La melancolía de la infanta Kristina

Publicado el 14 enero 2016 por Herminio
La descripción de su imponente altura, su cabello largo y rubio, sus ojos azules y su bello porte corrió como la pólvora por los reinos de Aragón y Castilla. De esta forma, sin pretenderlo, la princesa Kristina se granjeó la admiración de la mitad de la población, y el rechazo de la otra mitad.
Se había retirado a descansar a sus aposentos tras el almuerzo, y estaba pensando en echarse una siesta, como era la costumbre del lugar, confiando en que el sueño le restablecería del malestar que comenzaba a invadirle.
Sentía un tremendo calor, y respiraba con dificultad. Padecía la misma sensación de ahogo que había experimentado desde el primer día que llegó a Sevilla
Le resultaba difícil imaginar que el sol que veía desde su ventana del Alcázar, y que se reflejaba intensamente en la Torre del Oro y en la Mezquita, recién reconvertida en catedral, fuese el mismo que el que a duras penas si conseguía calentar tibiamente la nieve que cubría los alrededores del palacio familiar en Bergen.
Se le habían hecho muy largos los cuatro años que habían transcurrido desde que abandonó su patria. Su padre, el rey Haakon IV, una vez que hubo unificado y pacificado definitivamente su reino, pensó que había llegado el momento de reforzar la presencia de Noruega en el panorama político europeo, activando las relaciones diplomáticas, y cerrando acuerdos comerciales con otros países.
Así que en 1255 envió una delegación a Castilla, una de las potencias emergentes de aquellos tiempos. Fueron muy bien recibidos por Alfonso X el Sabio, deseoso de sellar nuevas alianzas con el objetivo de conseguir apoyos para postularse como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Aunque él era descendiente directo de Federico Barbarroja, el título no era un cargo hereditario, sino electivo, por lo que necesitaba ir sumando adeptos a su causa. 
Cuando dos años más tarde desembarcó en Noruega una embajada de Castilla, ella no se extrañó de que la comitiva viniese a solicitar su mano. Kristín Hákonasdóttir, en su calidad de princesa, sabía que nunca podría elegir a su esposo, y sin embargo, ignoraba que el periplo por la península ibérica sí le iba a deparar dicha oportunidad. 
Se despidió de sus padres y de su pueblo, y partió del puerto de Tønsberg, cercano a Oslo, escoltada por un nutrido grupo de nobles, damas y caballeros. Completaba la expedición un valioso cargamento de oro, pieles, plata y bienes suntuarios, que constituían su dote.
Arribaron a Normandía, con el fin de visitar al monarca francés Luis IX. Éste les aconsejó no proseguir su viaje por mar, debido a la presencia de piratas sarracenos en el Golfo de Vizcaya, sino hacerlo a través de su territorio, vía Narbona.
En octubre de 1247, el conde de Girona, acompañado del obispo y de otros 300 hombres, le esperaba dos millas a las afueras de la villa, para dispensarle un espectacular recibimiento. 
La descripción de su imponente altura, su cabello largo y rubio, sus ojos azules y su bello porte debió correr como la pólvora por el reino de Aragón, ya que también el rey Jaime I el Conquistador fue a darle la bienvenida varias millas antes de que divisasen la muralla de Barcelona, arropado asimismo por tres obispos y un numerosísimo séquito. 
Kristina supo, desde el primer instante, que Jaime había quedado prendado de su belleza nórdica. Pasó unos días placenteros en la ciudad condal, en compañía del monarca, el cual finalmente se decidió a pedirle su mano. Había enviudado hacía siete años de su última esposa, Violante de Hungría. Tras las conquistas realizadas de Mallorca y Valencia, se había convertido en el señor del Mediterráneo Occidental y en un envidiable partido.
Pero ella se debía al compromiso que su padre había firmado con el monarca castellano. Además, y a pesar de la arrollante personalidad de Jaime, se trataba de un hombre ya mayor, y Kristina esperaba encontrar el amor en un hombre más joven. Así que puso rumbo a Castilla, dando por concluida su estancia, antes de que su amistad, y las esperanzas del rey aragonés, pasasen a mayores. 
Allí le aguardaba su prometido, aunque todavía no sabía quién sería el elegido. Alfonso X estaba casado con Violante de Aragón, hija de Jaime I, y ésta no le daba herederos, por lo que el monarca se había planteado la posibilidad de repudiarla y anular el matrimonio. El caso es que en el transcurso de las prolongadas negociaciones entre ambas coronas, Violante había concebido en varias ocasiones, así que se decidió que Kristina se casaría con uno de los hermanos del rey.
