Una semana antes habían coincidido en una cantina del Barrio Español, un bullicioso entramado de callejuelas pintorescas, dispuestas entre el Castillo de Sant’Elmo y el puerto napolitano, en las que se asentaban parte de las tropas hispanas.
No le faltaba razón a uno de sus camaradas, cuando afirmaba que Nápoles era 'la más rica y viciosa ciudad del mundo'. Probablemente se debía a la presión ejercida por las élites locales, que impidieron que la Inquisición se implantase allí, temerosas de que socavase su autoridad, como ocurría en otras ciudades italianas. Él podía dar fe de dicho carácter libertino, no solo en los distritos humildes, sino también en la alta sociedad, a la que ahora pertenecía.
Un buen día apareció un distinguido señor a comprobar cómo vivía, y pocas semanas después regresaba para recogerle en una ostentosa carroza y separarle de Ana de Medina, a quien tenía por madre.
Posteriormente averiguaría que Ana y su marido Francisco Massy, un músico cortesano flamenco ya retirado, que falleció siendo él muy pequeño, habían sido encargados de cuidarle a cambio de cincuenta ducados al año. A juzgar por su apreciable analfabetismo, era evidente que el dinero no lo habían empleado en su educación.
De esta manera, a sus siete años marchó con Luis de Quijada, el caballero que le había rescatado de su mísera existencia en Leganés. El recibimiento que le dispensó su nueva madrastra, Magdalena de Ulloa, fue bastante cariñoso, si bien a lo largo del tiempo le pareció percibir cierto recelo por su parte.
Más adelante, su preceptor le relató lo difícil que le resultaba soportar la desconfianza de su esposa desde su llegada a aquella familia. Ella suponía que era el fruto de algún escarceo de su consorte, sobre todo por el secretismo acerca de su origen, pues el único dato que aportaba sobre el chiquillo era que se trataba del hijo de un amigo.
Pasó una temporada muy feliz en el castillo de Villagarcía de Campos, y debía admitir que no le costó acostumbrarse a su nueva vida. Le procuraron una formación intensiva, para paliar el retraso que acumulaba en sus estudios.
Entre tanto hubo de sufrir otro traslado, esta vez al pueblo de Cuacos, próximo al monasterio de Yuste, en el que se residía retirado de la vida pública el soberano, tras abdicar en su hijo Felipe. Ni a sus tutores ni a él les apetecía el cambio de aires, pero debían obedecer el requerimiento del rey emérito.
Siempre recordaría el día en que acompañó a doña Magdalena en su visita al monarca. Allí mantuvo un breve encuentro con Carlos I, que se interesó por él y se felicitó por verle tan sano y atento, a diferencia de su nieto y heredero al trono, llamado Carlos como él, que se mostraba como un mozo enfermizo y de mal talante.
El austero hogar del rey consistía en unas pocas estancias con las paredes cubiertas de terciopelo negro en señal de luto, sombrías como su alma, aquejada de infelicidad por la prematura muerte de su amada, doña Isabel de Portugal, representada en distintos cuadros que presidían algunos de los aposentos.
No comprendió el carácter de aquella entrevista hasta nueve meses después. Tras morir el viejo emperador, fue invitado por Felipe II a una cacería en los afueras de Valladolid. En el transcurso de la misma, este le informó que era su hermano de sangre, ya que había nacido de una relación furtiva de Carlos I en tierras alemanas. Entonces lamentó no haberlo sabido antes, y de que su padre no hubiese querido desvelarle su identidad en Yuste.
Aquel reconocimiento de paternidad, que Carlos había dejado por escrito años atrás, trastocó profundamente toda su vida. Por lo pronto, tuvo que cambiar su nombre de Jeromín por otro más masculino y viril como el que le impusieron: Don Juan de Austria. Además, percibió la asignación estipulada por su progenitor, de 30.000 ducados anuales, que le permitiría disfrutar de una solvencia económica acorde con su recién adquirida condición de 'Infante de España'.
