La inteligencia fracasada

Publicado el 16 septiembre 2011 por Spartacus
Con este expresivo título ilustra el filósofo José Antonio Marina ese fenómeno por el que personas de comprobada inteligencia se comportan estúpidamente. Y lo ejemplifica con casos como el del juez del Tribunal de Apelación de Nueva York Sol Wachter, muy considerado por sus resoluciones “sobre la libertad de expresión, los derechos civiles y la defensa de la eutanasia”, cuando fue condenado por un delito de acoso sexual y amenazas a su ex amante. Al abandonarlo ésta, se pasó trece meses “escribiéndole cartas obscenas, haciendo llamadas lascivas y amenazándola con secuestrar a su hija.”
Concluye Marina que es un caso paradójico de cómo una persona muy inteligente arruina su vida por una estupidez. No conocía aún el caso de Strauss-Kahn.
¿Pero qué hace que personas inteligentes, que evalúan con exactitud situaciones y toman decisiones acertadas y hasta brillantes, se comporten de una forma tan absurda? ¿Cómo son capaces de jugarse su vida y carrera por tan poco? Porque desde un punto de vista de lógica económica, y Strauss-Khan de eso debía saber mucho, el beneficio era ridículo frente a las pérdidas. Porque cuando mayor y más poderosa es la posición mayores son las pérdidas, y con un simple cálculo coste-beneficio la decisión parece clara. Pues no.
Y el caso del juez y el del gerente del FMI no son una excepción. Ahí tenemos el caso de Clinton, que estuvo al borde del ”impeachment”, o el de Richard Fuld, presidente de Lehman Brothres, que se negó a reconocer que estaba descapitalizado y debía aceptar un rescate económico. Que no sólo en el sexo se hace el estúpido aun siendo “muy inteligente”.
Al parecer, los “hombres importantes” -y mujeres- viven en un ambiente en el que su éxito les lleva a distorsionar poco a poco su percepción de la realidad, a sentir que están más allá de ciertas limitaciones, a verse a sí mismos como seres especiales con derechos especiales, a esperar que las cosas salgan como ellos esperan que salgan, a construir una escala propia de lo “correcto” o “incorrecto” -a la medida de sus deseos-. Y esto no lo hacen por una maldad intrínseca o deseo de dañar a nadie. Simplemente esperan que el mundo se amolde a sus necesidades. Lo vean lógico que eso ocurra así. ¿Acaso no son ellos unos triunfadores, responsables del éxito de grandes empresas?
Los griegos lo llamaban “hibris”, que puede definirse como ese orgullo desmesurado y confianza exagerada en sí mismo, por la cual hay una percepción irracional de las necesidades de los demás en función de las propias. Ese engolamiento que crea el cargo y por el que el resto debe estar dispuesto a atender sus necesidades, por irracionales o desconsideradas que sean.
Quizá, por esto, cuando los generales romanos entraban en triunfo en Roma, junto a ellos, en la cuadriga, iba un esclavo que sostenía sobre sus cabezas la corona de laurel al tiempo que les susurraba “recuerda que eres mortal”. Se curaban en salud, no fuese a ser que les diese por “entrar en triunfo en el Senado”.
El esclavo cumplía la función del que avisa de una verdad evidente a quien puede sentirse ensoberbecido por su éxito. Tenía la responsabilidad de decir algo incómodo al triunfante general en su momento de mayor gloria. Algo que, ciertamente, no debe de ser fácil de aceptar, ni ese instante, ni en otros a los que viéndose en la cúspide del éxito les cuesta admitir una crítica, una negativa o una opinión contraria a la suya.
Maquiavelo, en la presentación de su libro El Príncipe a Lorenzo II de Medici comienza recomendando al mismo -y al Príncipe- que no se rodease de aduladores, de aquellos que siempre le van a presentar la mejor de las caras y a darle la razón en todo, convirtiendo, así, el mundo que le rodea en una irrealidad en donde cualquiera de sus caprichos se atiende, ninguna de sus opiniones se rebate, cualquiera de sus decisiones se aceptan; inflando de tal modo su ego que pierda el contacto con el mundo real y viva una fantasía de omnipotencia.
Los americanos, que son muy prácticos, tratan de “curar” este mal con grupos de autoayuda, algo así como los de Alcohólicos Anónimos y en Harvard han creado el Grupo del Verdadero Norte –qué bien traído el nombre- en el que los “triunfadores” empresariales y políticos airean sus miserias y se comprometen a no reincidir.
Y este mal no es exclusivo del mundo profano, también lo encontramos en la masonería, como en ese caso que me contaba un H.·., cuando en una visita de C.·. a una Obediencia diferente a la suya, y después de haber sido retejado se le acercó otro H.·. que le anunció que le iba a retejar porque él “era grado 14”. Lo hacía no porque fuese la obligación de su oficio, sino porque “era grado 14”.
Desde un punto de vista profano estos “inteligentes personajes” perdieron el Norte. Creyeron que cualquier decisión suya era correcta y debía ser aprobada, o por lo menos no criticada y por supuesto, nunca se les ocurrió que fuera punible penalmente.
Desde un punto de vista masónico les falló la plomada, para conocer la verticalidad de lo qué es correcto; les falló el nivel, para saber cómo ajustarse a una relación equilibrada; y les falló la escuadra, para trazar un código de conducta y relaciones basado en el respeto al otro.
Y desde cualquier punto de vista olvidaron que la promoción profesional, el incremento de grado lo que da es mayor responsabilidad, exige más compromiso y más cuidado con las obligaciones del puesto, no más privilegios, ni distintos. Ni autoriza a tener un código ético particular que deba de ser aceptado por el resto de mortales.
Ricardo 09/09/2011.