Esta vez no se extrañó cuando, a medio camino entre Burgos y Valladolid, sede de la corte, el mismísimo Alfonso X le esperaba al frente de un impresionante ejército a las puertas de Palencia. El sentimiento que creyó advertir inicialmente en él no fue muy distinto del que había experimentado el rey aragonés. Era algo a lo que ya empezaba a acostumbrarse en estas latitudes, en las que no abundaban mujeres con su físico.
A su llegada a Valladolid, el 4 de enero de 1258, Alfonso le introdujo a la reina. La acogida que le dispensó no podría calificarla de amistosa, sino muy al contrario. Tenía fama de ser tan arisca como poco agraciada, y en aquel encuentro Kristina pudo corroborar ambas cualidades. Presintió que estaba especialmente molesta porque su marido había ido a recibirla a Palencia, en un exceso de hospitalidad nada habitual. E intuía también que esta reacción que causaba en las mujeres de estas latitudes iba a ser constante a lo largo de su vida.
Alfonso le presentó a tres de sus hermanos, los infantes Fadrique, Sancho y Felipe. En un principio, se había pensado que sería Fadrique quien desposase a la princesa noruega. Ella le manifestó que le gustaba más Felipe, mucho más alto, apuesto y joven que Fadrique, quien además mostraba una cicatriz en el labio que le afeaba bastante. 
El monarca no pudo negarle su deseo a Kristina. Felipe había emprendido una meteórica carrera eclesiástica, pese a su escasa vocación, y en aquel momento era arzobispo de Sevilla, con tan solo 26 años. Alfonso tuvo que convencer a su hermano de que colgase los hábitos, por razones de Estado, lo cual hizo de buen grado. 
Felipe y Kristina se casaron el 31 de marzo en la Colegiata de Santa María de Valladolid, bajo la atenta mirada del rey Alfonso, el cual se habría cambiado por su hermano sin dudarlo. Y al poco tiempo abandonaron Valladolid para dirigirse a la que iba a ser su residencia, en la ciudad de Sevilla, ante el indisimulado alivio de Violante.
Sevilla había sido reconquistada hacía pocos años, y todavía conservaba el embrujo andalusí. A pesar de sus calles y plazas luminosas, de los omnipresentes naranjos, de los jardines con fuentes y estanques flanqueados de arrayanes y palmeras, de los patios, de los zócalos azulejados, de los mercados repletos de frutas y especias, y del arte y la magia de sus habitantes, Kristina jamás había llegado a encontrarse a gusto, a diferencia de su marido.  
El clima no tenía nada que ver con el de su país natal, aunque no era el principal problema con el que tenía que enfrentarse. Vivía en una especie de destierro, pues le costaba mucho trabar amistades entre aquellas gentes de carácter y costumbres tan diferentes a las suyas, que nunca le hicieron un hueco en la sociedad hispalense, en especial las damas de la corte, muy probablemente por envidia de su figura.
Los hijos no venían y, sin otras distracciones, la infanta Kristina apenas si abandonaba su estado de melancolía, salvo las pocas veces que Alfonso visitaba la ciudad, y pasaba unas horas con ella, lo cual se producía con menor frecuencia de la que ambos deseaban.
En esta ocasión, el monarca no había acudido sólo. Venía acompañado de la reina. El encuentro con ésta fue distinto de otras veces, inesperadamente cordial, dada la intensa aunque intermitente relación que mantenía con su esposo, de la cual seguro que estaba bien informada.
Tras un rato, se sorprendió al ver que Violante entraba en su cámara. Kristina yacía echada en su lecho, e intentó levantarse para ver qué quería. Pero sintió que las fuerzas no le respondían. Tan solo pudo levantar un poco la cabeza, y creyó ver en el rostro de su cuñada una malévola sonrisa. Le agradeció que abandonase la habitación sin pronunciar palabra.
Fue entonces cuando recordó la insistencia que Violante había mostrado durante la comida para que ella probase aquellas cerezas. Cerró los ojos, sospechando que quizás no los volvería a abrir. El cuerpo le ardía cada vez más, y sin embargo, percibía una especie de brisa helada, parecida a la que soplaba en los fiordos de su tierra, que comenzaba a envolverla.