Cuando en 1806 el filósofo alemán Hegel (1770-1831), asomado a su ventana de la ciudad de Jena, observa pasar por delante a un Napoleón victorioso comprende, ahora, que no puede ser éste más que ese espíritu universal, espíritu universal que ya ideara aquél con su teoría dialéctica de la Historia. Para ilustrar mejor ésta, el filósofo Hegel la narra como si de una novela de formación se tratara. En ella el héroe es ahora este espíritu que, en sus descabelladas, sucesivas y erráticas experiencias, no consigue entender al final nada de nada, y, al querer saber siempre algo más, termina confundiéndose a sí mismo. Entonces acaba padeciendo la contradicción más terrible, ésa que existe entre una cierta capacidad limitada -la que tiene ahora- y lo que no llega a comprender del todo -lo que se le escapa-, esa pared contra la que constantemente se estrella. Pero los golpes le llevarán a empezar a comprender, a ser consciente de que se encuentra en el camino. Ahora alcanza a percibir la diferencia entre lo que dice -aquello de lo que se trata según él- y lo que no sabe, la pared contra la que se golpea. Esta concienciación conseguirá la síntesis que lleva al espíritu a superar la diferencia entre sí mismo (tesis) y la pared (antítesis). Este espíritu universal se elevará, por tanto, en más conocimiento a medida que más contradicciones esté dispuesto a asumir. Ahora ya, en octubre de 1806, el más invicto de los espíritus, el más experimentado -Napoleón-, su héroe, está desfilando por delante mismo de los ojos del avezado filósofo.
Esto llevará a Hegel a realizar una interpretación de la Historia Universal. Las enormes contradicciones de la Revolución francesa han llevado al final al héroe vencedor, al espíritu universal, a sublimarlas. Sin embargo, no será ese el final de la Historia, de aquella historia que asombrara entonces a Hegel. Luego, cuarenta años después, Karl Marx (1818-1883) utilizará esta misma dialéctica filosófica para adaptarla a su nueva teoría materialista. Ahora no es el espíritu para nada el que describe la realidad histórica, no, ahora quien está en contradicción es la terrible maldición entre los inhumanos y explotadores medios de la producción, de la propia despiadada vida, y aquellos seres que la producen, que la viven así. El Realismo vino entonces, a mediados del siglo XIX, a describir esta nueva contradicción, algo nunca visto en la Historia. El miedo acabó así depositándose en el inconsciente colectivo de los humanos no ya solamente por la guerra, la enfermedad o la muerte, ahora se le añadía una sociedad coercitiva, urbana, desamparada además, la que venía a describir la realidad más pavorosa.
Los autores, pintores y escritores sobre todo, que vivieron en esos años, el tercio central del siglo diecinueve, plasmaron ya en sus obras, con toda crudeza, el fiel dramatismo de las vidas humanas que se azoraban aterradas por el mal que las perseguían sempiternas. El Arte, siempre emotivo e inspirador, trataba ahora, a cambio de la distante filosofía, de enternecer las conciencias de todos esos otros espíritus, los de todos, para hacer ver más claramente ya la fragilidad de la vida y de los seres que la viven.
Hubo un dios ya en la antigüedad griega que protegía a los rebaños y a sus pastores, pero que, por su aspecto deforme y salvaje, parte bestia, parte humana, acabó por ser muy temido. Así, Pan se convirtió en un símbolo de lo terrible, y originó con el tiempo, además, el término pánico. El caso es que con sus estentóreos gritos asustaba a todos. Nadie sabía muy bien por qué exactamente el dios Pan comenzaba a gritar de ese modo. ¿Vería algo Pan que los demás seres no eran capaces de percibir? Él, realmente, no era un dios como los demás dioses, no era inmortal. Era el único de los dioses que no lo era. Esto acabó por ser providencial; en un principio hasta el cristianismo inicial lo tomó como un motivo extraordinariamente útil para terminar con el odiado paganismo, haciendo proclamar así su muerte definitiva.
Pero, también ahora, ¿por qué no?, para elevar además otra sensación necesitada por todos: que el temor que inspiró ese pánico no permanece nunca, que siempre termina alguna vez, que todos podemos sentirlo pero que no es inmortal. Que no sobrepasará la mera sensación de oír su grito, tan soez, bestial y desolado, por la realidad de que no llegará a sobrevivir ni siquiera al mínimo gesto que lleva de percibirlo a comprender, al final, que todo termina.
(Óleo del pintor francés realista Alexandre Antigna, El Rayo de luz, 1848, Museo de Orsay, París; Cuadro La larga sombra, 1805, del pintor alemán neoclasicista Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, 1751-1829; Cuadro realista El fuego, 1851, del pintor Alexandre Antigna, Orleans, Francia; Óleo Pan conforta a Psique, 1874, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Naufragio a la luz de Luna, 1830, Berlín; Pintura La sombra de la tortura, del pintor e ilustrador actual británico Bruce Pennington.)