acompañara, pero ella no quiso. Le pareció bien que su hijo, joven y con ambiciones, se fuera a la aventura, pero eso ya no era para ella. (También en esa época pensaban que los judíos tendrían restricciones y molestias de todo tipo, pero no podían imaginar lo que se estaba fraguando).
Wilder no volvió a ver a su madre. Supo que había muerto en Auschwitz.