La gracia

Por Anxo @anxocarracedo

One day there’ll be a place for us
(PJ Harvey).

Cuando desperté, la gacela de Thomson caía abatida. El siguiente plano mostraba al guepardo jadeando junto a la presa, recuperándose del esfuerzo de la caza. Miraba a la cámara como si fuera consciente del papel protagonista que desempeñaba en el drama. Intenté calcular el tiempo que había pasado dormido ante el televisor, recordar qué día de la semana era, aterrado ante la posibilidad de llegar tarde a alguna cita decisiva, un temor estúpido, porque hace mucho tiempo que no tengo citas inaplazables. La gacela yacía como un despojo sobre la pradera. Pensé que no la habían matado las fauces de su predador, sino la inmovilidad instantánea. La gacela de Thomson entrega la vida en el momento en que es derribada y la caída le niega la gracia del movimiento, porque para ella el movimiento se confunde con la existencia. Entonces recordé el momento en que ella perdió la gracia en mis brazos. Reviví el instante aterrador en que el contacto de su pecho con las palmas de mis manos pasó de ser un tacto de seda a transmitir la frialdad inapelable de un cuero endurecido por el desuso. Volví a ver apagarse sus ojos, cerrarse sus párpapados como se cierran las tapas de un libro cuando se ha leído el último capítulo. Volví a sentir el peso de su cuerpo inerte sobre el mío.

La llamábamos la Gacela, y merecía el nombre. Era alta y delgada. Sus piernas interminables,  habitualmente enfundadas en pantalones ajustados, se movían con ligereza extraordinaria y siempre conforme a algún patrón rítmico que no era difícil desentrañar. Cada día, se pintaba la raya del ojo con una curvatura ascendente que acentuaba la viveza de su mirada, y se tocaba con un sombrero fedora del que su cabellera negra se descolgaba como una cascada en la noche. Cuando entraba en el aula para iniciar la primera clase de la mañana, conteníamos la respiración, a la espera de que el arco de sus labios nos regalara aquel destello que era para nosotros la orden para empezar a devorar un nuevo día.

En verano, la veíamos pasear distraída entre las terrazas que se llenaban a última hora de la tarde, indiferente a las miradas, inmune a los comentarios de la gente. Vestía camisetas que dejaban al aire su vientre liso, dividido en dos por una suave endidura longitudinal en la que se alojaba un minúsculo ombligo. Contemplar furtivamente aquella porción de piel era como dejarse acariciar por una brisa en medio de la calima de agosto. Por la noche, en la discoteca, le gustaba acompañar las canciones con la voz mientras chasqueaba los dedos de la mano izquierda. Le daban igual los Beatles que los Rolling, Hendrix que Janis Joplin, los Ramones que los Smiths. Sabíamos que, mientras sonara la música, sus pies no dejarían de perseguir la melodía a lo largo de la pista, sus finos dedos de uñas esculpidas no cesarían de marcar el compás, su pelo seguiría velando su rostro en trance. Y nosotros no nos cansábamos de mirarla.

Cuando alcanzamos la edad en que los chicos empiezan a explorar su propio cuerpo, la maestra de E.G.B. fue la inspiración de nuestros escarceos inciáticos. Supimos más tarde que en eso no nos diferenciábamos de quienes nos habían precedido en la escuela a lo largo de los años, ni de quienes nos habían de suceder. ¿Durante cuánto tiempo? Nadie se atrevería a calcularlo. Nadie quiso nunca buscar una explicación al misterio que hacía posible que la Gacela conservase intacta la tersura de su piel, la ligereza de sus pies, la esbeltez de sus manos, exentas de tributo al paso del tiempo. Nadie jamás, a lo largo de décadas, vio asomar un hilo de nieve en su densa y oscura cabellera, pero no hubo quien se atreviera a plantear la cuestión. Temíamos, tal vez, que si lo hacíamos, si nos lanzábamos en busca de una explicación para aquel suceso extraordinario, éste se diluiría en la normalidad anodina de los acontecimientos que componen la triste sinfonía de la vida cotidiana.

