El día que llevé a la Niña al médico, no fue posible que nos tocara un médico normal y corriente, no; nos tocó uno que combinaba perfectamente con nosotros, así que le preguntó a la criatura cómo había sido lo de la torcedura del pie y ella se lo explicó con pelos y señales diciéndole que seguramente la culpa la tenían esos zapatos que llevaba y que se negaba a tirar pese a las súplicas de su madre.
El traumatólogo dejó a un lado las radiografías y se dedicó a mirar los zapatos. Inmediatamente me dijo que yo era una ignorante derrochadora que pretendía tirar unos zapatos en buen estado por el simple hecho de no querer llevarlos a arreglar; que él, hijo de zapatero, siempre le había arreglado los de sus hijos y que los zapatos se tiraban cuando el cuero estaba rajado e inservible y que este no era el caso, muy al contrario ya que estaban en perfecto estado y tenían la forma del pie del usuario, lo que los convertía en los zapatos más cómodos de todos los que ella tuviera.
Inmediatamente se ofreció a que al día siguiente se los llevara al hospital y él se los llevaría a su casa para devolvérmelos como nuevos.
Mientras, la Niña parecía uno de esos perros de juguete que se ponen en la parte de atrás del coche y mueven la cabeza asintiendo sin parar cuando el coche está en marcha, con los ojos brillando de ilusión.
Después de comprobar que los hay mucho más raros que nosotros, le prometí al traumatólogo/zapatero que los llevaría a arreglar, a pesar de que pensaba que unos nuevos eran la mejor solución.
Ese mismo día me fui dónde un zapatero que hay en un pueblo al lado del mío que es de la vieja escuela y efectivamente, me dijo que los podía arreglar, pero que el costo no me iba a merecer la pena porque la cosa iba a ser cara. Yo le pregunté si quedarían bien y él me dijo que quedarían perfectos, pero me volvió a repetir que no me merecía la pena.
Dolega puso cara de resignación y le dijo al artesano que lo hiciera porque era por prescripción del traumatólogo de la Niña. El zapatero me miró con un semblante raro… Me los devolvió irreconocibles y la Niña cuando los vio, creo que tuvo una experiencia cuasi sexual. Eran sus zapatos, con la forma de su pie, pero con suelas, tacones, velcro y punteras nuevos. En definitiva, relucientes.
¿Y por qué les cuento todo esto?
El sábado me acuesto y como siempre, me duermo antes de que la cabeza llegue a tocar la almohada. Dice el Consorte que no duermo, caigo en coma.
Estoy con la Niña en el hospital y nos atiende ese mismo médico. Me vuelve a echar la bronca por lo de los zapatos y le venda el pie a la criatura. Salimos y resulta que nuestro coche es un zapato, pero de esos como de Disney, muy parecido a las botas del gato con botas, pero con sus ruedas, su volante, sus puertas, vamos que no le falta detalle. Nos montamos y nos largamos tan felices en nuestro zapatocoche.
Llegamos a casa y les digo al Consorte y al Niño que tengo que comprar una lata grande de cola de zapatero porque voy a poner una tienda de arreglar zapatos en el hospital, que el médico me ha echado una bronca monumental y que me ha obligado a ponerla.
El Niño me dice que soy una antigua y que ya nadie usa eso, que ahora lo que se usa es el “super glue” (ese pegamento que viene en botes pequeñitos y que con una gota pegas el techo de una casa y no se mueve)
A continuación me veo entrando en el parking del hospital con mi zapatocoche, lo aparco y en cuestión de minutos tengo una especie de chiriguito ambulante que sale del lateral del coche, parecido a los que hay en USA para vender comida, pero el mío en plan mono con un toldito a rayas rojo y blanco. Me siento y una larga fila de personas se forma enseguida. Yo estoy sentada por dentro del mostrador y no tengo ninguna herramienta de zapatero ni nada, lo único que tengo es un enorme saco lleno de botecitos de pegamento. Empiezo a arreglar zapatos y de pronto me empiezo a poner muy triste y a decir que yo no quiero hacer ese trabajo, que no me gusta, que me parece una mierda de trabajo, empiezo a llorar a lágrima viva y me tapo la cara con las manos para que los clientes no me vean llorar.
Me toca atender a la panadera de mi pueblo que lleva unas gafas marrones de pasta que me recuerdan a las azafatas del “un dos tres, responda otra vez” de la primera etapa.
Ella, se pone hecha una furia y me dice que me deje de estupideces y que la atienda, que cuando yo voy a comprar pan a su panadería, me atiende al instante; eso me enfurece y me voy a quitar las manos de la cara para contestarle cuatro cosas y resulta que se me han pegado las yemas de los dedos a la frente.
A partir de ese momento el llanto se convierte en gritos histéricos y de la nada aparecen el Consorte y el Niño y me dicen que no me preocupe que van a echarme disolvente en la cara y que en un minuto lo solucionan. Yo me pongo más histérica todavía y les digo que se vayan a la mierda, que no me voy a dejar echar disolvente en la cara y los ojos. Que quieren matarme y que son unos hijos de puta. El Niño se pone como un energúmeno y me dice que, como vuelva a llamar puta a su madre, se lía a bofetadas conmigo. La panadera se pone a chillar y a decir que no entiende cómo puedo tardar tanto en atenderla, si ella es la mejor panadera del mundo. El Consorte le dice que el pan que hace es una mierda y que se calle de una vez, en vista de la confusión yo echo a correr por los jardines que hay al lado del parking con las manos pegadas a la cara para evitar que me sujeten para echarme nada…todos corren detrás de mí, la primera la panadera con las gafas gigantes de pasta y en eso me despierto y estoy boca abajo en la cama con las manos puestas en la cara, pego un brinco y me siento en la cama. En eso sale el Consorte del cuarto de baño.
-¡Buenos días preciosa!