La Gran Guerra en el cine

Publicado el 07 junio 2017 por 39escalones

La gran conmoción provocada por la enorme mortandad y los desastres de la I Guerra Mundial (1914-1918), aludida de inmediato como “La Gran Guerra” o, de manera aún más gráfica, “la guerra que había de acabar con todas las guerras”, duró apenas una generación, la que se zambulló alegre e inconsciente en la feliz anestesia de los dorados veinte. Roto el hechizo, quedó pronto sobrepasada por el descubrimiento del grado de devastación, los horrores y el elevado número de víctimas –superior en torno al triple- de 1939-1945. No obstante, la guerra, además de premisa indispensable para la que es considerada su continuación o consecuencia lógica, dejó a su conclusión un importante legado que ha ido detonándose a lo largo de las décadas y sigue presente cien años después. No sólo en cuanto a secuelas violentas (Palestina, Irlanda, la URSS, Líbano, los Balcanes, Ruanda, Irak, Ucrania, Siria) o implicaciones para la política internacional (la difícil adhesión turca a la UE a causa de su negación del genocidio armenio); también en el plano económico (la jornada laboral de ocho horas, el impuesto sobre la renta, la idea alemana de crear un mercado común en su área de influencia y en el territorio ocupado en Francia, Bélgica y Polonia), cultural (la proliferación de literatura antibelicista escrita por veteranos de la contienda), social (la evolución de la cirugía y la ortopedia en el tratamiento de las heridas de guerra, las mutilaciones y la rehabilitación; el reconocimiento de los traumas psicológicos de los ex combatientes, denominados entonces “fatiga de guerra”; el auge del movimiento pacifista; el avance en la emancipación de la mujer y en su lucha por la obtención del sufragio; las ceremonias colectivas asociadas a la muerte: los enterramientos masivos en necrópolis y monumentos militares, los rituales de duelo nacional, el culto al soldado desconocido) o tecnológico (el empleo de la radio como sistema de comunicación o el desarrollo de las industrias aeronáutica, automovilística, naval y submarina).

En el cine, la Gran Guerra, con unos doscientos títulos, de distintas procedencias, situados en ella, parece asimismo engullida en la gran pantalla por la presencia abrumadora de la Segunda, el contexto temporal que, con diferencia, más producciones han elegido en la historia del séptimo arte (tiene mérito si pensamos en que la industria del cine arrancó en la década de los diez del siglo XX). Esta apariencia, sin embargo, se basa más en consideraciones numéricas que en la estricta valoración de la calidad, la trascendencia o el relieve de la contribución al conjunto del arte cinematográfico de sus películas más memorables, aspectos en los que las aportaciones realmente estimables acerca de una y otra resultan mucho más igualadas, con una ligera ventaja a favor de la contienda de 1914-1918.

En la guerra se produce una toma de conciencia respecto al fenómeno cinematográfico dentro de la dinámica de censura y control impuestos por los departamentos de prensa e información de los países beligerantes. Los gobiernos se percatan del potencial del cine como medio de propaganda y vehículo para el mantenimiento de la moral en la retaguardia y, al mismo tiempo, detectan e intentan neutralizar su vertiente crítica, su peligro como fuente de desánimo para la población. En octubre de 1916, unas dos mil salas de cine de todo el Reino Unido habían solicitado la exhibición del documental británico –elegido Memoria del Mundo por la UNESCO- La batalla del Somme (The battle of Somme, William F. Jury, 1916), que hizo pasar por taquilla a varios millones de espectadores. A pesar de la falsedad de algunas de sus secuencias, presenta con bárbaro realismo la crueldad de los combates y el gigantesco número de bajas, lo que permitió al público hacerse una idea exacta de lo que significaba esa guerra y preparó el terreno para esa conmoción generalizada antes citada. El Somme reveló un nuevo tipo de guerra, brutal y aniquiladora, y supuso para los espectadores la pérdida de cierta inocencia. En la otra orilla, en la Alemania de 1914, sus 7.500 salas de cine atraían a millón y medio de espectadores cada semana. Con la guerra, el gobierno prohibió toda película extranjera, incluidas las norteamericanas (a pesar de la neutralidad, entonces, de Estados Unidos), y el Ministerio de la Guerra sólo permitió producciones patrióticas destinadas a elevar la moral. En 1917, el Alto Mando creó una unidad dedicada a la elaboración de noticiarios cinematográficos convenientemente filtrados por la censura, más preocupados de enaltecer el sentimiento de identificación de los alemanes con su ejército que de contar la verdad de los frentes. Esta tendencia se consolidó después de la derrota: la norteamericana Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, Lewis Milestone, 1930), basada en el gran éxito literario de Erich Maria Remarque (casado, por cierto, con la hollywoodiense Paulette Goddard, ex de Chaplin y Burgess Meredith), fue prohibida después de que los nazis boicotearan su estreno en Berlín. Hitler, en cambio, financió Tropas de asalto 1917 (Stoßtrupp 1917, L. Schmid-Wildy, H. Zöberlein, 1934), canto al ejército alemán rodado con fuego real.

En el campo de la ficción, ya desde el tiempo de la guerra –Le Noël du poilu (Louis Feuillade, 1915), el reencuentro navideño de un soldado con su familia, Les enfants de France et de la guerre (Henri Desfontaines, 1918), Hearts of the world (David W. Griffith, 1918), en apoyo de la entrada americana en el conflicto, o Armas al hombro (Shoulder arms, Charles Chaplin, 1918), sobre un supersticioso soldado americano convertido en héroe casual- y en los siguientes cien años, el cine permite construir en fotogramas un mosaico de sus distintos escenarios y contextos.

