La miseria de la tecnocracia: 2. La Galaxia Internet
A pesar de la decepción inicial, para los tecnócratas resulta útil e interesante el primer capítulo --el mejor del libro con diferencia--, y luego continúen con el 2, 3, 7, 8, 9 y 10. Por su parte, los curiosos de la cotidianeidad sin más pretensiones disfrutarán con el 4, 5, 6 y del 10 en adelante, una síntesis para no iniciados de toda clase de cachivaches, técnicas y costumbres humanas: desde los tipos de alcoholes e infusiones hasta el turismo y la historia de la bicicleta. Y es que a partir del décimo capítulo --dedicado a la escritura-- la obra se desliza por la pendiente de la mera descripción etnográfica, incapaz de levantar cabeza con un poco de síntesis o de mínima teorización. No hay un atisbo de conclusiones, ni de balance, ni de nada parecido; es como si el autor sintiera que ha culminado su labor de puesta en orden del vasto campo de la cultura humana y ya pudiera dedicarse a su siguiente libro divulgativo.
En cambio, los capítulos séptimo y octavo, dedicados a la comparación intercultural, la polémica entre etnocentrismo y relativismo, los memes, el problema de su alcance y variabilidad según el contexto de investigación (en comparación con la monosemia de los genes) y los grupos culturales, desvelan el que debería haber sido el proyecto paradigmático de la investigación antropológica, la ciencia normal que no fue porque la mayoría la ignoró por comodidad o conveniencia. Apenas recuerdo unas pocas clases dedicadas a los Human Relations Area Files, una base de datos --creada por varias universidades estadounidenses en 1949, e inspirada por los trabajos de comparación intercultural realizados por George Peter Murdock-- que en la actualidad incluye información acerca de casi 400 sociedades (pasadas y presentes) con la que es posible poner a prueba hipótesis sobre la cultura humana. Entonces no supe calibrar su importancia, pues estaba totalmente enganchado a los estudios sobre cine y, por extensión, al cine etnográfico.
Si la cultura humana --como la define Mosterín-- es información transmitida por aprendizaje social, sólo se puede considerar cultura aquello que reside en los cerebros humanos y es transmitido desde allí a otros seres humanos; o en todo caso codificado en soportes ajenos al individuo para que otros seres humanos no coetáneos ni contemporáneos puedan conocerla. Consecuente con esta premisa, la piedra angular en este esquema enciclopédico es la escritura, la herramienta que permite a los cerebros humanos trascender los límites de su espacio y su tiempo en la transmisión de información. El problema es la superficialidad descriptiva que lo llena todo. De la escritura pasa a las enciclopedias, luego a los diccionarios, las bibliotecas, el mundo editorial... Ámbitos todos ellos que el autor conoce bien y sin duda admira como bibliófilo, para acabar con un corta/pega de noticias sobre el Kindle y el Sony Reader que en el que incluye capacidades y hasta ¡precios! (p. 240). De ahí da el salto al mundo digital --con unos conceptos e ideas que no pasan de usuario/consumidor semiavanzado-- y a Internet, a la que sitúa --como cualquier tecnócrata-- en la cúspide de la pirámide de la cultura, la forma más depurada, eficaz y universal de codificación y transmisión de información cultural. Resulta decepcionante que el autor no haga el menor asomo de crítica, ni de aporte filosófico a todo este tema, cuando su obra precedente demuestra que está perfectamente capacitado para hacerlo.
Los capítulos dedicados a la tecnología (13, 17 y 18) no contienen nada aprovechable: una sarta de siglas y lugares habituales en historias de la informática y de Internet, narrados desde el punto de vista del autor como un usuario/consumidor de a pie, no desde la óptica crítica del investigador. Lo que más he echado de menos es una breve valoración de toda esa serie de hitos expuestos sin más, como si su mención bastara para hacernos una idea de su importancia. El que quiera una buena introducción crítica que lea el libro de Castells. Es posible que Mosterín no sea un tecnócrata, pero posee suficientes conocimientos para valorar determinados descubrimientos y usos de la informática desde un punto de vista social, histórico o filosófico; pero renuncia a hacerlo, da la sensación de que sólo le preocupa exponer «ordenadamente» los aspectos fundamentales de la actividad humana sobre la Tierra; y disfrutar autolimitándose a un tono divulgativo que desciende muchos enteros respecto a lo que nos tiene acostumbrados.
Los humanistas no estamos tan cerca de la tecnocracia como creemos, aún está por llegar ese texto capaz de encarar sin mitificaciones ni exageraciones los constantes nuevos usos de la tecnología, quitar el IVA a las ensoñaciones de los expertos y determinar de forma verosímil el alcance de la variable tecnológica en una jerga comprensible por humanos. En este proceso de aproximación, el libro de Mosterín --dirigido casi en exclusiva a doctores y licenciados en filosofía y letras y humanidades-- es un rodeo innecesario.