El empleado de la funeraria se presentó en el centro de salud a úlitma hora de la mañana para que el médico firmase el certificado de defunción. La paciente, de setenta y cuatro años, había muerto mientras dormía. Su hija mayor la encontró por la mañana cuando fue a llevarle el desayuno. Sí, me avisó la hija a primera hora; pero todavía no he tenido tiempo de ir al domicilio. Ha sido una mañana de locos. Otro lunes infernal, dijo el médico. Disculpe, lo siento. La familia me contó que usted la conocía bien, que era su médico de cabecera desde hace muchos años y que podría firmar los papeles. Es cierto, la conozco desde hace años... conocía, perdón. No se preocupe. Después de ir al domicilio, yo mismo llevaré el certificado a la funeraria. Me pilla de camino a casa. Se lo agradezco, concluyó el empleado.
El médico entró en la casa y dio el pésame a los familiares presentes. Llegó a la habitación, se acercó a la cama, dejó el maletín en el suelo y de él extrajo una gasa y un fonendoscopio. Levantó los párpados de la muerta y con la gasa comprobó la ausencia del reflejo corneal. Con el índice, corazón y anular posados en el cuello frío del cadáver no palpó el pulso carotídeo. Introdujo las olivas del fonendoscopio en sus oídos, levantó la manta y después la sábana, desabrochó con la mano derecha los tres primeros botones del camisón mientras con la izquierda dirigía la campana hacia la piel cerúlea del pecho. Un segundo antes de posarla, bajo el apéndice xifoides descubrió la puñalada. Cuando levantó la vista, todos en la habitación le miraban fijamente.