El Frente Occidental: Verdún, el Somme, las tres batallas de Ypres, el Marne, Argonne, máscaras anti-gas, paisajes lunares, lanzallamas, trincheras y alambradas, los primeros tanques, nubes tóxicas flotantes, los cráteres de la artillería… Este frente copa la iconografía clásica de la guerra debido a su condición de principal espacio estratégico (en él se enfrentaban directamente los líderes de las coaliciones oponentes: Alemania ante Francia, Reino Unido y, posteriormente, Estados Unidos), y también gracias al peso específico de Hollywood. A pesar de su tardía incorporación al conflicto, en marzo del 17, y de no desarrollar todo su potencial militar e industrial hasta casi un año después, durante dos décadas la experiencia bélica fue traumática para los norteamericanos, que sufrieron tres veces más bajas en apenas año y medio que en toda la guerra de Vietnam, si bien dos tercios de ellas se achacan a la gripe que hizo estragos en los frentes y retaguardias europeos en 1918. Con todo, Hollywood ha sido determinante para que al menos la mitad de la producción cinematográfica sobre la guerra trate del Frente Occidental.

El sargento York (Sergeant York, Howard Hawks, 1941) cuenta, en tono bíblico-propagandístico (aunque sin llegar al extremo de Cecil B. DeMille, que en su Juana de ArcoJoan the woman, 1917- pone de nuevo a la Doncella de Orleáns al frente del ejército francés-), la proeza real de Alvin C. York, un granjero de Tennessee, objetor de conciencia reclutado a la fuerza, que capturó a 132 prisioneros alemanes en la ofensiva de Argonne. Exaltación del sencillo americano medio a lo Frank Capra, convertido en héroe a lo Chaplin o Buster Keaton (en Doughboys, E. Sedgwick, 1930), resulta crucial, además de por la secuencia de la batalla (filmada por Arthur Edeson), por su acertado retrato de la división de la sociedad americana entre intervencionistas y aislacionistas, tanto en 1917 como en el momento del rodaje, 1941, poco antes de Pearl Harbor. A pesar de que varios indios alistados en los ejércitos americano y canadiense realizaron hazañas similares, incluso superiores, éstos no tienen película que hable de ellos.

No era la primera incursión de Hawks en la guerra: además de sus aventuras aéreas, Camino a la gloria (The road to glory, 1936) trata de la vida en las trincheras de un regimiento francés, dos de cuyos oficiales rivalizan en amores por una enfermera en la línea de la anterior The unknown love (Léonce Perret, 1919), en la que la chica duda entre un soldado de infantería y un capitán de la marina. Hablan igualmente de triángulos amorosos y glorias militares Journey’s end (James Whale, 1930), con un oficial británico enamorado de la hermana de un compañero de armas; Idilio carmesí (Crimson romance, David Howard, 1934), la historia de dos soldados del ejército alemán, uno de ellos americano, enamorados de una conductora de ambulancias, y de cómo les afecta la entrada en guerra de Estados Unidos; o El precio de la gloria (What price glory), dirigida en 1926 por Raoul Walsh y vuelta a filmar por John Ford en 1952: en este caso, un suboficial acude a adiestrar a una compañía de pésima reputación, dirigida por un antiguo adversario. En la versión de Ford, se añade la cómica competencia de ambos por el amor de una joven francesa, que, sin embargo, deja paso a una sincera camaradería cuando son enviados al frente. Como Hawks, Ford ya había rodado otras obras ambientadas en la contienda, algunas de ellas inaugurando prácticamente el subgénero bélico de submarinos. La mejor de sus cintas de guerra es quizá Cuatro hijos (Four sons, 1928), el drama de una familia bávara en la que tres hermanos combaten por Alemania y uno por los Estados Unidos.

El amor desempeña el papel clave en títulos franceses como Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, Jean-Pierre Jeunet, 2004) o La France (Serge Bozon, 2007), ambas sobre el viaje al frente de una mujer en busca de su amado, así como en la breve joya animada Cartas de mujeres (Lettres de femmes, Augusto Zanovello, 2013), acerca del efecto que las misivas causan en el ánimo de los combatientes –hablando de animación, ahí está también Mickey en la armada (The Barnyard battle, Walt Disney, 1929)-, mientras que otras cintas se consagran a las hazañas de soldados de países concretos –canadienses en La batalla de Passchendaele (Passchendaele, Paul Gross, 2008), australianos en Beneath Hill 60 (Jeremy Sims, 2010) o Forbidden ground (J. Earl y A. Powers, 2013)-, o a rescatar curiosas anécdotas como The wipers times (A. de Emmony, 2013), revista satírica editada por los británicos tras el hallazgo de una imprenta entre los escombros de la ciudad belga de Ypres.