El monarca fue muy amable con él, aceptando su situación sin ningún problema e integrándolo con naturalidad en el seno de la familia real. Asimismo, permitió que Luis de Quijada continuase siendo su tutor, de lo cual Juan se alegró tremendamente, pues le quería como si fuera su verdadero padre. Y este respiró por fin aliviado de la carga de mantener el secreto durante tantos años, y recuperó la paz conyugal.
Don Juan cursó estudios en la Universidad de Alcalá de Henares, codeándose con los cachorros de los linajes más importantes del país, entre los que se encontraban sus sobrinos: el príncipe Carlos de Habsburgo y el duque Alejandro Farnesio.
Su personalidad afable y divertida, su magnífica planta, su pelo rubio y sus ojos azules, contribuyeron en aquella etapa a que su éxito desbordase el marco de las aulas. En eso debía de parecerse a su madre natural, Barbara Plumberger, de la que le habían contado que se trataba de una joven alemana que había encandilado con su simpatía, hermosura y dotes artísticas al atribulado y deprimido soberano durante sus conflictos con los príncipes protestantes.
A la vista de su popularidad entre los hombres por su carisma, y entre las doncellas por su arrollador temperamento y constitución, llegado el momento determinó alejarse del rumbo marcado, declinando la sugerencia de iniciar los estudios de Teología.
Su firme aspiración era dedicarse a las armas, por lo que comenzó a tomar clases de esgrima y tiro. Al igual que su padre el emperador, poseía unas sobresalientes aptitudes como jinete y espadachín, y pronto sintió impaciencia por entrar en acción.
Agradeció a su hermano que le confiase la dirección de las milicias y la ayuda que le brindó, aunque guardaba un infausto recuerdo de su bautizo de fuego, pues si bien la campaña fue exitosa, su padrastro don Luis murió en una de las escaramuzas.
Tras esta victoria, don Juan se postuló para liderar la coalición cristiana que pretendía hacer frente a la flota turca. Felipe volvió a delegar en él y le nombró Capitán General del Mar Mediterráneo y Adriático. Pero las tropas aliadas de la Santa Liga no le tenían tanta confianza como su hermano, así que establecieron un Consejo Militar compartido al que debía someter sus decisiones.
Nuevamente figuraba como cabeza visible del mando de las operaciones, y volvía a contar con excelentes estrategas a su alrededor: el almirante Álvaro Bazán y el duque Alejandro Farnesio, por parte de la corona castellana, el comandante veneciano Sebastián Venier, y Marco Antonio Colonna, capitán general de la armada pontificia de Pío V.
Era una cuestión delicada, ya que una derrota de la confederación dejaría indefensas las costas occidentales ante el ataque de los navíos otomanos. Don Juan, respaldado por Álvaro de Bazán, consiguió convencer al resto para acometer una táctica arriesgada, consistente en buscar la flota enemiga y atacarla donde estuviese.
En la mañana del 7 de octubre de 1571 se encontraron las dos escuadras en el golfo de Corinto, a la altura de las islas Curzolari o Equínadas. Casi trescientas naves y unos cien mil soldados en cada bando, de los que en solo seis horas murieron una tercera parte, lucharon sin tregua por la hegemonía en el Mediterráneo.
Sus acompañantes de escapada nocturna también habían participado en aquellas batallas, así que se recrearon en los detalles de las mismas al calor de unas jarras de vino de la Campania. Ciertamente había disfrutado de una agradable velada con aquel par de pobres diablos. Rodrigo era más joven y versado en las lides de la guerra, mientras que su hermano, de efímera pero intensa carrera militar, era un hombre de muchas letras.
En realidad, había coincidido con él y su amigo Pedro Laýnez en algunos cenáculos y galas literarias, en diversas recepciones, e incluso en varias de las corridas de toros que se organizaban en el palacio del virrey, el cardenal Granvela.
