Cuando, en la década de los años veinte, un ciudadano ingenuo le preguntó a Adolf Hitler qué pensaba de la idea de la paz mundial, Rudolf Hess respondió en su nombre que el Führer podría desde luego apoyar esa idea. Sin embargo, siempre bajo la premisa de que la raza más inteligente y más fuerte asumiera el papel de policía.
En su ensayo sobre Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt nos ha recordado, en la misma estela, que los nazis habían querido “decidir quién debía y quién no debía habitar el planeta”.
No es difícil rastrear hoy -y vayamos al grano-, en el discurso que emerge del mundo neoconservador norteamericano, el ascendiente de percepciones similares. En ese discurso se revela la presencia de un grupo de elegidos -sean éstos los poderosos, sean los creyentes, o sean ambos a la vez- que recuerda inequívocamente a la raza superior postulada por los nazis en Alemania.
No se olvide que Hitler había defendido “la lucha natural por la existencia que deja vivos sólo a los más fuertes y a los más sanos”. Los demás, para Hitler como para determinadas modulaciones de la derecha estadounidense, quedarán excluidos y en su caso serán objeto, conforme a lo que piensan muchos grupos cristianos, de una violencia apocalíptica.
En algunas de estas formulaciones, las víctimas de esa violencia no tienen siquiera derecho a defenderse, en la medida en que son responsables de su sufrimiento y posterior destrucción, como consecuencia, por ejemplo, de su falta de fe o de su adhesión a religiones perversas.
Hora es esta de subrayar que muchos de los grupos cristianos de corte fundamentalista que han germinado en Estados Unidos postulan también un capitalismo sin restricciones: rechazan, por ejemplo, todo tipo de impuestos y defienden con radicalidad absoluta los derechos de propiedad, al tiempo que guardan las distancias con respecto a las políticas de cariz social.
A menudo cuestionan, por otra parte, la lógica de la democracia, marcada “antes por las mayorías que por los principios correctos”. Dan por descontado, en fin, que los problemas vinculados con la sobrepoblación o con el cambio climático serán resueltos por Dios con su ingente sabiduría.
Como quiera que la justificación de la agresividad que demuestran es a menudo la idea de que los elegidos están en peligro -hay poderosas amenazas externas que anuncian el caos o el abismo- y deben adelantarse a la violencia de los otros, el estado de sitio que padecerían se convierte en un mecanismo reforzador de la comunidad.
Si unas veces los elegidos tienen una misión transcendental, como es la de salvar a la humanidad a través de su propia salvación, fácil es adivinar que otras su propósito estriba sin más, y obscenamente, en mejorar la posición propia.
Una de las justificaciones intelectuales que se ha vertido para dar cuenta de los presuntos derechos de estas minorías agresivas es lo que se ha dado en llamar darwinismo social. Poco importa si el concepto correspondiente se ajusta o no a lo que Charles Darwin defendió. En los hechos el pensador inglés señaló que una de las manifestaciones de la lucha por la existencia era la que revelaba cuando las razas “civilizadas” o “superiores” conquistaban a las “salvajes” o “inferiores” y provocaban su extinción.
Aunque Darwin no permaneció ajeno a la posibilidad de que las primeras fijaran un freno para esas pautas de comportamiento, de la mano, por ejemplo, de la protección de los enfermos e impedidos, lo cierto es que su visión de estas cuestiones se vio marcada por una combinación de “moral de catecismo” y “despreocupado racismo colonialista”. Darwin compartió en todo momento la visión, dominante en su época, que hacía de las “razas inferiores” auténticos “fósiles vivientes” condenados a desaparecer.
Cierto es, con todo, que lo de la supervivencia de los mejores remite a un concepto antes de Oswald Spengler que de Darwin. Para el primero, en la línea del liberalismo extremo, cualquier tipo de ayuda a los desheredados es contraproducente, de tal manera que la denegación de aquélla constituye al cabo un acto humanitario…. No sólo eso:
“El vigor medio de una raza se verá reducido si los enfermos y los débiles sobreviven y se multiplican. La destrucción de éstos, a través de la no satisfacción de alguna de las condiciones de vida, deja detrás de ellos a quienes son capaces de colmar las condiciones vitales”.
Si la norma es perversa, tanto más resulta serlo cuanto que son los privilegiados quienes se atribuyen a sí mismos, claro, la condición de mejores.
fuente: EN DEFENSA DEL DECRECIMIENTO (Carlos Taibo)