Aparte del abundante catálogo de cintas en las que la guerra aparece como punto de partida narrativo de dramas particulares –por ejemplo, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The four horsemen of the Apocalypse, Rex Ingram, 1921), la sublime El gran dictador (The great dictator, Charles Chaplin, 1940) o el folletín Leyendas de pasión (Legends of the fall, Edward Zwick, 1994), dos horas de spot de Marlboro cuyo único interés reside en mostrar a los civiles americanos que en 1914 cruzaban la frontera canadiense para alistarse en el ejército británico y, de refilón, la presencia de en combate de indios americanos y de sus rituales de guerra-, de infantiloides y sensibleros tributos a los millones de animales muertos en la contienda –Caballo de batalla (War horse, Steven Spielberg, 2011)-, o de insulsas aventuras operísticas –La flauta mágica (The magic flute, Kenneth Branagh, 2006)-, el resto del cine situado en el Frente Occidental puede englobarse en dos líneas argumentales:

En primer lugar, las memorias de guerra, esto es, películas sobre veteranos que rememoran hechos de batalla. En la magistral Coronel Blimp (The life and death of colonel Blimp, M. Powell y E. Pressburger, 1943), un anciano militar recuerda distintos pasajes de su vida, entre ellos la íntima amistad con un oficial alemán o la experiencia bélica de 1914-18; en la segunda versión de El puente de Waterloo (Waterloo bridge, Mervyn LeRoy, 1940), un militar recuerda sus amores londinenses con una joven bailarina antes de partir al frente (en la primera adaptación, dirigida por James Whale en 1931, se elude el flashback y la chica es presentada abiertamente como prostituta); por último, Company K (Robert Clem, 2004), discretísimo relato sobre un escritor, veterano de guerra, que vuelca sus recuerdos en un libro. Más interesantes son los títulos que oponen el inicial entusiasmo de los jóvenes voluntarios, manipulados por la propaganda patriótica y las falsas promesas de rápida victoria, a la amargura y a la sensación de desengaño y futilidad que siguen a su cruel descubrimiento de la realidad de las trincheras, cintas como la francesa Las cruces de madera (Les croix de bois, Raymond Bernard, 1932), la americana The Fighting 69th (William Keighley, 1940), de nuevo políticamente interpretable en relación al momento de su estreno, las británicas La trinchera (The trench, William Boyd, 1999) y Deathwatch (M.J. Bassett, 2002), o el curiosísimo e imprescindible corto de animación La détente (P. Ducos y B. Bey, 2011).

Esta última perspectiva cristaliza en las grandes obras maestras que más han hecho por la construcción de una memoria cinéfila de la I Guerra Mundial, todas ellas claramente decantadas por el discurso antibelicista. A la ya citada Sin novedad en el frente, mítica crónica de la frustración y desilusión de un grupo de estudiantes alemanes enviados a la guerra, se une el mismo año la germana Cuatro de infantería (Westfront 1918, G.W. Pabst, 1930), que alterna la visión del derrotismo de los postreros combates con la precaria situación de una retaguardia de incertidumbres y privaciones. La película de Milestone contiene una de las imágenes más bellas y terribles de la lucha: un veterano se asoma imprudentemente por el borde de la trinchera en persecución de una mariposa, cuando es abatido por un tirador enemigo.

Previamente, El gran desfile (The big parade, King Vidor, 1925), historia de un ingenuo joven de familia acomodada que queda desbordado por el horror de la guerra (pierde una pierna y su prometida le deja por su hermano aunque, a cambio, encuentra el amor en una campesina francesa), se erige en una de las cimas no sólo del género bélico, sino de todo el cine mudo. Ajena a lecturas políticas, posee imágenes sobrecogedoras (la emotiva despedida a los soldados, la impactante secuencia del bosque de Belleau, la vuelta a casa), hoy quizá vistas como excesivamente sentimentales, que destilan una acerada crítica contra la guerra. Prodigio de producción para la época, costó 382.000 dólares y recaudó 18 millones, movilizó como extras a miles de soldados para las impresionantes y realistas secuencias de combate, utilizó centenares de vehículos y aeroplanos, y su gran éxito encumbró a director, protagonista (John Gilbert) y productor (el malogrado Irving Thalberg).

La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937), estrenada en la Francia del Frente Popular, es una cinta-denuncia, un aviso de lo que iba a venir, además de un relato sobre las semejanzas entre la gente sencilla de los distintos países, de su sometimiento por los ricos y poderosos al juego de intereses que los lleva al desastre, así como una parábola sobre la muerte de la aristocracia como clase social. La historia de unos oficiales franceses presos en una fortaleza alemana, de la caballerosa deferencia y comprensiva amistad entre el comandante alemán y uno de ellos, aristócrata como él, del idilio entre un fugado y una viuda alemana, y de la amargura por la pérdida del amigo hallado en el presunto enemigo (la simbólica flor cortada por el comandante alemán), despertó lecturas contradictorias: para unos, glorifica la guerra y el sacrificio por la patria (la ilusión del título se referiría al pacifismo); para otros, habla de la falsa identificación de esa patria con los intereses de las clases dirigentes; incluso llegó a considerarse una apología del colaboracionismo franco-alemán durante el régimen de Vichy. Lo cierto es que Goebbels prohibió la película por el sacrilegio que suponía para los cánones nazis la humanización del adversario, mientras que el tiempo la ha convertido en ineludible referente cinematográfico de concordia, libertad y solidaridad.

