1. El Proyecto pretende dar expresión a un nuevo enfoque legal que supere un enfoque asistencialista y dé paso a otro basado en el reconocimiento de los derechos de la persona en el contexto de las nuevas situaciones creadas por los avances de la medicina. Pero no lo consigue. 2. No logra garantizar, como desea, la dignidad y los derechos de las personas en el proceso del final de su vida temporal, sino que deja puertas abiertas a la legalización de conductas eutanásicas, que lesionarían gravemente los derechos de la persona a que su dignidad y su vida sean respetadas. 3. El erróneo tratamiento del derecho fundamental de libertad religiosa supone un retroceso respecto de la legislación vigente. 4. Ni siquiera se alude al derecho a la objeción de conciencia, que debería reconocerse y garantizarse al personal sanitario. 5. La indefinición y la ambigüedad de los planteamientos lastran el Proyecto en su conjunto, de modo que, de ser aprobado, conduciría a una situación en la que los derechos de la persona en el campo del que se trata estarían peor tutelados que con la legislación actual.
Siendo todos ellos puntos muy clarificadores, hoy me interesa fijarme en un aspecto de ese documento que no he visto comentar y considero muy importante. Se trata de los puntos 16 y 17, en el que los Obispos justifican la validez de sus opiniones, en una explicación tan sencilla como clara de por qué la Iglesia tiene derecho a opinar y por qué su opinión es verdadera. Dicen los Obispos: «16. Cuando afirmamos que es intolerable la legalización abierta o encubierta de la eutanasia, no estamos poniendo en cuestión la organización democrática de la vida pública, ni estamos tratando de imponer una concepción moral privada al conjunto de la vida social. Sostenemos sencillamente que las leyes no son justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por las correspondientes mayorías, sino por su adecuación a la dignidad de la persona humana. 17. No identificamos el orden legal con el moral. Somos, por tanto, conscientes de que, en ocasiones, las leyes, en aras del bien común, tendrán que tolerar y regular situaciones y conductas desordenadas. Pero esto no podrá nunca ser así cuando lo que está en juego es un derecho fundamental, como es el derecho a la vida. Las leyes que toleran e incluso regulan las violaciones del derecho a la vida son gravemente injustas y no deben ser obedecidas. Es más, esas leyes ponen en cuestión la legitimidad de los poderes públicos que las elaboran y aprueban. Es necesario denunciarlas y procurar, con todos los medios democráticos disponibles, que sean abolidas, modificadas o bien, en su caso, no aprobadas.»
Así pues, para escarnio de los que quisieran relegar a la Iglesia a las sacristías, afirman los Obispos que si opinan, lo hacen con la autoridad que da el defender, no unos principios tan válidos como sus contrarios (que valen tanto como los de Groucho Marx), sino los únicos principios verdaderos: La Iglesia defiende el valor de la dignidad humana porque la fundamenta en un hecho fundamental, cual es el hecho de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y ha sido redimido con la sangre del mismo Cristo. No obstante, es verdad que no hace falta recurrir a visiones religiosas (perfectamente acordes con la razón, por otro lado) para entender que el hombre tiene dignidad por sí mismo (entendiendo por dignidad “la cualidad mayor que se puede predicar de un ente”, en palabras de Mª Dolores Vila-Coro). La dignidad, o la cualidad de ser digno, es algo que pertenece al ser del hombre, y no se puede ganar ni perder, porque es parte de su esencia. Me refiero a la dignidad ontológica de la persona. La palabra “digno” viene del griego, y podría traducirse por “valioso”. Por eso la vida humana merece respeto. Porque es valiosa, tiene valor en sí misma. Más, si cabe, cuando más débil y necesitada sea. Pero resulta que nuestra sociedad se empeña en atacar esa dignidad, y por tanto, deshumaniza al hombre, le despoja de lo que constituye la esencia de su humanidad. Así, se justifican los ataques a la vida en su origen o su final, con argumentos falaces. Argumentos que solo se pueden sostener si aceptamos que cuando atacamos a las personas en los momentos iniciales o finales de sus vidas no consideramos que sean en verdad hombres, sino que por alguna razón (no razonable) perdieron o no llegaron aún a adquirir tal cualidad. Esto es una mera argucia filosófica para justificar lo injustificable. Y aunque muchos pensaran así, la Iglesia, defensora del hombre, sale siempre al paso. Porque “las leyes no son justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por las correspondientes mayorías, sino por su adecuación a la dignidad de la persona humana”.
Algunos insistirán en que la Iglesia en el fondo añora los tiempos antiguos en los que intervenía en la vida política. Sin entrar al trapo, sólo diré que estoy completamente de acuerdo con la afirmación de que cuando la Iglesia da su opinión no trata de imponer una determinada concepción moral a una sociedad que en parte discrepa con Ella. En su defensa de la dignidad del ser humano, que es algo fuera de toda discusión ideológica, afirma y defiende que no son aceptables los ataques a dicha dignidad. Lo cual le viene muy bien al hombre. Porque por mucho que se empeñen los neo-progres, el derecho a la vida es irrenunciable, como lo es el derecho a la educación, a las medidas de seguridad en el trabajo… e incluso el derecho a la dignidad que como persona le es propio al hombre. Nadie puede renunciar al derecho a la vida, ni a su dignidad como persona.