Lo sorprendente es la capacidad de la película para desaprovechar la oportunidad de subrogarse todos estos hitos que la habrían colocado en un lugar preferente del cine generacional, o por lo menos el retrato de un momento social y cultural de enorme influencia posterior. Solteros podría haber sido una nueva La filosofía en el tocador, la polémica obra atribuida al marqués de Sade publicada en 1795, en medio del caos político y social de la Revolución Francesa. No me cabe duda de que Solteros no aspiraba a tanto --ya que no se convirtió en ningún hito cinematográfico respecto a la década de los noventa-- pero tampoco supo alzarse, aunque sólo fuera por simple coincidencia cronológica, con la autoridad de cerrar un debate que llevaba demasiado años alargándose inútilmente. Me refiero al tema de las relaciones heterosexuales y urbanitas en el cine occidental.
El filme narra las vidas de unos veinteañeros en transición a la decena superior que, a pesar del mundo incipientemente tecnológico en el que se aprestan a vivir (por lo visto, en aquella época ofrecer el mando a distancia del garaje de casa a una de tus citas equivalía casi a entregar un anillo de compromiso), se conducen en lo relativo a relaciones y encuentros con una gazmoñería que limita al norte con Ghost (1990), o incluso peor. El argumento contiene los mismos debates de instituto de cualquier película romanticoide (el encuentro casual, las llamadas descuidadamente estudiadas, las confidencias, el proyecto de vida que no cumple los plazos previstos...), la diferencia es que se insertan en un mundo más alternativo y moderno. El desarrollo de la historia acaba desmintiendo esto último, dejando a los protagonistas felizmente emparejados o satisfechos con la independencia y estabilidad emocional recién recuperadas.
Solteros es hoy, además de una comedia romántica de tercera, un retrato --involuntario, estoy convencido-- de la autocomplaciente sociedad de los noventa, llena de esperanza en el futuro; convencida de haberse sacudido los complejos y las horteradas de los ochenta, capaz de encarar sin muletas conceptuales la realidad amorosa en un entorno pre-digital. A esta sensación contribuye el ambiente bohemio/acomodado del filme, con algunos puntos de contacto con el feísmo desencantado y alternativista que proponía el grunge, hecho de las cenizas del punk setentero, y que culminaba el espejismo personal de haber logrado acabar con el pop de diseño, fabricado en serie y listo para consumir, que dominó la década anterior.
Pero sobre todo, la película permite deleitarse --probablemente por última vez en la era analógica-- con toda esa filosofía barata del teléfono y los primeros contactos: el arte de los mensajes en el contestador, las teorías sobre el número de días que deben transcurrir entre una cita y la siguiente llamada... En fin, todas esas teorizaciones caseras que el género romántico fue alimentando y acrecentando hasta traspasar la pantalla y convertirse en un imposible modelo de conducta social. Un modelo que, de pronto, se evaporó como si nada en cuanto se universalizó el uso de los móviles (y más tarde el Messenger y las redes sociales). Resulta extraño y ñoño ver a los protagonistas debatir sobre los dilemas del «¿Me llamará?» «¿La llamo?», «¿Estamos en el mismo punto?», «¿Cómo le digo que ya no quiero seguir saliendo?». Ahora que el el género romántico ha conseguido adaptar la ubicuidad de la inmediatez en las comunicaciones al romance heterosexual, resulta raro un filme como Solteros en el que sobra tanta dilación inmotivada sobre el apareamiento previo.