Basada en un hecho real (en marzo de 1915 un general francés mandó fusilar a seis hombres por cobardía ante el enemigo; otro ordenó a su artillería abrir fuego contra sus propias tropas para impedir su retroceso ante el ataque alemán), que inspiró una novela del ex soldado Humphrey Cobb, Senderos de gloria (Paths of glory, Stanley Kubrick, 1957), hermoso título tomado de un poema de Thomas Gray (“los senderos de la gloria no conducen más que a la tumba”), se erige como la gran obra maestra del cine bélico por su visión de la guerra como máximo exponente del poder de unos hombres sobre otros y la aguda crítica al militarismo en todos sus aspectos, sin dejar de lado el apunte social (mientras los generales discuten un ataque destinado al fracaso, como si de un juego se tratara, sobre el ajedrezado suelo de un château repleto de lujos y comodidades, la tropa malvive hambrienta y sucia en las embarradas trincheras). El excelente guión, maravillosamente traducido a elegantes, elocuentes y poderosísimas imágenes en blanco y negro que superan en intensidad y dureza a cualquier uso del color, descalifica por entero al estamento militar (la película estuvo prohibida en las bases americanas en Europa, en Suiza hasta 1970 y en Francia hasta 1974), al que retrata como una colección de ambiciosos e incompetentes que actúan por interés personal, que no vacilan en utilizar a los hombres a su mando en busca de prestigio, ascensos, sueldos y prebendas, incluso con disparatados ataques a posiciones inexpugnables como “el hormiguero” que desencadenan el procesamiento, consejo de guerra (sin formulación de cargos, sin taquígrafo para transcribir los testimonios, con una sentencia predeterminada que hace inútiles los esfuerzos del defensor, el coronel Dax) y fusilamiento de inocentes como escarmiento (y para eliminar incómodos testigos de la cobardía de esos mismos oficiales), mientras los altos mandos, al final, se mecen al compás de los valses en el baile de sociedad organizado en la misma sala del tribunal. Algunas de las inolvidables imágenes de la película (muchas de ellas, en especial los travellings, concebidas como tributo a Max Ophüls, fallecido poco antes) han quedado en el imaginario colectivo como ilustrativas de la I Guerra Mundial en su conjunto: el recorrido de Kirk Douglas por las trincheras mientras observa con gravedad la resignación de unos hombres que saben que van a morir, el consejo de guerra, la secuencia del fusilamiento o el tremendo epílogo en la taberna: después de que uno de los generales, tras afirmar que los soldados son “animales de lo más bajo”, ofrezca a Dax un ascenso en la creencia de que, como corresponde a su casta, obtener el puesto de uno de los militares cuestionados era la razón de su enconada defensa de los soldados, y de que, tras rechazarlo, sea tachado de tonto idealista y sentimental, una joven alemana (Susanne Christian, futura esposa de Kubrick), obligada por la aborregada tropa a subir al escenario para ser objeto de mofa, conmueve a todos cantando una canción popular de su país; impone un denso, bello, nostálgico silencio cargado de lágrimas que reafirma a Dax en su lucha por la humanidad.

En el mismo sentido, con buen nivel interpretativo y de profundidad en los diálogos, Rey y patria (King & country, Joseph Losey, 1964) cuenta la historia de un soldado británico acusado de deserción durante la tercera batalla de Ypres, al que quiere imponerse un castigo ejemplar. Además de la crítica contra el ejército y la guerra al estilo Kubrick, no puede evitarse una lectura del film en clave personal, referida al propio director como víctima del maccarthysmo.

Finalmente, la última gran película sobre el Frente Occidental es La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989), relato de la cotidianidad de una unidad del ejército francés encargada, una vez terminada la guerra, de la búsqueda e identificación de los muertos en combate. Rodada en Verdún, Tavernier presenta la desolación que sigue a la guerra y las imborrables huellas del desastre en cualquier intento de reconstrucción, así como una puerta abierta a la esperanza que reside en el amor, si bien presentada de manera un tanto acelerada e inverosímil. Con todo, el poder de la película reside en la imagen de los cadáveres abandonados en la victoria: tras la terrible derrota de la muerte es preciso evitar la derrota adicional del olvido.

El Frente Oriental: más allá de la presencia de la guerra en filmes soviéticos de vocación revolucionaria –como Suburbios (Okraina, Boris Barnet, 1933)- y de la impactante derrota rusa en Doctor Zhivago (David Lean, 1965), el reflejo en el cine del choque de tres imperios en este frente es inferior en cantidad, calidad y relevancia a la producción sobre el Frente Occidental.

De entrada, encontramos la eterna fórmula de romance y guerra en cintas como la alemana Das Tagebuch des Dr. Hart (Paul Leni, 1916), la húngara Az utolsó éjszaka (Jenö Janovics, 1917), la americana La tempestad (Tempest, Sam Taylor, 1928), con un sargento ruso prendado de la hija de su comandante en la frontera con el (berlanguiano) Imperio Austro-Húngaro, la búlgara El ladrón de melocotones (Kradetzat na praskovi, Vulo Radev, 1964), los amores de la esposa de un coronel con un prisionero al que sorprende robando en su huerto, o el bodrio austro-germano-español La última bandera (Die Standarte, Ottokar Runze, 1977), romance entre un cadete y una princesa durante la retirada de Serbia. En segundo lugar, abundan los panfletos patrióticos como Slava -nam, smert’– vragam (Yevgeni Bauer, 1914), que adapta un hecho real protagonizado por una heroína rusa, Mars na Drinu (Zika Mitrovic, 1964), retrato de la batalla de Cer de 1914 entre Serbia y Austria, Triunghiul mortii (Sergiu Nicolaescu, 1999), tributo nacionalista a la unificación del país, El tiempo del cometa (Koha e kometës, Fatmir Koçi, 2008), sobre la independencia de Albania, o Carol I (Sergiu Nicolaiescu, 2009), las dudas y maniobras de este rey rumano en torno a la entrada de su país en la guerra.

