La Innovación es como el sexo juvenil. Se habla mucho de ello, pero se practica poco y, menos aún, con cierto fundamento. Pero si esto es cierto en términos generales, cuando hablamos de innovación de las personas es como si hubiéramos topado con un eremita consagrado al celibato y la abstinencia. Ya es de por si grave confundir innovación y tecnología como si de un comunión excluyente se tratara. Más aún es confundir innovación y gran empresa como si las pequeñas, medianas y los lobos solitarios no tuvieran nada que ver ni hacer en la fiesta. Qué decir de la parafernalia oficialista de los meeting del mundo universal, happenings y world conference, charlatanes y deanes de verbo fácil, showmen innatos del Club de la Comedinnovación, artistas consagrados en la charleta de media hora que te deja con una sonrisa en los labios, pero nada más. Pero si algo es grave, es hablar de innovación, incluso practicarla y, sin embargo olvidarte de las personas. Y es que, aunque algunos les duela, la innovación son las personas, las de consejo, título y tuerca. Todas ellas, de la primera a la última. Contar con un flamante departamento de innovación, involucrar a los white collar, léase los de la corbata y quedarse tan ancho, es como celebrar una paellada popular y olvidarte de invitar a los de la barriada del extrarradio. Una estafa, una parodia tétrica que recuerda a Caffrey el protagonista de la serie del mismo nombre. Pero la excluyente actitud de la innovación a la española no sólo ataca a los fundamentos de una empresa más humanista, justa y basada en el valor del conocimiento y la inteligencia, más allá de las convenciones de la RSC, la conciliación y todas esas cosas. Ataca a los fundamentos del sentido común económico – si alguna vez ha existido tal cosa-. Acaba por ser la prueba más palpable de la miopía empresarial al renunciar a un principio básico: la búsqueda continua de valor. Es como si nos dedicáramos a la prospección de reservas petrolíferas y ante un área de doscientos kilómetros cuadrados, nos contentáramos con realizar sondeos en los diez que se nos antojan más atrayentes a primera vista. Puede ocurrir que encontremos una bolsa de 10 millones de barriles potenciales, pero ¿qué pueden esconder los otros 190 kilómetros cuadrados que hemos renunciado a sondear? Esta no es una actitud innovadora, menos aún emprendedora, pero en términos menos sofisticados, es una solemne tontería, amen de negar el principio de realidad empírica. Si algo debe ser la innovación es universal y democrática. Siempre un derecho, nunca un deber. Siempre un reto, jamás una molestia. Podemos hartarnos de hablar de Open Innovation, Océanos Azules, Innovación Inversa, Redes Sociales Corporativas y muchas cosas más, pero si no somos capaces de garantizar el acceso a la innovación al conjunto de personas de nuestras empresas, estaremos faltando al primer principio básico para innovar: ser persona.
La Innovación es como el sexo juvenil. Se habla mucho de ello, pero se practica poco y, menos aún, con cierto fundamento. Pero si esto es cierto en términos generales, cuando hablamos de innovación de las personas es como si hubiéramos topado con un eremita consagrado al celibato y la abstinencia. Ya es de por si grave confundir innovación y tecnología como si de un comunión excluyente se tratara. Más aún es confundir innovación y gran empresa como si las pequeñas, medianas y los lobos solitarios no tuvieran nada que ver ni hacer en la fiesta. Qué decir de la parafernalia oficialista de los meeting del mundo universal, happenings y world conference, charlatanes y deanes de verbo fácil, showmen innatos del Club de la Comedinnovación, artistas consagrados en la charleta de media hora que te deja con una sonrisa en los labios, pero nada más. Pero si algo es grave, es hablar de innovación, incluso practicarla y, sin embargo olvidarte de las personas. Y es que, aunque algunos les duela, la innovación son las personas, las de consejo, título y tuerca. Todas ellas, de la primera a la última. Contar con un flamante departamento de innovación, involucrar a los white collar, léase los de la corbata y quedarse tan ancho, es como celebrar una paellada popular y olvidarte de invitar a los de la barriada del extrarradio. Una estafa, una parodia tétrica que recuerda a Caffrey el protagonista de la serie del mismo nombre. Pero la excluyente actitud de la innovación a la española no sólo ataca a los fundamentos de una empresa más humanista, justa y basada en el valor del conocimiento y la inteligencia, más allá de las convenciones de la RSC, la conciliación y todas esas cosas. Ataca a los fundamentos del sentido común económico – si alguna vez ha existido tal cosa-. Acaba por ser la prueba más palpable de la miopía empresarial al renunciar a un principio básico: la búsqueda continua de valor. Es como si nos dedicáramos a la prospección de reservas petrolíferas y ante un área de doscientos kilómetros cuadrados, nos contentáramos con realizar sondeos en los diez que se nos antojan más atrayentes a primera vista. Puede ocurrir que encontremos una bolsa de 10 millones de barriles potenciales, pero ¿qué pueden esconder los otros 190 kilómetros cuadrados que hemos renunciado a sondear? Esta no es una actitud innovadora, menos aún emprendedora, pero en términos menos sofisticados, es una solemne tontería, amen de negar el principio de realidad empírica. Si algo debe ser la innovación es universal y democrática. Siempre un derecho, nunca un deber. Siempre un reto, jamás una molestia. Podemos hartarnos de hablar de Open Innovation, Océanos Azules, Innovación Inversa, Redes Sociales Corporativas y muchas cosas más, pero si no somos capaces de garantizar el acceso a la innovación al conjunto de personas de nuestras empresas, estaremos faltando al primer principio básico para innovar: ser persona.