Aceptar la literatura como forma de conocimiento implica aceptar que la obra literaria puede proporcionarnos saberes específicos acerca de la condición humana. Sin embargo, para ciertos autores, el carácter simbólico-ficcional de cualquier producción literaria se opondría a este razonamiento.
Intentaremos aquí revisar brevemente la cuestión.
I
Así pues, resulta fácil admitir que
Para empezar, la filosofía griega nos da dos testimonios antagónicos: el de Platón y el de Aristóteles.
En la
Por su parte, Aristóteles opone la historia a la poesía, y nos dice que, en tanto que aquélla nos proporciona conocimiento sobre lo particular, ésta se refiere a lo universal. En el capítulo IX de su
El historiador y el poeta no difieren entre sí porque el uno hable en prosa y el otro en verso, puesto que podrían ponerse en verso las obras de Heródoto y no serían por esto menos historia de lo que son, sino que difieren en el hecho de que uno narra lo que ha sucedido y el otro lo que puede suceder. Por lo cual la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía refiere más bien lo universal, la historia en cambio lo particular. Lo universal consiste en que, a determinado tipo de hombre corresponde decir u obrar determinada clase de cosas según lo verosímil o lo necesario. A ello aspira la poesía, aunque imponga nombres personales. Lo particular, en cambio, consiste en decir, por ejemplo, lo que obró Alcibíades y qué cosas padeció.[1]
II
Esta concepción del poeta vidente adquirirá un perfil todavía más preciso con el simbolismo. Así pues, en una célebre carta de Rimbaud a Paul Demeny, con fecha de mayo de 1871, se lee lo siguiente:
Digo que es preciso ser vidente, hacerse VIDENTE.
El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura: él busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos para no guardar de ellos sino las quintaesencias. Inefable tortura para la que se tiene necesidad de toda fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que él llega a ser el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito -¡y el supremo Sabio!-. ¡Puesto que llega a lo desconocido! ¡Puesto que cultivó su alma, ya rica, más que nadie! Llega a lo desconocido, y cuando, enloquecido, termina por perder la inteligencia de sus visiones, ¡él las ha visto! ¡Que reviente en su salto por las cosas inauditas e innumerables: vendrán otros horribles trabajadores, empezarán por los horizontes donde el otro se ha hundido![3]
Algunos años más tarde, el surrealismo -heredero en más de un aspecto de Rimbaud- reivindicará la concepción de la poesía como videncia. Para los surrealistas, el poema revela las insondables profundidades del yo, los secretos del inconsciente. En consecuencia, el misterio del cosmos se ilumina en la escritura automática del poeta, que pasa a convertirse en intermediario, en vaso comunicante, en instrumento revelador entre el misterio propiamente dicho y el destinatario de la revelación.
También en la primera mitad del siglo XX, la denominada estética simbólica o semántica validará estos conceptos al postular que, a través de las formas simbólicas del lenguaje, la literatura es capaz de revelar las infinitas potencialidades intuidas oscuramente por el espíritu del hombre. Así, Ernst Cassirer opone a la ciencia, que nos proporciona conocimiento de la vida exterior, el arte, que nos proporciona conocimiento de la vida interior.[4]
III
Descartada la razón como modo de acceso a la existencia personal, debe intentarse un nuevo camino para penetrar en el secreto de esa existencia, y ese camino es la novela. Pero ¿por qué la novela? Para "revelar" la existencia humana en toda su amplitud, el novelista cuenta con el recurso que mejor se ajusta a la temporalidad de esa existencia: el relato. Tanto la novela como la vida (términos que Unamuno asume como sinónimos) se asientan fundamentalmente en la temporalidad.
Asimismo, la novela cuenta con otro atributo ineludible: su carácter verbal. El relato es un decir, y el decir es siempre decir algo de las cosas, "interpretarlas" a partir de ciertos supuestos, para los que, a su vez, se necesitan palabras y, por lo tanto, significaciones o conceptos. Claro que nombrar algo es ya interpretarlo, darle una "categoría", pues en todo lenguaje hay implícita una metafísica más o menos elemental. Como la novela no dispone de una conceptualización propia, recurre al fondo mismo del lenguaje, el cual acarrea un repertorio indeterminado de ideas filosóficas anteriores. Es necesaria, entonces, una ontología del ser humano que la novela no puede dar en tanto sistema -la novela, cada novela, polariza intereses parciales y deja en sombra vastas zonas de la realidad humana-, pero que sí puede revelar en tanto relato, es decir, en tanto temporalidad.
Según Marías, la novela unamuniana representa un estadio inicial que permite un contacto en el que el objeto de la posterior meditación filosófica se muestra en la plenitud de su riqueza y plasticidad, en su auténtico ser temporal y, por lo tanto, en situación de servir de base y de apoyo a cualquier reflexión fenomenológica.
En suma, concebir la literatura y el conocimiento como mundos antagónicos supone un empobrecimiento del fenómeno literario. La literatura, desde los griegos hasta hoy, ha sido simultáneamente vehículo de la expresión de valores, de concepciones del hombre y del mundo, de revelación de almas, de belleza y de cultura. Sin ir más lejos, la historia de la literatura da cuenta de cómo la palabra de los poetas nos ha descubierto realidades que, pese a haber estado siempre allí, habían pasado inadvertidas a nuestra percepción. Tan sólo recordemos que fue Goethe quien nos reveló la tristeza de la luz lunar; Chateaubriand, la melancolía de las campanas, y Laforge, la soledad y el abandono de los domingos.
[1] Aristóteles. Poética, Buenos Aires, Emecé, 1959.
[2] Vítor Manuel de Aguiar e Silva.
[3]
[4] Véase Ernst Cassirer.
[5] Véase Julián Marías.
[6] Miguel de Unamuno.