Además de las varias versiones de las literarias aventuras del buen soldado Svejk –la más estimable, la de Karel Steklý en 1957-, una de ellas, curiosamente, alemana (Axel von Ambesser, 1960), y de historias que reflejan problemáticas concretas magnificadas por la guerra –Austeria (Jerzy Kawalerowicz, 1983), en la que judíos de distintas clases sociales se esconden de los cosacos rusos en una taberna-, el componente alegórico cobra fuerza en el cine de este frente; así, la polaca Florian (Leonard Buczkowski, 1938) habla de un pueblo disputado por rusos y alemanes, y de sus intentos por robar su famosa campana: los alemanes la quieren por su valor artístico, los rusos, para fundirla y fabricar balas. En la serbia San Jorge mata al dragón (Sveti Georgije ubiva azdahu, Srdjan Dragojevic, 2009), un pueblo fronterizo con Austria-Hungría, cuya población se divide entre hombres sanos y veteranos inválidos, es el escenario del triángulo amoroso entre un gendarme, su esposa y un mutilado de guerra.

En cuanto a alegatos antibelicistas, destacan la británica 13 men and a gun (Mario Zampi, 1938), que trata del fusilamiento de trece soldados austrohúngaros entre los que sus mandos sospechan que hay un traidor que pasa informes a los rusos, la rumana Pâdurea spânzuratilor (Liviu Clutei, 1964), sobre un soldado del ejército austrohúngaro que forma parte del consejo de guerra que castiga las faltas de disciplina, la croata Josef (Stanislav Tomic, 2011), la suplantación de un suboficial muerto por un soldado en el frente de Galitzia, y, sobre todo, Capitán Conan (Capitaine Conan, Bertrand Tavernier, 1996). En ella, una parte de las tropas francesas provenientes de Salónica –enclave griego al que los aliados enviaron cientos de miles de hombres para hostigar a Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía, contingente desaprovechado hasta casi el final de la guerra- no es informada del armisticio de 1918, por lo que sigue haciendo la guerra por su cuenta. Sobrecogedora, espectacular, intensa y magníficamente interpretada, se convirtió en clásico instantáneo en el momento de su estreno.

El Frente Italiano: la subasta al mejor postor entre ambos bandos que Italia hizo de su entrada en la guerra, y su elección final por los aliados, limitaron este frente a una línea de trincheras en los Alpes cuyo empate técnico sólo fue roto por la ofensiva de Caporetto (1917), ejecutada por los alemanes en auxilio de Austria y que dejó a los italianos inoperantes hasta el armisticio. Quizá por eso, el cine sobre este frente es tan escaso. Lo más relevante son las distintas adaptaciones de Hemingway: Adiós a las armas (A farewell to arms, Frank Borzage, 1932, y Charles Vidor, 1957), Cuando se tienen veinte años (Hemingway’s adventures of a young man, Martin Ritt, 1962) o En el amor y en la guerra (In love and war, Richard Attenborough, 1997).

Después de la rareza Maciste alpino (L. R. Borgnetto y L. Maggi, 1916), con el famoso héroe peplum trasplantado al frente, el cine italiano opta por la comedia en La ragazza e il generale (Pasquale F. Campanile, 1967) y en La gran guerra (La grande guerra, Mario Monicelli, 1959), magnífico retorno a la fórmula de cobardes convertidos en héroes con Alberto Sordi, Vittorio Gassman y Silvana Mangano. Además de la amenazadora presencia de la marina austrohúngara en el Adriático de Y la nave va (E la nave va, Federico Fellini, 1983), este capítulo del cine italiano se cierra con la estupenda Hombres contra la guerra (Uomini contro, Francesco Rosi, 1970), el relato de un motín como resultado de los continuos reveses frente a los austriacos.

Oriente Próximo: la ambición británica por desmembrar el Imperio otomano y hacerse con sus territorios ricos en petróleo (y con Palestina, considerada clave para proteger Egipto y el canal de Suez), traicionando sus previas promesas de independencia a los líderes árabes sometidos a los turcos, encuentra su magistral plasmación en la monumental Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962), biografía, aventura y película bélica todo en uno, inolvidable por sus maravillosas secuencias del desierto y la hermosa partitura de Maurice Jarre. Antes, Lewis Milestone había contado las andanzas de dos americanos evadidos en Hermanos de armas (Two Arabian nights, 1927), y John Ford había cambiado el Oeste por Mesopotamia en La patrulla perdida (The lost patrol, 1934), con un colosal Boris Karloff, historia de un destacamento de la caballería británica que, cuando su comandante, el único que conoce el secreto de su misión, cae abatido, queda rodeado en un oasis a merced del enemigo. En este frente, sin embargo, el protagonismo lo acaparan, por un lado, australianos y neozelandeses, y por otro, los armenios.

Gallipoli (Peter Weir, 1981) relata el fracaso del desembarco australiano y neozelandés en los Dardanelos, operación que debía facilitar el paso de buques aliados hacia el Mar Negro en ayuda de Rusia. A través de sus protagonistas, dos jóvenes atletas alistados en la infantería australiana, Weir refleja en toda su crudeza un episodio mítico para estos países (sus fechas se marcan en el calendario anual, y las playas de los combates se denominan ANZAC, según las siglas en inglés del cuerpo expedicionario de ambos países, al igual que sucede con Utah, Omaha o Sword en Normandía) y rinde homenaje a los caídos al mismo tiempo que, dentro de los cánones antibelicistas, opone el saludable optimismo y la cultura de esfuerzo y superación que supone el deporte a la crueldad y la inutilidad de la guerra, sin escatimar secuencias de la carnicería en que se convirtió la fallida intentona. Brutal y perturbadora, especialmente en su tramo final, la película facilitó el salto a Hollywood del director y propició el retorno de Mel Gibson a su América natal. En 1992, D. G. Bradley dirigió Chunuk Bair, película sobre la participación neozelandesa en los mismos hechos. De su carácter traumático da fe, por último, The water diviner (2014), dirigida y protagonizada por Russell Crowe, sobre un padre que viaja a Turquía en busca de sus tres hijos, desaparecidos en la batalla. Como contraste, Jinetes de leyenda (The lighthorsemen, Simon Wincer, 1987), está dedicada a una sección de la caballería australiana cuyo papel fue fundamental en el avance de los británicos desde Egipto, por Gaza, hacia Damasco.