La actividad cultural había experimentado un fuerte impulso por parte del actual virrey, para mayor exaltación del poder imperial de los Austrias. Antonie Perrenot de Granvela era un gran mecenas, que mantenía contactos con importantes artistas como Tiziano, Pimaticcio, Poggini o Mantovano.
Toda la aristocracia rivalizaba en acoger suntuosos festejos y ceremonias, con la pretensión de incrementar su prestigio y obtener prebendas políticas en forma de cargos, rentas, gracias y mercedes del virrey, que gozaba de plena autonomía para otorgar dichas prerrogativas.
Él ya empezaba a amoldarse al frenético ritmo de la ciudad, que se extendía a las faldas del Vesubio, y en la que se concentraban infinidad de palacetes, mansiones, iglesias, conventos y cuarteles. Era de largo la urbe más populosa de su época, superando con creces en habitantes a Venecia, Roma, Florencia, Sevilla o Barcelona.
Su situación geográfica y su dinamismo económico favorecían que se congregasen en ella notables artesanos, nobles, ministros, milicianos, soldados, menesterosos, clérigos, hidalgos, y todo tipo de individuos, que convivían en una moderada y sorprendente armonía en su tejido urbano, que les ofrecía mejores expectativas que la encorsetada España.
No obstante, y a pesar de la disparidad de caracteres y costumbres, la relación con su hermano siempre fue de fidelidad, cariño y aprecio, al menos hasta hacía poco tiempo. Sin que él lo procurase, la imagen de don Juan de Austria triunfante sobre el Turco, que se había propagado por los confines de continente, planeaba como una sombra amenazante sobre la cabeza del impopular Felipe.
Había considerado que ahora era una oportunidad idónea para reclamar del emperador la dignidad de ‘Alteza’, que se le había denegado una y otra vez, y para que Felipe le asignase un reino propio.
Los albaneses habían enviado una delegación ofreciéndole el trono, pero su hermano le indicó que rehusase la proposición. Intentó, con el apoyo del papa Gregorio IX, que le invistiese rey de Túnez, una plaza que él mismo había conquistado para la corona, mas al monarca no le pareció bien la idea. Y también valoró el aparentemente descabellado proyecto de invadir Inglaterra, casarse con María Estuardo, reina de Escocia, proclamarse rey de la isla y restaurar el culto católico en la misma.
Llevaba un par de años de inacción en el país transalpino, y planeaba viajar a Madrid para tratar personalmente el asunto con su hermano, pero este le disuadió de su intención, prometiéndole que le nombraría en breve Vicario General de Italia.
Por doquier era homenajeado con arcos triunfales elaborados con flores, y agasajado con múltiples fiestas laudatorias que se celebraban en honor del caudillo que había derrotado a las tropas de Ali Pasha. Su rostro y figura corría impresa en monedas, pinturas y grabados, y se publicaban libros ensalzando su gesta a lo ancho del orbe cristiano, por lo que tampoco ponía especial énfasis en retornar a la austeridad de Castilla.
Asimismo, era obvio que Felipe le quería lejos de la corte, más aún cuando no estaba resuelto el problema de su sucesión. Carlos de Habsburgo, el primogénito del rey, con el que había coincidido en la Facultad, y al que le unía una gran amistad, le contó sus intenciones de conspirar contra su padre y coronarse soberano de los Países Bajos, para lo cual le solicitaba su cooperación. En recompensa, le investiría Rey de Nápoles. Don Juan no tuvo otro remedio que ponerlo en conocimiento de su hermano, y este encarceló a su hijo, que moriría seis meses después.
Este fallecimiento inoportuno, los tres años que transcurrieron hasta que nació un nuevo varón, el príncipe Fernando, y el largo tiempo que quedaba hasta que el heredero pudiese ocupar el trono, provocaron que la corte se llenase de un sinfín de personajes, con diversos intereses, que intrigaban sobre la posibilidad de que don Juan aprovechase su notoriedad para arrebatar el cetro del mayor imperio del mundo a Felipe y sus descendientes.
