La literatura como forma de conocimiento

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
Aceptar la literatura como forma de conocimiento implica aceptar que la obra literaria puede proporcionarnos saberes específicos acerca de la condición humana. Sin embargo, para ciertos autores, el carácter simbólico-ficcional de cualquier producción literaria se opondría a este razonamiento.

Intentaremos aquí revisar brevemente la cuestión.

I

No cabe duda de que la creación literaria, en tanto manifestación cultural, puede ser portadora de múltiples saberes. Tampoco cabe duda de que esa posibilidad está emparentada con la metodología utilizada a la hora de concebir el texto literario. Por ejemplo, una escuela como el realismo, cuyo principal método creador es la observación de la realidad, resultará mucho más eficaz como portadora de saberes que una corriente en la cual la fantasía creadora supla todo esfuerzo de apego a la realidad.

Así pues, resulta fácil admitir que Salambó, de Gustave Flaubert, La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, o Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez, nos ofrecen saberes sobre la antigua Cartago, la España de Felipe II, el Caribe de fines de siglo XVIII y la Italia del Renacimiento, respectivamente. Pero ¿admitiríamos, con la misma facilidad, que estas novelas, en tanto objetos estéticos, se fundamentan en el conocimiento que nos brindan? Quizá, una rápida mirada histórica sobre el asunto nos ayude a responder esta pregunta.

Para empezar, la filosofía griega nos da dos testimonios antagónicos: el de Platón y el de Aristóteles.

En la República, Platón niega la posibilidad de que la obra literaria pueda ser un vehículo adecuado de conocimiento, y lo hace al oponer la filosofía a la poesía: aquélla, partiendo de los objetos particulares, se eleva al mundo de las Ideas; ésta, por el contrario, proporciona meras imitaciones de las cosas, las cuales, por su parte, no son sino una imagen, una copia imperfecta de las Ideas. Puesto que la poesía es imitación de imitaciones, Platón desconoce el valor filosófico del conocimiento que ésta proporciona, ya que se trataría de un conocimiento de tercera mano, algo así como si quisiéramos acceder al conocimiento de la esencia de un árbol contemplando su reflejo en las aguas de un arroyo.

Por su parte, Aristóteles opone la historia a la poesía, y nos dice que, en tanto que aquélla nos proporciona conocimiento sobre lo particular, ésta se refiere a lo universal. En el capítulo IX de su Poética lo explica de este modo:

El historiador y el poeta no difieren entre sí porque el uno hable en prosa y el otro en verso, puesto que podrían ponerse en verso las obras de Heródoto y no serían por esto menos historia de lo que son, sino que difieren en el hecho de que uno narra lo que ha sucedido y el otro lo que puede suceder. Por lo cual la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía refiere más bien lo universal, la historia en cambio lo particular. Lo universal consiste en que, a determinado tipo de hombre corresponde decir u obrar determinada clase de cosas según lo verosímil o lo necesario. A ello aspira la poesía, aunque imponga nombres personales. Lo particular, en cambio, consiste en decir, por ejemplo, lo que obró Alcibíades y qué cosas padeció.[1]

II

Habrá que dar un salto hasta el Romanticismo para encontrar un planteo más radicalizado del tema que tratamos. En efecto, los poetas románticos no sólo creían que la poesía fuera una fuente de conocimiento, sino que afirmaban que era la única vía de conocimiento posible para tener acceso a la realidad profunda del ser. Para ellos, en medio del gran teatro del mundo late la presencia simbólica de una realidad misteriosa e invisible, presencia que sólo la mirada del poeta puede sorprender, desentrañar y hacer comunicable. Al respecto, Aguiar e Silva señala lo siguiente: "El mundo es un poema gigantesco, vasta red de jeroglíficos, y el poeta descifra este enigma, penetra en la realidad invisible y, mediante la palabra simbólica, revela la faz oculta de las cosas"[2].

Esta concepción del poeta vidente adquirirá un perfil todavía más preciso con el simbolismo. Así pues, en una célebre carta de Rimbaud a Paul Demeny, con fecha de mayo de 1871, se lee lo siguiente:

Digo que es preciso ser vidente, hacerse VIDENTE.