En el otro extremo, del genocidio del pueblo armenio hablan la estadounidense La última avanzada (The last outpost, C. Barton y L.J. Gasnier, 1935), si bien en clave aventurera para el lucimiento de los héroes occidentales, Cary Grant en ese caso, y la canadiense Ararat (Atom Egoyan, 2002), estimable e intenso drama que rastrea las huellas de la tragedia armenia en sus descendientes exiliados en Canadá.

En el lado turco de la balanza, vale la pena consignar 120 (O. Eren y M. Saraçoglu, 2008), épica historia de unos niños que se ofrecen voluntarios para transportar munición al frente en un arriesgado viaje entre montañas nevadas.

Extremo Oriente: lo reducido de las operaciones en este frente, con Japón, Australia y Nueva Zelanda desalojando a los alemanes de sus colonias de la costa china y de las islas y archipiélagos que constituían sus dominios en Asia y Oceanía, se traslada también al cine. Sólo la reciente, mediocre e interminable Odisea de héroes (Die Männer der Emden, Berengar Pfahl, 2012) cuenta el periplo de una cincuentena de marinos germanos que, hundido su barco por la armada australiana, emprenden un difícil regreso a casa por los mares controlados por el enemigo hasta, finalmente, cruzar por tierra Arabia, Turquía y Europa Oriental, y llegar diezmados a Berlín.

África: los británicos vieron en la guerra la ocasión de arrebatar a Alemania sus colonias de África del Sudoeste (Namibia) y el África Oriental Alemana (Ruanda, Burundi y Tanzania). En esta última, no obstante, no contaban con el coronel Von Lettow, oficial que, al mando de unos cientos de alemanes y unos miles de askaris (tropas nativas), y con una estrategia basada en el movimiento continuo y la guerra de guerrillas, hostigó sin descanso a los aliados, batió a los belgas en el Congo, a los portugueses en Mozambique, y derrotó y tuvo en vilo a los británicos y sudafricanos que invadieron la colonia. Von Lettow sólo acordó el cese de hostilidades cuando tuvo noticia del armisticio en Europa y, después de firmar una paz de igual a igual, fue aclamado en Berlín como héroe nacional. Más suerte tuvieron los aliados al otro lado del continente con la rápida ocupación de las colonias alemanas de Togo y Camerún. Sin embargo, el cine dedicado a este frente raramente trata de la guerra en exclusiva: la aventura, la literatura o la lucha racial son factores más importantes que la contienda.

Al margen de los emotivos apuntes iniciales en la célebre Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), y del cóctel de guerra y aventura en busca del tesoro de Trader horn (Reza Badiyi, 1973), dos títulos capitalizan la presencia de este frente en el cine: el clásico La reina de África (The African Queen, John Huston, 1951), inolvidable título protagonizado por una estirada misionera y un borrachín capitán de barco que conciben un alocado plan para volar la cañonera alemana que patrulla el lago Victoria; y La victoria en Chantant (La victoire en Chantant, Jean Jacques Annaud, 1976), coproducción franco-germano-costamarfileña, Óscar a la mejor película de habla no inglesa, que sitúa la acción en el África Ecuatorial Francesa en guerra con las posesiones alemanas, y en la necesidad de reclutar, adiestrar y equipar a los nativos para el combate. El contraste entre las buenas relaciones de vecindad entre alemanes y franceses antes de la guerra y la posterior imposición desde Europa de la obligación de matarse unos a otros, así como el subtítulo de la cinta (Negros y blancos en color), dan idea de la intención humanista y antibelicista de esta sátira del colonialismo.

La guerra en el aire: en este frente, otro de los que dotan a la guerra de buena parte de su iconografía clásica, un personaje destaca sobre todos: Manfred Von Richthofen, El barón rojo, protagonista de una conocida cinta de Roger Corman (Von Richthofen & Brown, 1971) y de otra menos afortunada (Nikolai Müllerschön, 2008).

Las historias de acrobáticos biplanos pintados de vivos colores a la caza del enemigo, disparando sus ametralladoras a través de la hélice, localizando emplazamientos para la artillería o lanzando bombas a mano sobre objetivos terrestres, resultan cruciales incluso para el desarrollo de la industria del cine: Alas (Wings, William A. Wellman, 1927), ganó el Óscar a la mejor película en la primera edición de estos premios. Wellman volvió al mismo terreno con Aguiluchos (Young eagles, 1930), vivencias de unos aviadores durante la guerra, y también en su última película, La escuadrilla Lafayette (Lafayette escadrille, 1958), sobre una unidad francesa integrada por americanos, que también tiene su remake, Flyboys (Tony Bill, 2006).

El aura romántica de los pilotos facilita el tránsito al drama sentimental, como en El gran combate (Lilac time, George Fitzmaurice, 1928), Los ángeles del infierno (Hell’s angels, Howard Hughes, 1930) o Vivamos hoy (Today we live, Howard Hawks, 1933), de nuevo con triángulo amoroso de por medio. Hawks, amante de la aeronáutica, también filmó La escuadrilla del amanecer (The dawn patrol, 1930), su primera cinta sonora, vuelta a rodar por Edmund Goulding en 1938 con Errol Flynn, que cuenta las aventuras de unos pilotos británicos, más o menos el mismo argumento que El águila y el halcón (The eagle and the hawk, Stuart Walker, 1933), esta vez con americanos, o el corto animado The jockstrap raiders (Mark Nelson, 2011).

