Andres Yahel Arvayo Martinez |
La lucha contra el alzhéimer ha entrado en una nueva era. La aparición de nuevos fármacos que frenan ligeramente su avance y el hallazgo de biomarcadores que abren la puerta a adelantarse a la enfermedad, han reavivado la esperanza para atajar una dolencia que afecta a 50 millones de personas en el mundo. Después de décadas de tropiezos, sin encontrar tratamientos efectivos contra una demencia que destruye la memoria y la autonomía del individuo, la comunidad científica mira expectante la revolución diagnóstica y farmacológica que tienen entre manos. Una comisión de expertos ha publicado este lunes una serie de artículos en The Lancet donde desgrana los avances, pero también aborda la gran controversia con los nuevos tratamientos, los primeros en alterar el curso de la enfermedad, pero cuestionados por ser caros, con efectos secundarios y tener una eficacia modesta.
Cuenta Juan Fortea, jefe del grupo de Neurobiología de las Demencias del Instituto de Investigación Sant Pau y coautor de uno de los artículos de la serie de The Lancet, que la investigación en alzhéimer está en un momento de “cambio de paradigma”. “No estamos curando la enfermedad”, matiza, “pero es la primera vez en la historia de la humanidad que conseguimos ralentizar el curso de la enfermedad de Alzheimer”. Los responsables de ese punto de inflexión científico son una nueva generación de medicamentos que eliminan la proteína beta-amiloide, que se acumula en los cerebros enfermos, y frenan la progresión de la enfermedad. Albert Lleó, jefe de Neurología del Sant Pau de Barcelona, asegura que esto es solo “el principio del camino”: “Hay 138 medicamentos más investigándose. Estos son los primeros de muchos que vendrán”. La ciencia investiga también, por ejemplo, el potencial de la semaglutida, que ya ha revolucionado el tratamiento de la obesidad.
Los medicamentos que han alentado todas las esperanzas se llaman lecanemab y donanemab. En los ensayos clínicos, el primero redujo un 27% el avance de la enfermedad y el segundo, un 35%. Ambos están aprobados en Estados Unidos y en otros países, pero a la Agencia Europea del Medicamento (EMA, por sus siglas en inglés), más conservadora, le costó dar su visto bueno al lecanemab (lo hizo hace un año y después de una primera negativa) y sigue estudiando el aval al donanemab.
Sendos fármacos han estado rodeados de polémica, también dentro de la comunidad científica. Para empezar, por sus potenciales efectos secundarios —hemorragias cerebrales y muerte de dos pacientes, en el caso del lecanemab, por ejemplo—, pero también por las suspicacias que planteaba el beneficio clínico: ¿Qué significa, para el día a día de una familia, reducir un 27% el avance de la enfermedad? Otros frentes abiertos eran su precio (unos 24.000 euros al año por paciente, calculan) o que solo estaba destinado a unos pacientes muy concretos, en unas fases muy tempranas de la enfermedad y con características muy específicas.
Basándose en la historia de vida de otros medicamentos biológicos en otras enfermedades, los autores defienden que la magnitud del efecto puede ser muy parecido. En esos casos, aducen, los precios también son más elevados y tampoco están exentos de efectos secundarios. Sobre el acceso limitado a un grupo muy concreto de pacientes —los expertos calculan que solo se podrán beneficiar, por ahora, el 5% de las personas con alzhéimer—, los autores señalan que en esclerosis múltiple, por ejemplo, el uso de los fármacos innovadores estaba limitado al 36% en 2017 y subió al 74% en 2020.
“Lo que ponen encima de la mesa estos autores no es una comparación directa con otras enfermedades, sino mostrar que en medicina hay otras terapias que tienen una magnitud de efecto compatible, pero el alzhéimer tiene características que hacen minusvalorar los avances”, sostiene David Pérez, jefe de Neurología del Hospital 12 de Octubre de Madrid, que no ha participado en esta serie. El médico se refiere a un puñado de variables, entre el recelo científico y los prejuicios sociales, que han abonado un campo favorable a la polémica.
Otro punto que altera el debate, a juicio de Pérez, es el edadismo: “Es una enfermedad que afecta a personas mayores que no pueden ejercer la voz para exigir nada delante de la sociedad. Estos enfermos son un colectivo frágil”.
