Hacía tiempo que no volvía tan tarde, o tan temprano, según se mirase. Estaba fascinado por el bullicio y el movimiento que había en las calles a aquellas horas. Los mercaderes se afanaban en instalar sus puestos y tiendas de comida, ropa, sedas, alfombras, especias y enseres varios, en el Bab al-Sharji, el distrito central de Bagdad.
A pesar de ser una ciudad joven, fundada hacía solo 72 años, su crecimiento había sido espectacular, y ya alcanzaba cerca del millón de habitantes. La dinastía abasí había fijado en ella la sede de su imperio, lo cual la convertía en un centro político, social, cultural y económico de primer orden, a la altura de Constantinopla.
Y de lo que no le cabía la menor duda era que, merced al impulso del califa Abu Yafar al Ma’mun, Bagdad se había transformado en la capital mundial del saber. El monarca era una persona joven, vehemente y muy instruida en las artes y las ciencias, a quien le encantaba organizar extraordinarias veladas en su palacio sobre temas académicos, que dominaba casi tanto como sus invitados.
Al-Ma’mun estaba convencido de que la única forma de conseguir el desarrollo de la sociedad era a través del conocimiento. Por otra parte, el Sagrado Corán alentaba a los creyentes a estudiar la naturaleza y a utilizar la razón. Y el propio Profeta había incitado a ‘buscar la ciencia desde la cuna hasta la tumba’, estimulando así la persecución del saber.
Por ello, hacía 20 años que había impulsado la Bait al-Híkma o Casa de la Sabiduría. En un principio, su función debía ser la de almacenar textos procedentes de todas las partes del mundo, al estilo de la mítica Biblioteca de Alejandría.
La expansión del Islam, ya fuera mediante conquistas, o a través de la pujante actividad comercial, había puesto en contacto a la cultura árabe con la occidental grecolatina, la civilización china, la india o la persa, entre otras, lo cual había facilitado la adquisición de nuevas obras.
En unas ocasiones el califa enviaba embajadores a los distintos reinos del Oriente y del Occidente para adquirir todo tipo de manuscritos; otras veces era él mismo en persona quien comandaba dichas misiones. Cuando conquistaba algún nuevo territorio, en vez de exigir un pago en oro por la rendición, Al-Ma’mun valoraba más la entrega de sus bibliotecas. Y también se aceptaban las donaciones como forma de pago de impuestos.
La acumulación de volúmenes en la institución fue la mayor que se había dado jamás en la historia, tanto en cantidad como en calidad. Pero el acopio, por sí mismo, no bastaba para potenciar el desarrollo de la cultura, sobre todo si gran parte de esos libros estaban escritos en diferentes idiomas que la gente no conocía. Había que transcribirlos al árabe. Por ese motivo el califa puso al frente de la Casa de la Sabiduría a Hunayn ibn Ishaq, un magnífico médico y traductor cristiano que hablaba fluidamente el griego, árabe, persa y siríaco, y que supo rodearse de los mejores intérpretes y copistas del mundo conocido, musulmanes y no creyentes, venidos de todas las latitudes, atraídos por unos magníficos sueldos.
Los libros se escribían en papel, una invención china que facilitaba la tarea de escribas e intérpretes. Además de las traducciones, y de las copias de varios ejemplares de cada libro que se realizaban, los originales se reparaban y se reencuadernaban, si era necesario. Y si se encontraba algún error, defecto u omisión en ellos, se corregían, completaban y ampliaban. De esta manera, se rescataron del olvido muchas magníficas obras de la antigüedad, aplicando una metodología minuciosa.
De esta forma, al centro de estudios acudieron eruditos, grandes pensadores y científicos, así como también alumnos interesados en asistir a las clases magistrales y a los debates y conferencias, con la oportunidad de obtener un título acreditativo de su aprendizaje académico. Todo ello fructificó en una fantástica cosecha de nuevas invenciones técnicas, literarias, industriales, artísticas, económicas y filosóficas, y una generación de estudiantes sobradamente instruidos.
Cuando al.Ma’mun le ofreció la posibilidad de incorporarse al proyecto como matemático, geógrafo y astrónomo, él, Abu Yāffar Muhammad ibn Mūsā al‑Jwārizmī, no se lo pensó dos veces. El acceso a todo el saber recopilado en la Biblioteca, y el trabajo codo con codo con otros investigadores le resultaría muy estimulante, y posibilitaría el avance de sus estudios en las distintas disciplinas que cultivaba.
En seguida trabó amistad con al-Kindi, preceptor del hijo del califa. Era un gran músico y matemático, además de médico, físico, astrólogo, psicólogo y meteorólogo, y destacaba especialmente en la criptografía y en el análisis de los textos filosóficos de Aristóteles. También congenió con los Banu Musa, tres divertidos hermanos, excelentes astrónomos y matemáticos, que gozaban de una gran popularidad en la corte, por los ingeniosos mecanismos autómatas que eran capaces de diseñar, y por sus trucos de magia.