Volví a verla muchos años después, cuando tras mi traumático divorcio regresé al pueblo para pasar una temporada lejos del caos en que se había convertido mi vida. La explanada que daba acceso a la vieja discoteca estaba cubierta por zarzales impenetrables pero no me costó averiguar que, a partir de las once, el bar de la plaza Mayor se llenaba de gente joven que respondía con entusiasmo a la mejor o peor ciencia del diyei de turno. Allí me fui después de cenar, caminando muy despacio, como si quisiera recuperar una antigua familiaridad con las calles de mi infancia. Me acomodé en la barra y pedí una Mahou, y después otra. La segunda cerveza se me cayó de la mano cuando, tras la cortina de pelo negro que se balanceaba al ritmo de A Place Called Home, reconocí la raya de curvatura ascendente que realzaba la intensidad de su mirada. La piel de su vientre conservaba la misma lisura incitante que tantas veces me había hecho creer un hombre cuando apenas era un adolescente para quien el deseo se daba la mano con un sordo sentimiento de culpa.

A golpe de cervezas cero cero logré llegar en pie al final de la sesión. Durante horas disfruté en silencio, sin experimentar el más remoto interés en compartir con nadie la rítmica liviandad de sus pasos, la maestría con que los balanceos de sus caderas perseguían las secuencias armónicas de cada canción, el brillo de aquella sonrisa que tantos años atrás había sido para mí y para mis compañeros de E.G.B. el emblema de todo lo misterioso y placentero que prometía la vida. Sentí que una vaharada ardiente quemaba mis entrañas cuando, tras cesar la música, se acercó a mí y pronunció mi nombre. Charlamos. La invité a una cero cero. Cuando el bar echó el cierre, me dejé guiar calle abajo y, en cuanto quise darme cuenta, estábamos delante de la puerta de su casa. “Has llegado hasta aquí, ahora no puedes negarte a entrar”, me dijo.

Recuerdo que nos tomamos una copa, pero no recuerdo de qué hablamos, probablemente la puse al día de mi carrera o de lo poco que sabía de los compañeros de escuela con los que he conservado relación. Tal vez le hablé del fracaso de mi matrinonio o de lo orgulloso que estaba de que mi hijo mayor acabara de ser admitido en una reputada universidad de los Estados Unidos. No estoy seguro, la mayor parte de mis recuerdos de aquella velada se han difuminado. Lo que nunca se me olvidará es que al otro lado de las ventanas sin visillos comenzaba a perfilarse la cordillera cuando la besé. La besé como nunca he besado a nadie. Pegué mis labios a los suyos, introduje la lengua en su boca y supe que no era yo quien estaba a punto de amar a mi maestra de E.G.B. No era mi voluntad quien ordenaba ni mi cuerpo quien obedecía. Era la pasión de un puñado de generaciones, la mía y tantas otras que la antecedieron y la sucedieron en la escuela del pueblo, quien cumplía su destino. Sentí que la Madre Tierra guiaba mis manos cuando las deslicé por debajo de la camiseta para posarlas sobre su pecho y sentir cómo sus pezones se alzaban entre mis dedos. Ella entonces se apartó y me reveló el misterio que ni yo ni los demás habíamos querido nunca desentrañar. “Durante demasiados años —me dijo—, el deseo de muchachos como el que tú mismo fuiste me ha mantenido al margen del tiempo. Cada vez que uno de vosotros extraía placer de su cuerpo inocente teniendo el mío en la imaginación, me regalabais tiempo, tiempo al margen de la degradación que implica el tiempo. El día en que uno de vosotros obtuviera ese gozo del contacto real con mi piel, la gracia extraordinaria que me fue concedida quedaría rota. Esa ha sido la regla, y este es el día. Ha llegado el final. Hasta la gacela más ágil cesa en su carrera”.

No sé durante cuánto tiempo mantuve apretado su cuerpo contra mi cuerpo. La luz plena del día llenaba la estancia cuando la llevé hasta el dormitorio y la dejé en el lecho. Antes de marcharme, ordené sus cabellos blancos como la nieve. La única lágrima que me concedí recorrió el laberinto de arrugas de su vientre hasta encontrar reposo en el hueco del ombligo.