Desde el punto de vista dramático, son más interesantes Cuerpo y alma (Body and soul, Alfred Santell, 1931), sobre el amigo de un piloto derribado que intenta devolver las cartas que este recibía de una muchacha, que se revela como una posible espía alemana, y Las águilas azules (The blue Max, John Guillermin, 1966), el intento de un general por aprovecharse de la fama de un joven aviador pupilo suyo.

La guerra en el mar: la poca actividad de las flotas de guerra de superficie, con las armadas alemana y austrohúngara bloqueadas de facto en el Mar del Norte y el Adriático, respectivamente, el pleno dominio de los mares para los aliados una vez eliminados los buques de guerra alemanes en ultramar, y el hecho de que la única gran batalla naval de la guerra, Jutlandia, fuera una victoria alemana para nada decisiva, hacen que la presencia de este frente en el cine sea casi testimonial.

Sin embargo, con la guerra submarina sin restricciones decretada por Alemania como elemento detonante para la intervención americana (tras el hundimiento de naves como el trasatlántico Lusitania), asistimos al nacimiento de la variante del género de lucha bajo el agua. Los alemanes son los pioneros: a Crucero Endem y U-9 Weddigen, ambas de los años 20, les sucede Amanecer rojo (Morgenrot, V. Sewell y G. Ucicky, 1933), asfixiante historia de una tripulación atrapada en su submarino a baja profundidad después de enfrentarse y vencer a varios buques británicos. El gran impulsor del género en Hollywood será John Ford con dos títulos, Mar de fondo (Seas beneath, 1931), la caza de un letal submarino alemán por parte de un buque camuflado americano, y Submarine patrol (1938), con guión de William Faulkner, en la que un oficial se hace cargo de un viejo submarino y convierte a su desastrosa tripulación en un modelo de eficiencia. Por último, la aportación británica viene de la mano de Michael Powell y Emeric Pressburger con El espía negro (The spy in black, 1939), el intento de los alemanes de hundir la flota británica fondeada en Scapa Flow, Escocia, y la ayuda que reciben de una respetada pareja de la zona, en realidad espías alemanes.

Espionaje: además de los diversos acercamientos al mito de Mata Hari (por ejemplo, con Jeanne Moreau en 1964 o Sylvia Krystel en 1985), y las crónicas de hechos reales (Marthe Richard au service de la France, R. Bernard, 1937; Nurse Edith Cavell, H. Wilcox, 1939, sobre una enfermera británica de un hospital militar de Bruselas que ayudaba a fugarse a los pacientes), el cine del espionaje de la I GM destaca tanto por su proliferación como por su rápida desaparición una vez desplazado por entornos más atractivos como la Guerra Fría. Así, The false faces (Irvin Willat, 1919) trata del robo en Alemania de unos importantes documentos; Dangerous days (Reginald Barker, 1920) mezcla drama sentimental y sabotaje; La legión de los condenados (The legion of the condemned, William A. Wellman, 1928) presenta a un piloto militar que debe llevar a Alemania a una joven espía de la que está enamorado; Siempre en mi corazón (Ever in my hart, Archie Mayo, 1933) cuenta la historia de una joven americana casada con un alemán que se convierte en espía; Mademoiselle doctor (Stamboul quest, Sam Wood, 1934) habla de una espía alemana que desenmascara a todo agente aliado que encuentra, hasta que se enamora de uno de ellos; Under secret orders (E.T. Gréville, 1937) es la historia de una muchacha que se enrola como agente cuando su novio muere a manos de los aliados; La mujer enigma (Dark journey, Victor Saville, 1937) relata los amores de un espía alemán y una agente británica. Algo parecido ocurre en Fusilado al amanecer (Fusillé à l’aube, André Haguet, 1950), en la que el matrimonio formado por un austriaco y una francesa, que se creen a salvo de todo porque residen en Suiza, son arrastrados igualmente a la dinámica de la guerra.

Entre las rarezas, destaca la erótica Fräulein Doktor (Alberto Lattuada, 1969), con una maciza espía que seduce a todo lo que se mueve, y el desastroso musical Darling Lili (Blake Edwards, 1970), fracaso total que narra la labor como espía de una famosa cantante británica al servicio de los alemanes.

Más estimables son Zeppelin (Étienne Périer, 1971), la odisea de un agente británico por hacerse con los planos del famoso dirigible, y, sobre todo, la húngara Coronel Redl (Redl ezredes, István Szabó, 1984), remake de una antigua cinta austriaca de 1925 que cuenta la historia real de Alfred Redl, un prodigio en el diseño de nuevas técnicas de contraespionaje para el Estado Mayor austrohúngaro que, chantajeado por los rusos bajo la amenaza de revelar públicamente su condición de homosexual, terminó vendiendo secretos militares a media Europa. Inolvidable Klaus Maria Brandauer.

