La gran involución

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Jan 13, 2014 in Autores

Debemos revisar nuestra visión de la historia como un relato de progreso continuado para percatarnos de que estamos en un período de regresión.

La necesidad de revisar críticamente lo que significa el progreso material en una sociedad y sus implicaciones en la mejora o pérdida de la calidad de vida de las personas que forman parte de ella, resulta especialmente pertinente a la hora de examinar la evolución histórica del capitalismo. Tanto en su origen, como en el desarrollo inmediatamente posterior, la riqueza generada por el capitalismo, apropiada privadamente por unos pocos, se vio acompañada de una auténtica catástrofe social, tanto para la población campesina por el afán señorial de cercar y privatizar los bienes comunales que constituían su medio de vida, como para la incipiente clase trabajadora hacinada en barriadas industriales en condiciones insalubres. En Europa, el crecimiento económico experimentado desde comienzos del siglo XVI hasta finales del XVIII no comportó una mejora de las condiciones de vida en amplios sectores de la sociedad. Más bien todo lo contrario. La esperanza de vida y la evolución de la estatura, ambos indicadores estrechamente relacionados con las condiciones sociales en que se desenvuelve la existencia, evolucionaron en sentidos divergentes según la clase social y la localización geográfica de la población. Detrás de este hecho se encuentran diversas circunstancias. Evidentemente se halla la cuestión distributiva: quien participa de los beneficios que trae el progreso verá cómo su vida florece, pero para quien sólo soporta los costes asociados a la prosperidad material que otros disfrutan su vida únicamente habrá sido una ofrenda en el altar del capital. Hay más circunstancias que merecen ser reseñadas. Junto al desigual reparto de los frutos del progreso –en forma de beneficios y costes, oportunidades y riesgos, etc.–, la suerte de la gente dependerá también de los mecanismos de protección o redes de seguridad que encuentre a su disposición. La destrucción de estas redes como consecuencia de la profundización y ensanchamiento del capitalismo ha sido una amenaza constante para pueblos y comunidades enteras al quedarse expuestas en el vacío. A esta amenaza se refirió con especial agudeza Karl Polanyi en su obra más conocida,La gran transformación.(PDF)

El paso de un orden en el que el mercado es tan sólo una institución de intercambio a otro en el que la vida social se rige con criterios mercantiles viene acompañado siempre de una gran perturbación. Este tránsito es una fuente de inseguridad sobre la vida de la gente porque provoca la desaparición de instituciones y mecanismos tradicionales de protección. Trae consigo la amenaza de la dislocación social, ya que la defensa a ultranza de la libertad individual y de un orden autorregulado por las fuerzas del mercado, al margen de cualquier tipo de racionalidad colectiva, deja a la sociedad a merced de los intereses y las pasiones de unos pocos individuos. La eliminación de intervenciones colectivas, de prácticas en común, asociadas a unas instituciones que ahora son desplazadas por otras únicamente al servicio de la propiedad y las relaciones mercantiles, supone también el abandono de una «economía moral» que ofrecía seguridad a la población frente a los riesgos sociales y bienestar frente a sus necesidades. Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad […] Desprovistos de la protectora cobertura de las instituciones culturales, los seres humanos perecerían, al ser abandonados en la sociedad: morirían convirtiéndose en víctimas de una desorganización social aguda. Igual suerte le corresponde al entorno natural. La gran transformación fue acompañada de una gran perturbación que representó para las clases subalternas una gran involución.

Como se ha remarcado oportunamente, de algún modo es verdad que en los últimos doscientos cincuenta años hemos avanzado también en los terrenos de las libertades y del bienestar de la mayoría, pero este progreso no es, como pensábamos, el fruto de una regla interna de la evolución humana, sino el resultado de muchas luchas colectivas.

Es la gran lección que hay que sacar de esta experiencia: ningún avance social se consigue sin lucha y nada de lo alcanzado está asegurado de una vez y para siempre. El periodo posterior a la segunda gran guerra es cierto que abrió una época de grandes esperanzas. Para muchos pueblos la descolonización significó mayor autonomía frente a las antiguas metrópolis. Para los países de ambas orillas del Atlántico Norte, representó un periodo excepcional de progreso material y avance social. Un progreso a resultas de un círculo virtuoso basado en un pacto implícito, o contrato social no escrito, entre capital y trabajo que contaba con la mediación del Estado. Las luchas y tensiones antagonistas entre clases sociales con posiciones e intereses mutuamente incompatibles pudieron, hasta cierto punto, atenuarse a través de la aplicación de dos grandes programas de políticas: por un lado, políticas distributivas que permitieron un reparto más equitativo del producto social en la medida en que consiguieron que los salarios crecieran al mismo ritmo que la productividad, favoreciendo con ello que la demanda de bienes de consumo se convirtiera en una potente palanca interna para el aumento de la producción; por otro, un conjunto de políticas que tenían como objetivo fundamental combatir la inseguridad ante los riesgos sociales mediante la construcción de los llamados Estados de Bienestar. Ambos elementos, redistributivos y protectores, inauguraron una época en la que la expresión «capitalismo democrático» parecía alejada del oxímoron.