Con tal maquinación, en la que intervenía la princesa de Éboli, favorita del rey según las corredurías que llegaban incluso hasta Nápoles, y fruto de la progresiva desconfianza y de los celos que habían sembrado en el soberano, su consejero y amigo Juan de Soto fue sustituido en el cargo por Juan de Escobedo, un agente afín al rey, para que vigilase sus movimientos y pensamientos.
En un principio se mostró bastante cauto sobre cuanto comentaba con su nuevo asistente. Pero bastaron unos pocos meses para que Escobedo mutase la lealtad que debía al monarca por una fidelidad inquebrantable hacia él.
No por ello descuidó sus precauciones, y se abstuvo de tropezar en las trampas que le tendía Antonio Pérez en sus correos para inducirle a que contestase algo en contra del rey. Imaginaba que detrás de aquella correspondencia estaba la mente maliciada de su hermano.
Ante tanto encorsetamiento, no era de extrañar que, ocasionalmente, le apeteciese salir del cerco en el que se sentía prisionero, y se perdiese por las calles napolitanas, bien fuera para tomar unos tragos, o para cortejar a alguna de sus bellas mujeres que, con su atractivo y fama, caían rendidas a sus pies con la misma rapidez con la que lo hacían sus rivales en las batallas.
Estas eran unas aficiones que compartía con sus compañeros de juerga de aquella noche. Y al parecer, con las mismas consecuencias. Así, de su relación en España con María de Mendoza había tenido una hija llamada Ana de Jesús, mientras que en Nápoles había vuelto a ser padre de otra niña, Juana, producto de sus devaneos con la sorrentina Diana de Falagola.
Sus contertulios no le iban a la zaga en cuestiones de faldas. Rodrigo contaba con un buen porte que también le reportaba un notorio éxito con las fascinantes doncellas italianas, más desenfadadas que las recatadas damas hispanas, y pese a que era parco en palabras, dejó entrever que tenía algún vástago secreto.
Igualmente, su hermano relató sus amoríos con una mujer napolitana, a la que protegió su intimidad denominándola Silena, y que había dado a luz un retoño llamado Promontorio, nombre bastante frecuente en Nápoles.
Con tales responsabilidades, y dada la inexistencia de campañas bélicas por la crisis financiera, los dos hermanos comenzaban a pasar estrecheces en aquella tierra. Por ello, suscribía la demanda que le formulaban, en el sentido de que les concediese la licencia para regresar a España, y de que les extendiese unos despachos de recomendación ante el Rey, los ministros, los virreyes de Mallorca y Cataluña, y otros miembros de la corte, con el fin de que les otorgasen un ascenso y les asignasen el mando de una compañía en Italia.
Entendió que eran manifiestamente merecedores de tal intercesión. Con Rodrigo había coincidido en varias misiones, y aunque don Juan ocupaba un sitio en la retaguardia junto a los generales, no le había pasado desapercibido su excepcional arrojo.
Aún recordaba cuando visitó el hospital de campaña de Mesina y la impresión que le causaron las heridas de arcabuz que aquel soldado había recibido en el pecho en su primer combate, en el que había insistido en participar de forma activa, pese a que estaba afectado de malaria y sufría calenturas. En virtud de sus lesiones, se le había concedido el rango de ‘soldado aventajado’, así como un sobresueldo de tres escudos adicionales al mes.
Don Juan decidió interceder por los dos hermanos, ausentes tanto tiempo de la madre patria, y que habían participado en la contienda que tanta gloria le había proporcionado, y que todos insistían en denominarde forma incorrecta ‘batalla de Lepanto’, a pesar de que tal puerto se hallaba a muchas millas de distancia de donde aconteció el enfrentamiento.