Gracias a la colaboración con todos ellos, y con la ayuda de los traductores, pudo emplearse a fondo en sus tratados matemáticos, y profundizar en el uso de las cifras hindúes, que le proporcionaron un inigualable instrumento con el que avanzar en sus algoritmos.
Aunque la parte más interesante era en la que describía la aplicación práctica de los teoremas, de manera que fuesen fácilmente accesible a todo el mundo, y sirviesen para resolver los problemas de la vida cotidiana: repartos de herencias, cálculos comerciales, medida de terrenos, calculo de áreas y volúmenes...
Uno de los días más felices de su vida fue cuando el califa anunció su intención de fundar un observatorio junto a la Escuela de Sabios. Al-Ma’mun seguía así las recomendaciones del Corán sobre la recomendación de observar los cielos con el fin de encontrar en ellos pruebas de su credo. Más allá del mandato religioso, el califa quería que verificasen y perfeccionasen los datos del 'Almagesto' de Ptolomeo, y las tablas astronómicas del 'Mahasiddhanta'.
Entre los eminentes astrónomos Al-Farghani, Sind Ibn Ali, y Mohammad, el mayor de los hermanos Banu Musa, le explicaron cómo todos los cuerpos celestes estaban sujetos a las mismas leyes físicas, de qué manera se interpretaban las tablas indias, o cómo se utilizaba ese invento al que llamaban astrolabio. Él, por su parte, les puso al corriente del empleo de la trigonometría, con sus senos y cosenos, así como los cálculos de paralajes y eclipses, tan útiles para determinar la trayectoria de los astros.
Aunque al-Juarismi pronto tuvo que dejar a un lado su afición a la astronomía, y centrarse en la geografía, por expreso deseo del califa. Éste le había encargado trazar un mapa lo más exacto posible de toda la tierra conocida, poniendo a su disposición un equipo de nada menos que 70 ayudantes. Y es que la geografía se había convertido en una ciencia muy importante para los árabes, por muchos motivos. Primero, por la necesidad de situar exactamente la Meca, con el fin de orientar hacia ella los sacrificios de los animales así como las oraciones diarias, y por consiguiente, los oratorios de las mezquitas. Pero tampoco había que olvidar que los árabes eran un pueblo viajero, por su tradición itinerante y comercial, y por la obligación de visitar las ciudades santas de la Meca y Medina al menos una vez en la vida.
Con tal fin, había que establecer unas coordenadas muy exactas para gran parte de los lugares conocidos: poblaciones, montañas, cabos, golfos, ríos, islas. Gracias a una labor de investigación, sobre los territorios más lejanos, en los libros de la biblioteca, y con medidas sobre el terreno, para los más cercanos, había conseguido precisar unos 4.000 emplazamientos dentro del globo terráqueo, ordenados por latitud y luego por longitud, comenzando desde el norte y el oeste.
Contaba con mediciones geodésicas realizadas por Ptolomeo y otros científicos, pero no casaban con los datos que él manejaba. Así que no le iba a quedar más remedio que medir por sus propios medios las dimensiones del planeta.
Al-Juarismi había recabado la colaboración de sus amigos los hermanos Banu Musa, para que comandasen una expedición al desierto de Sinjar, entre los ríos Éufrates y Tigris, con el fin de proceder a la medición de un grado de meridiano. Tomaron una soga enorme, y situaron sus extremos en dos puntos del mismo meridiano desde los cuales se veía la estrella polar con un grado de diferencia respecto de la vertical. Repitieron el proceso en varias ocasiones, y determinaron la longitud de la cuerda que unía ambos lugares.
La mañana anterior había regresado la misión con el dato fundamental. Ahora solo bastaba multiplicar la extensión de la cuerda por 360 para estimar con bastante exactitud el valor de la circunferencia terrestre. Al realizar el cálculo, todos se sorprendieron de que el mundo fuese más grande de lo que se pensaba hasta entonces.
Una vez obtenido el dato, sus hombres se pusieron a trabajar para ajustar los datos. Hubo que resituar las islas Canarias que, al igual que para Ptolomeo, eran el punto de origen de los meridianos, y colocarlas un poco más al este. Reubicaron China, y comprobaron que había espacio para ese continente que existía entre los dos grandes océanos, y del que conocían un par de cabos en su extremo meridional, la gran península llamada Cola de Dragón.
Esta entrada participa en la 'Edición 6.X: el Grafo' del Carnaval de Matemáticas que organiza en esta ocasión el blog Cifras y Teclas