La evolución hacia el progreso social se invirtió a partir de los años setenta del siglo pasado. David Anisi lo explicó en términos muy sencillos sirviéndose de las enseñanzas de Michal Kalecki:  la crisis –refiriéndose en ese momento a la de los años setenta del siglo pasado– fue la reacción del capital al desafío que le planteaba la fuerza de trabajo ante el continuado deterioro de las tasas de beneficio y la creciente deslegitimación que estaba cosechando el capitalismo en el plano cultural. La reacción de los propietarios del capital representó un auténtico golpe de autoridad encima de la mesa dejando claras muchas cosas, fundamentalmente, quién mandaba en la sociedad. Ese punto de inflexión supuso el inicio de la Gran Involución que estamos viviendo y también el fin de la ilusión de un mundo que evolucionaba hacia un progreso continuado.

Ahora bien, la reacción del capital, que provocó desempleo masivo socavando el poder de los sindicatos, contribuyó a levantar también una nueva barrera a la acumulación de capital: una fuerza de trabajo sin poder político significa bajos salarios, y los trabajadores empobrecidos no constituyen un mercado vibrante. La persistente contención salarial plantea por tanto el problema de la falta de demanda para la creciente producción de las corporaciones capitalistas. Se ha superado una barrera para la acumulación de capital –la resistencia obrera– a expensas de crear otra, la insuficiencia del mercado.

¿Cómo sortear este nuevo obstáculo a la acumulación de capital? La respuesta se encontró en la globalización productiva y en la desregulación del ámbito financiero. Con la mundialización las corporaciones lograron acceder a la fuerza de trabajo disponible en cualquier parte del mundo y a unos mercados exteriores que las convirtieron en menos dependientes de la marcha de las economías de los países de los que procedían. La desregulación financiera permitió, entre otras muchas cosas, la expansión de una economía del crédito que, a través del endeudamiento, lograba mantener los niveles de consumo de las masas trabajadoras a pesar de la contención salarial. Ambos elementos actuaban en el mismo sentido no sólo a la hora de sortear los límites que imponía la insuficiencia de la demanda a la acumulación de capital, sino también en otro aspecto esencial: contribuían también a debilitar a una fuerza de trabajo cada vez más preocupada por la deslocalización y más disciplinada por sus niveles de endeudamiento. En tales circunstancias es natural que las élites económicas perdieran el miedo a las mayorías sociales. Y sin miedo, ¿por qué pactar cuando se está en condiciones de redefinir los fundamentos del orden social?

El convencimiento entre quienes detentan el poder económico de que no es necesario hacer concesiones, ha cambiado por completo la naturaleza y la orientación de las políticas. Los elementos distributivos y protectores que estuvieron presentes en las intervenciones de los gobiernos noroccidentales tras la segunda posguerra han ido desapareciendo durante las últimas décadas, actualizando los grandes niveles de desigualdad de comienzos del siglo XX y favoreciendo el desmantelamiento del Estado de Bienestar.

Las políticas practicadas por gobiernos titere tras el pinchazo de la burbuja financiero inmobiliaria representan el último capítulo de una historia que no arranca en el otoño del 2008, sino en los años setenta del siglo pasado, cuando se rompieron las reglas que permitieron albergar ciertas esperanzas acerca del progreso social. Cada vez resulta más dudoso que estas políticas tengan como objetivo acabar con la crisis rápidamente. Más bien parecen estar orientadas a generar inseguridad para socializar el miedo y, a partir de ahí, hacer aceptables entre la población las reformas necesarias que permitan el tránsito hacia otro orden social. Un orden incierto del que poco sabemos más allá de algunos nombres propuestos: «The Big Society» planteada por David Cameron o «la sociedad participativa» defendida desde el Gobierno de coalición holandés y puesta en boca de su graciosa majestad Guillermo-Alejandro de Orange.

En ambos casos se apela a cambios en la forma de afrontar los riesgos sociales. Los Estados de bienestar, que instituyeron la solidaridad como respuesta colectiva a los riesgos sociales, deben retirarse. En su lugar se exhorta a la ciudadanía a asumir la responsabilidad sobre su futuro y a tejer sus propias redes de seguridad. La paulatina retirada de la red pública de protección social está incrementando los estados de necesidad. El informe realizado por el Comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa tras su visita a España en junio de 2013 es esclarecedor.

Muižnieks informa que en España las políticas de recortes y reformas están causando una desprotección severa en colectivos especialmente vulnerables, de manera que se está viviendo una regresión profunda en materia de derechos humanos. También denuncia el uso excesivo  de la fuerza por parte de la policía en las manifestaciones públicas de rechazo a las políticas de recortes y los abusos de poder llevados a cabo por unas autoridades que deberían estar encargadas, más que de la represión y criminalización de la protesta, de hacer cumplir la ley en la protección de los derechos humanos. La destrucción de las viejas conquistas sociales exige intensificar la violencia y penalizar la protesta pública, con el riesgo de llevarse por delante, junto a los derechos sociales, también los civiles y políticos. La tensión entre capitalismo y democracia, que nunca desapareció, vuelve a aflorar con fuerza: una involución en toda regla, una gran involución.

 Santiago Álvarez Cantalapiedra