La génesis de las emociones más revolucionarias que la humanidad haya tenido jamás no fueron ocasionadas ya por la necesidad íntima y personal de crear obras inmortales, ni por la introspección poética más inspiradora. No, fueron ocasionadas en gran parte por la falta de entidad nacional, por un sentido entonces -finales del siglo XVIII- más político que personal, más demagógico que intimista. El Romanticismo como impulso cultural fue la forma que algunos europeos de hace doscientos años encontraron ya como el único modo de poder desarrollar y expresar su evidente necesidad de país, de entidad cultural o de identidad nacional. A principios del siglo XVII, Alemania no existía más que como un conglomerado de reinos bajo el amparo del Sacro imperio romano germánico. Porque la guerra politico-religiosa de los treinta años (1618-1648) acabaría por completo con la promesa de una verdadera identidad nacional y cultural germana. El imperio se debilitó y se fortalecieron entonces los principados, lo cual no hizo más que dejar una posible entidad política alemana como una frágil amalgama de fragmentos ahora más separados incluso.
En aquellos importantes años de desarrollo cultural europeo, 1650-1690, Francia ganaría la batalla de la cultura, de la sociedad y del refinamiento. Los alemanes dejaron de mirar hacia afuera, y se refugiaron en sí mismos. La retórica, el teatro, la gran literatura, así como las grandes obras de la pintura, toda la cultura alemana, fueron obturadas de alguna forma frente a la gran cultura francesa por una realidad nacional inexistente. Entonces, ¿qué hacer ahora para sobrevivir culturalmente? Los alemanes se refugiaron en la sensibilidad de la música más que en cualquier otra actividad cultural. Por esto mismo en este arte los germanos dieron grandes maestros años después. Aquella guerra, la de Los Treinta años, fue tan desoladora para las regiones del Rin, que los alemanes se hicieron más pesimistas y se volvieron aún más introspectivos.
Así que el Romanticismo alemán fue realmente el inicio de esta forma emocional-cultural que hizo ya del hombre un ser reivindicativo desde su propia posición social más individual. Hasta el comienzo del Romanticismo, hacia 1770, los alemanes no alcanzaron a tener ya una cultura verdaderamente sublime, por ejemplo, en la gran Literatura. Pero como la gran literatura clásica había sido francesa, los jóvenes creadores alemanes de entonces buscaron justo lo contrario: lo fantasioso frente a la realidad, lo irracional frente a la racionalidad francesa, la originalidad más sublime frente a la duplicación clásica de lo mismo, ese clasicismo que habría hecho de Francia el primer país en generar obras excelsas basadas en lo más magistral. Y este sería el despegue social y cultural de lo que, años después, llevaría a la creación del estado alemán en 1870.
Y en esta tesitura social, surgirán creadores alemanes anteriores a la creación de Alemania. Autores como Caspar David Friedrich (1774-1840), que fueron impulsadores de un nacionalismo necesitado y anhelado. Por esto buscaron en el Romanticismo el sentido más inspirador ahora de plasmar ya sus inquietudes más personales y sociales con el Arte. Y el pintor viviría aquellos años inquietantes de un posible salvador napoleónico para su mundo deseado, algo luego frustrado por completo. A la caída de Bonaparte en 1815, las naciones europeas vencedoras decidieron que lo que había sido aquel imperio de opereta germánico -ya suprimido en 1806- continuara bajo el amparo austríaco. Así que entonces, los artistas como Friedrich y otros autores y filósofos alemanes, se dedicaron a componer obras que perfilaran el sentido más genuino de lo romántico: esa mística sensación desosegadora e insatisfecha que marcará especialmente los rasgos propios de esta extraordinaria tendencia cultural.
En 1818 el pintor alemán pintará su obra El viajero frente a un mar de nubes. Su interpretación iconográfica, siguiendo el sentido historiográfico anterior, es evidente. Será la soledad de los sin patria, el desamparo propio de la orfandad política y cultural que sentirían aquellos alemanes frente a los estados que salieron robustecidos del Congreso de Viena de 1815. Un año después, el mismo creador romántico alemán compondría ahora su obra pictórica En el velero. Aquí una pareja junta se dirige firme, con la proa de su embarcación muy orientada, hacia la ciudad idealizada del fondo -en este caso con siluetas góticas y románticas-, lugar idílico del objetivo irremplazable de todo espíritu sin patria. Pero, entonces, el poético mensaje más personal e íntimo, tan románticamente idealizado, tan rebeldemente individualista, ¿dónde ahora quedará? En las creaciones artísticas, las interpretaciones son parte de la genialidad de la propia creación. La historia viene a racionalizar, a veces, lo irracionalizable. Aunque su sentido inspirador fuese el que sustenta, la sensación inspirada que nos llegará a los espíritus que miramos ahora estas obras será completamente distinta.
En una de ellas percibiremos la inmensa soledad del ser humano frente al abismo de la vida y del mundo. Porque en ella, en la obra pictórica, observaremos ahora como el personaje de espaldas no mirará más que nubes y picos desosegadores. No verá ya nada más, no habrá otra cosa a ver más que desolación y desamparo. La Naturaleza estará aquí ofreciendo su cara más inhóspita. El ser tratará de comprender qué puede hacer ya con todo esto, con todo lo que a él mismo se le escapa ya, como la propia evanescencia de estas nubes. Tratará de encontrar un horizonte, ahora, donde poder fijar una meta en su camino, pero no hallará más que confusión, desperdigamiento, inmensidad y vacío. En la siguiente obra -En el velero- percibiremos, sin embargo, otra cosa. Aquí hay ya un horizonte, hay un final ya buscado y tranquilo. Además, la soledad de la Naturaleza -aún estaremos absorbidos por sus dominios, en este caso el grandioso y poderoso mar- estará aquí compensada por la representación sosegadora de una pareja. Ya no es un individuo solo el que se enfrentará a la tesitura de la vida, ahora un hombre y una mujer navegarán juntos, sin sobresaltos, para llegar a conseguir así el ansiado paraíso. Destino que se vislumbrará en el lejano horizonte al que el velero se dirige, una silueta idealizada al fondo del oscuro mar, y a la que no dejarán de mirar ambos con sus serenos y compaginados espíritus, unidos ahora ya por el mismo deseo y la misma derrota.
(Óleos del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, En el velero, 1819, Museo Hermitage, San Petersburgo; El viajero frente a un mar de nubes, 1818, Hamburgo, Alemania.)