La negación, como actitud humana dignificante, participa más de la esencia del Arte que la afirmación rudimentaria.

Por Artepoesia

Cuando el ser humano descubrió la negación empezaría a querer utilizar rasgos más propios de lo humano o de lo inteligible que cualquier otra característica distinguible de su especie. Así el Arte, reflejo sublime de la humanidad simbólica, alcanzaría su mejor representación estética cuanto mejor llegase a plasmar en sus obras esa sensación abstracta de preclara actitud negativa. El Arte, como lenguaje simbólico limitado, creará una manifestación del mundo que deberá incidir en su grandeza, en su belleza o en su mensaje sosegado. Pero el ser humano empezaría ya antes con su lenguaje universal, tanto el hablado como el escrito o el dibujado, a componer sentidos diferentes al propio natural del mundo objetivo de las cosas. Y empezaría a negar..., algo inexistente en la Naturaleza. Porque todo en el mundo natural es afirmación concluyente: o las cosas son o no son, y ambas determinarán una afirmación aunque sea una negativa gramatical a veces su sentido. Cuando decimos, por ejemplo: hoy no ha llovido, no es una negación sino una afirmación negativa. Pero la negación como un sentido diferente, como una actitud y no como un opuesto a lo afirmado, empezaría verdaderamente a ser una realidad cuando el ser humano alcanzara a crear mundos imaginados o diferentes, sistemas simbólicos que le permitieran así crear ficciones posibles, existencias virtuales o pensamientos divergentes. A través de ese mundo simbólico creado, el ser humano podría ahora adoptar además una visión ajena a sí mismo y llegar incluso a poder comprenderla. Por eso surgieron los sistemas filosóficos y las religiones, para poder negar la evidencia... Fue negación cuando el primer hombre acompañara de víveres o de recuerdos materiales las tumbas de sus fallecidos. Fue negación cuando se rebelase ante la tiranía o ante la injusticia más inhumana. Fue negación también cuando compuso sus primeros versos primigenios: negaba así el dolor o la inanidad de sentirse ajeno a la vida. 
Negar fue un cambio en el proceso creativo del hombre, con ello se enfrentaba al mundo lastimoso de lo afirmativo. La repulsa llegaría a sofisticarse en el modo abstracto en el que el mensaje se transmitiría. Para el Arte fue a veces meramente algo físico; por ejemplo, cuando con la perspectiva renacentista negaría así el pintor su imposibilidad de poder representar la vida real. Pero, también con lo espiritual, con esa otra forma no física de poder representar las cosas. Para el creador del Arte, la sutilidad de la representación negativa fue auténticamente un sentido diferente para llegar a distinguir, por ejemplo, al artesano o al grabador del genio pictórico más sublime. Ahora se podría expresar algo más que una simple representación física de las cosas del mundo. Y empezaría el Arte a perfilar un sentido intelectual o metafísico que le llevaría a ser una de las pocas manifestaciones artísticas más sutiles de la historia. Es, junto a la poesía, el otro modo de negar que el ser humano pudo realizar sin caer demasiado en la idolatría. Porque la negación es también una virtualidad de lo ideológico. Negamos cuando empezamos a creer en algo o cuando nuestro espíritu nos obliga a la dialéctica con lo opuesto a nuestro arraigo. Por esto el Arte, que es la forma en la que el ser humano expresa un  sentimiento, conseguiría mejor su elogioso sentido cuanto más alcanzara a representar la negación en sus obras. La negación como actitud digna ante las trastornadoras fuerzas de la Naturaleza o del poder infame de la afirmación. Porque para cuando a Sócrates le condenan a morir los jueces de Atenas, lo que le llevaría a la muerte fue precisamente la terrible afirmación de una injusticia. El pintor neoclásico francés Jacques Philippe Joseph de Saint-Quentin compuso su obra  La muerte de Sócrates con el gesto preciso de su negación. Pero, ¿qué negaba entonces? No negaba sus acusaciones, no negaba su sentencia, no negaba sus principios, negaba la posible traición a sí mismo. Cuando le sentenciaron a muerte, los jueces atenienses le ofrecieron a cambio el exilio, pero el filósofo griego no aceptó esa salida ya que suponía reconocer su delito. 
En la atribulada historia, tan desconocida, de la gesta colonizadora de América, muchos héroes sucumbieron ante la fuerza incongruente de un destino inconcebible. Para el Arte nunca es fácil expresar la negación en las representaciones históricas tan reconocidas. ¿Cómo llegar a conseguir una manera de ser fiel a lo histórico y a la vez ser fiel a la negación? Porque no hay negación cuando todo es aceptado, es unánime o es universalmente reconocido. La negación es una rebeldía, la negación es un artificio creado para poder romper la inercia de la vida, para, con ella, alcanzar a responder a un enigma existencial muy poderoso. Las víctimas caen siempre de ambos lados, pero sólo la representación más sublime consigue llegar a significar la intención más perfecta de la verdadera negación. Para cuando los españoles al mando de Francisco Pizarro obtuviesen la victoria ante el decadente imperio Inca, las maravillosas fragancias de sus tesoros ilusorios y reales cegaron a algunos ante el poder engrandecido del gran héroe. La ambición y la codicia, la deslealtad o la ilusa iluminación salvaje, llevaron entonces a la ignominia y al crimen más detestable: el de los propios compañeros de armas. Para cuando la encerrona fue inevitable, el cuerpo acribillado por heridas blancas quedaría inerme en el suelo frío de la estancia. Nadie se atrevió del todo a terminarlo, y Pizarro se aferraría a sus manos invencibles para poder, in extremis, tratar de salvar su inútil agonía. Así fue como el pintor español Manuel Ramírez Ibáñez compuso su lienzo clásico La muerte de Francisco Pizarro, con la negación dolorosa ante la infamia y la defenestración más desastrosa de una vida. Todo lo que, sin embargo, nunca habría podido conseguir con el conquistador la batalla, el asalto o la lucha cruenta ante otras armas. El pintor reproduce en su obra un momento flagrante que no es, sin embargo, paradigma alguno de heroicidad o de grandeza histórica elogiosa. Todo lo contrario. Por eso aquí el Arte alcanzará la verdadera consideración estética de lo que la actitud creativa debiera tener para serlo. La negación ahora es aquí tan subjetiva como histórica. Sólo la escena tenebrosa reivindicará una negación elogiosa, una tan ilusoria que el propio personaje protagonista no podrá ya conseguir siquiera... al menos ahora sin belleza.
(Óleo neoclásico La muerte de Sócrates, 1762, del pintor francés Jacques Philippe de Saint-Quentin, Escuela Nacional de Arte, París; Lienzo La muerte de Francisco Pizarro, 1877, del pintor español Manuel Ramírez Ibáñez, Museo del Prado, Madrid.)