La retaguardia: lejos del frente no está garantizada la tranquilidad. The heart of humanity (A. Holubar, 1918), crónica de una familia separada por la guerra, tiene la virtud de colocar ya entonces al gran Erich von Stroheim en su querido papel de duro militar prusiano. En The love light (Frances Marion, 1921), una joven farera se consuela en brazos de un marino americano por la muerte en combate de sus tres hermanos, pero su nuevo amor resulta no ser ni marino ni americano… De sentimientos encontrados va la cosa en Un amor prohibido (The fountain, John Cromwell, 1934), con un oficial británico en la neutral Holanda que vuelve a encapricharse de su antigua novia, ahora casada con un alemán herido en la guerra. En el extremo opuesto, la soviética Arsenal (Aleksandr Dovzhenko, 1928), la vuelta a casa de un soldado ucraniano, y la alemana Urlaub auf Ehrenwort (Karl Ritter, 1938), con seis soldados que disfrutan de un permiso en Berlín poco antes del armisticio, se centran en los problemas de la reincorporación a la vida civil.

En La vida íntima de Julia Norris (To each his own, Mitchell Leisen, 1946), se explora el duro destino de las solteras embarazadas de soldados caídos en el frente, mientras que una rareza española, Los que no fuimos a la guerra (Julio Diamante, 1962), aspira a convertir en comedia el enfrentamiento de dos familias de la España de provincias, cada una partidaria de un bando, que les lleva a romper un compromiso matrimonial. Más lírica y evocadora, La maison des bois (Maurice Pialat, 1971) es la historia de un guardabosques que acoge a niños refugiados, y en 1918 (Ken Harrison, 1985) un vecino de un pueblo de Texas sufre todo tipo de presiones para alistarse, aunque él no quiere dejar a su joven esposa y a su hijo. Cómo no, no faltan las historias de amor entre soldados y enfermeras en un hospital de retaguardia, como en Marthe (Jean-Loup Hubert, 1997). De amores truncados y de cuitas irlandesas trata la hermosa La hija de Ryan (Ryan’s daughter, David Lean, 1970), con un gran Robert Mitchum.

Por último, dos títulos atípicos: el socarrón musical, no exento de dureza, ¡Oh, qué guerra tan bonita! (Oh! What a lovely war!, Richard Attenborough, 1969), relato sobre cómo la guerra afecta a una de tantas familias Smith; y la alemana The halfmoon files (Philip Scheffner, 2007), extraña y sugerente combinación experimental de estilos y temas sobre la experiencia de un grupo de prisioneros en un campo cercano a Berlín.

El pacifismo: en algunas cintas antibelicistas, por encima del elemento crítico contra el estamento militar, la guerra y los intereses económicos que la alimentan, flota un componente humanista más amplio y profundo. Así, El arca de Noé (Noah’s ark, Michael Curtiz, 1928), narra en paralelo la famosa parábola bíblica y las peripecias de un grupo de soldados. La insólita cinta española Hombres contra hombres (Antonio Momplet, 1935), incluye en su desarrollo imágenes documentales de la contienda. Finalmente, tanto el corto animado británico War game (Dave Unwin, 2002) como el largometraje francés Feliz Navidad (Joyeux Noël, Christian Carion, 2005), cuentan un verídico episodio de confraternización entre tropas alemanas, francesas y escocesas (se dieron también en otros frentes, aunque en el Oriental, tras la Revolución rusa, fueron duramente reprimidos por los alemanes) durante las Navidades de 1914, y que incluyó brindis, canciones, árboles iluminados, regalos e incluso partidos de fútbol.

La “fatiga de guerra”: el relato de las secuelas físicas y psíquicas sufridas por los combatientes encuentra por vez primera reflejo en el cine, abriendo la puerta a un subgénero dramático que en adelante será explotado prácticamente en los mismos términos al final de la II Guerra Mundial, la de Corea y, en especial, la de Vietnam.

Pronto el cine (Humoresque, Frank Borzage, 1920) trata el drama de quienes vuelven a casa, en algunos casos, como el boxeador de El mundo que nace (The patent leather kid, Alfred Santell, 1927) o los aviadores borrachos de The last flight (William Dieterle, 1931), incapaces de retomar su vida. Esa limitación va ligada al peso de lo vivido, del cual espera librarse el protagonista de Remordimiento (The broken lullaby, Ernst Lubitsch, 1932) cuando viaja a Alemania para pedir perdón a la familia de un soldado que mató, y cuyo recuerdo le obsesiona. Otras veces, es una imposibilidad física derivada de las heridas de guerra, como el ciego de El ángel de las tinieblas (The dark angel, Sidney Franklin, 1935), o la dificultad de encontrar empleo, como el periodista de The hoodlum saint (Norman Taurog, 1946). Más graves son los tormentos psicológicos de los soldados de Regeneration (Gilles MacKinnon, 1997), la explosión de una bomba en plena cara el primer día de guerra que sufre el protagonista de El pabellón de los oficiales (La chambre des officiers, François Dupeyron, 2001), o el shock traumático de Les fragments d’Antonin (Gabriel Le Bomin, 2006) o el mediometraje Coward (David Roddham, 2012).

En este punto destaca la durísima Johnny cogió su fusil (Johnny got his gun, 1971), película ferozmente crítica de Dalton Trumbo (rechazada por Buñuel) a partir de su propia novela (1939): un joven americano, fatalmente herido por una granada anti-carro el último día de la guerra, ha perdido cara, brazos y piernas, y yace en un hospital oculto al público por el gobierno. Su terrible despertar, los recuerdos de su familia, su novia y sus camaradas de armas ahora muertos, sus ensoñaciones (en especial las jugosas apariciones de un Jesucristo que afirma ser sólo un bonito sueño), el hallazgo de la vía de comunicación con los médicos y su tremenda primera petición (¡mátenme!), unidos a las imágenes reales de desfiles y paradas militares, mítines y discursos que abren la película, contienen el aliento del por qué, la inutilidad del para qué, y el desesperado anhelo del nunca más.