El campo de fútbol forma parte del santuario infantil, el paraíso de nunca jamás, un territorio de magia y aventura. Su presencia se sitúa a la misma altura de los mitos de la niñez junto a los protagonistas de la Navidad, Reyes orientales y Papá Noeles, los todopoderosos superhéroes o los tenebrosos personajes de vampiros y zombis. La emoción te sacude en una corriente de euforia donde todo es posible. No hay espacio para el fracaso, no hay temor por lo que aguarda el porvenir.
El fútbol es parte de las certezas de la etapa infantil donde la justicia universal funciona. Tan sencillo como que los buenos ganan y los malos pierden. Y en el campo los buenos visten de rojiblanco y se hacen llamar leones. La realidad se difumina por el encantamiento de la edad.
Ni siquiera Messi es mejor de los nuestros. Tampoco Casillas podrá con Iraizoz hasta que la edad nos quite la venda de los ojos. Para entonces habremos vivido los primeros sinsabores de la madurez, los golpes de realismo que desnudan a los Reyes Magos, que no existen más que como reclamo de centros comerciales.
Yo tuve la suerte de niño de vivir años de vino y rosas que hicieron posible que la fantasía de la niñez no tuviera que maquillar la realidad. Eran tiempos en los que el genio de Maradona hincaba la rodilla en el fiero San Mamés, y los grandes temían la visita por la intensidad de la cita. La gabarra surcaba la ría en celebración de campeonatos que se alejaban de Madrid y Barcelona.
La épica estaba del lado del Athletic apoyado por la fuerza de la historia cimentada en la singularidad de su origen local en un deporte de expatriados. El sentimiento de pertenencia creaba un vínculo irrompible entre la grada y los jugadores que hacía del campo un fortín. Todavía se recuerda a esos jugadores de raza que se imponían a las estrellas, los Goikoetxea, Zubizarreta, Dani, Argote De Andrés.....
Esta misma historia la he revivido en los ojos de mi hijo cerrando el círculo de una ilusión que se transmite de generación en generación. Aunque de forma más efímera, también ha podido disfrutar de la gloria de un Athletic de leyenda capaz de imponer su ley sobre los grandes señores del fútbol europeo como todo un Manchester United desbordado.
La fiebre rojiblanca se desató en toda Bizkaia y como a principios de los 80 las banderas ondeaban en las casas de la gente y los niños acudían a clase con la camiseta del equipo. Algún día nos acordaremos del gran Marcelo Bielsa, el loco clarividente que nos ha devuelto el orgullo y la fe.
Mi hijo llegaba a su asiento hechizado por el ritual del fútbol, la oleada de banderas y el clamor de la grada. A falta de conocimiento del juego, era el aroma de las grandes ocasiones lo que le llenaba. Me río a veces de su desorientación en el momento de percibir el sentido del juego. Lo que no cambiaba es la satisfacción por la victoria, el orgullo de sentirse los mejores.
La historia de San Mamés acaba por reencarnarse en el poder de la camiseta. El mítico estadio será derrumbado mañana tras el homenaje final de hoy. A su lado, a penas separado por una estrecha calle, se levanta va tomando cuerpo su sustituto, San Mamés Berria, insultantemente moderno. La estampa del viejo campo se pierde, incluyendo su característico arco, todo un símbolo del Bilbao de siempre. Las tardes de gloria volverán en formato 2.0, la garra del león resurgirá en medio de la emoción de grandes y pequeños. Nada será igual, todo volverá a ser como siempre. Grande San Mamés!