La magnitud de la enfermedad, aducen los expertos consultados, también ha alimentado las dudas allá donde se toman las decisiones. “Si no fuera una enfermedad así de prevalente, si no comportara una tensión en el sistema sanitario, en costes, en cambio de procesos, no se hubiese generado parte de la polémica. Si fuera una enfermedad rara, tenemos pocas dudas de que esto se hubiera aprobado sin ningún tipo de controversia y de forma muy acelerada”, plantea Fortea.
Esta primera generación de fármacos implica un desafío para los sistemas sanitarios. Tanto a la hora de identificar a los pacientes que se pueden beneficiar —eso requiere pruebas diagnósticas y de biomarcadores para confirmar la enfermedad y también estudios genéticos para descartar mutaciones incompatibles—, como en el propio tratamiento y seguimiento: la terapia es endovenosa, se pone en el hospital de día y requiere resonancias magnéticas de control para vigilar posibles hemorragias. “Una cosa es ver pacientes en consultas externas como se veían, una vez cada seis meses o cada año; y otra cosa es un tratamiento con lecanemab, que supone infusiones cada 15 días en hospital de día, más cuatro resonancias al año con muchísimas visitas… Un paciente pasa de darte una o dos visitas al año relativamente cortas a tener 24, 30 o 35 visitas. Imagínate lo que supone de carga asistencial. Al sistema le va a costar acomodarse, pero que sea una minoría de pacientes [al principio] va a permitir que el sistema vaya adaptándose”, defiende Fortea.
Los expertos consultados señalan que los potenciales efectos secundarios son manejables y, a propósito del beneficio clínico, Fortea señala que “ese 30% se traduciría en que, en 18 meses, el paciente ha ganado seis meses”. O dicho de otra manera: “Para progresar a la siguiente fase, progresas un 30% más lento. Mantienes más autonomía y más calidad de vida porque estamos ralentizando una enfermedad que genera mucha discapacidad. No estamos curando la enfermedad. Los pacientes empeoran, pero lo hacen más despacio”, abunda. Cristina Maragall, presidenta de la Fundación Pasqual Maragall, ha defendido que tanto para la comunidad científica como para las familias “es imprescindible que se empiecen a usar estos medicamentos”.
Revolución diagnóstica
Estas herramientas son “cruciales” para confirmar el diagnóstico en todas las fases de la enfermedad, asegura Fortea. El médico explica que, cuando la evaluación clínica y la exploración neuropsicológica confirman un deterioro cognitivo leve, en el 60% de los casos será alzhéimer, pero en el otro 40% no; y según la situación, la evolución y el pronóstico del paciente será muy diferente. “Con lo cual, necesito un biomarcador sí o sí para identificar quién tiene alzhéimer. Si no, no voy a saber lo que está pasando”, afirma. En los contextos asintomáticos, por otra parte, la única forma de seleccionar a las personas que tienen alzhéimer también será el biomarcador, asegura. “El día que haya tratamientos preventivos, ese biomarcador será nuestra única herramienta para identificar a estas personas”, abunda.
El médico es muy optimista a medio plazo: “Ahora podemos diagnosticar en personas cognitivamente sanas la presencia de proteínas [relacionadas con el alzhéimer] en el cerebro. Todavía no podemos predecir a ciencia cierta si todas estas personas que tienen estas proteínas en el cerebro van a desarrollar la enfermedad ni cuándo, y por eso no se recomienda un cribado poblacional, pero esto no es ciencia ficción. Son ensayos clínicos que están en marcha y que se van a leer en 2027. En dos años sabremos si quitar amiloide en personas sin síntomas ralentiza la aparición de la enfermedad”.
Los expertos auguran también un impulso en el campo de la prevención. De hecho, una revisión científica identificó 14 factores de riesgo (tabaco, hipertensión, sedentarismo o contaminación, entre otros) a evitar para esquivar casi la mitad de las demencias. “Hay potencial en prevención”, defiende Eider Arenaza-Urquijo, investigadora ISGlobal y firmante de uno de los artículos de la serie de The Lancet: “Ya hemos visto un estudio que ha demostrado que una intervención de estilo de vida —ejercicio físico, nutrición, actividad cognitiva y social— tiene un impacto en el declive cognitivo en gente con mayor riesgo de desarrollar alzhéimer", ejemplifica.