El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura: él busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos para no guardar de ellos sino las quintaesencias. Inefable tortura para la que se tiene necesidad de toda fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que él llega a ser el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito -¡y el supremo Sabio!-. ¡Puesto que llega a lo desconocido! ¡Puesto que cultivó su alma, ya rica, más que nadie! Llega a lo desconocido, y cuando, enloquecido, termina por perder la inteligencia de sus visiones, ¡él las ha visto! ¡Que reviente en su salto por las cosas inauditas e innumerables: vendrán otros horribles trabajadores, empezarán por los horizontes donde el otro se ha hundido![3]

Algunos años más tarde, el surrealismo -heredero en más de un aspecto de Rimbaud- reivindicará la concepción de la poesía como videncia. Para los surrealistas, el poema revela las insondables profundidades del yo, los secretos del inconsciente. En consecuencia, el misterio del cosmos se ilumina en la escritura automática del poeta, que pasa a convertirse en intermediario, en vaso comunicante, en instrumento revelador entre el misterio propiamente dicho y el destinatario de la revelación.

También en la primera mitad del siglo XX, la denominada estética simbólica o semántica validará estos conceptos al postular que, a través de las formas simbólicas del lenguaje, la literatura es capaz de revelar las infinitas potencialidades intuidas oscuramente por el espíritu del hombre. Así, Ernst Cassirer opone a la ciencia, que nos proporciona conocimiento de la vida exterior, el arte, que nos proporciona conocimiento de la vida interior.[4]

III

Un caso llamativo es el que expone Julián Marías en su estudio sobre Miguel de Unamuno, en el que, sin ambages, habla de la novela de Unamuno como método de conocimiento.[5] Marías afirma que todo el problema unamuniano se ordena alrededor de una única cuestión: la de saber "qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de cada uno se muera"[6], lo que Unamuno llama "el secreto de la vida humana"[7], "el apetito de divinidad, el hambre de Dios"[8].

Descartada la razón como modo de acceso a la existencia personal, debe intentarse un nuevo camino para penetrar en el secreto de esa existencia, y ese camino es la novela. Pero ¿por qué la novela? Para "revelar" la existencia humana en toda su amplitud, el novelista cuenta con el recurso que mejor se ajusta a la temporalidad de esa existencia: el relato. Tanto la novela como la vida (términos que Unamuno asume como sinónimos) se asientan fundamentalmente en la temporalidad.

Asimismo, la novela cuenta con otro atributo ineludible: su carácter verbal. El relato es un decir, y el decir es siempre decir algo de las cosas, "interpretarlas" a partir de ciertos supuestos, para los que, a su vez, se necesitan palabras y, por lo tanto, significaciones o conceptos. Claro que nombrar algo es ya interpretarlo, darle una "categoría", pues en todo lenguaje hay implícita una metafísica más o menos elemental. Como la novela no dispone de una conceptualización propia, recurre al fondo mismo del lenguaje, el cual acarrea un repertorio indeterminado de ideas filosóficas anteriores. Es necesaria, entonces, una ontología del ser humano que la novela no puede dar en tanto sistema -la novela, cada novela, polariza intereses parciales y deja en sombra vastas zonas de la realidad humana-, pero que sí puede revelar en tanto relato, es decir, en tanto temporalidad.

Según Marías, la novela unamuniana representa un estadio inicial que permite un contacto en el que el objeto de la posterior meditación filosófica se muestra en la plenitud de su riqueza y plasticidad, en su auténtico ser temporal y, por lo tanto, en situación de servir de base y de apoyo a cualquier reflexión fenomenológica.

En suma, concebir la literatura y el conocimiento como mundos antagónicos supone un empobrecimiento del fenómeno literario. La literatura, desde los griegos hasta hoy, ha sido simultáneamente vehículo de la expresión de valores, de concepciones del hombre y del mundo, de revelación de almas, de belleza y de cultura. Sin ir más lejos, la historia de la literatura da cuenta de cómo la palabra de los poetas nos ha descubierto realidades que, pese a haber estado siempre allí, habían pasado inadvertidas a nuestra percepción. Tan sólo recordemos que fue Goethe quien nos reveló la tristeza de la luz lunar; Chateaubriand, la melancolía de las campanas, y Laforge, la soledad y el abandono de los domingos.

[1] Aristóteles. Poética, Buenos Aires, Emecé, 1959.

[2] Vítor Manuel de Aguiar e Silva. Teoría de la literatura, Madrid, Gredos, 1972.

[3] Cartas de Rimbaud. Presentación, traducción y notas de Luisa Sofovich, Buenos Aires, Juárez Editor S.A., 1969.

[4] Véase Ernst Cassirer. Filosofía de las formas simbólicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1998.

[5] Véase Julián Marías. Miguel de Unamuno, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953.

[6] Miguel de Unamuno. Ensayos, Madrid, Aguilar, 1951.

Flavio Crescenzi