Y digo yo: tanto rollo de células madre y células abuelas y que siempre heredemos lo chungo. Pongamos mi caso: mi padre tiene unos ojazos azules, sin gota de miopía. ¿Los heredé yo? ¡Quiá! Heredé los ojos marrones y miopes de mi madre. En cambio, de mi progenitor sí que me llevé los juanetes y el asma. Y la mala dentadura de ambos. Podría haber heredado - no sé - el metabolismo de mi tío Mingo, que comía a dos carrillos y no engordaba nunca. O, ya puestos, un rescatito - perdón, línea de crédito - de unos cuantos millones de euros, que verías tú como me cambiaba la vida. Pero, no. Siempre heredamos lo chungo. Y mis hijos no iban a ser menos. Siendo sus dos padres miopes, el heredar la miopía no es tener suerte en el sorteo. No, macho, es tener todas las papeletas. Ayer fuimos al oftalmólogo con Susanita y el Terro. - ¿Qué letra es ésta? - le preguntaban a Susanita. - La M - contestaba ella, mientras yo veía una V perfecta. - ¿Y ésta? - La X - respondía, guiñando los ojos ante una S. Vamos, que la herencia manda. - Susanita - le dijo la oftalmóloga a la niña - ¡Te has ganado unas gafas! - ¿Y yo? - preguntó el Terro, desolado. - Tú no, cariño. - Pero si yo veo la mar de borroso todo el rato... - protestó él. Total, que salimos de la consulta con una Susanita espídica, hablando del color de sus futuras gafas y un Terro, enfurruñado por no seguir la herencia familiar. Si es que Dios le da pan al que no tiene dientes.
Dibujo del Terro, del momento en el que le ponían las gotitas para dilatarle la pupila.