La película plantea los mismos retos técnicos, interpretativos (el reparto, excepto uno de los actores, es el mismo de la versión teatral) y de adaptación de un texto teatral previo que la aclamada Un dios salvaje (2011), pero con la diferencia de que se trata de una comedia, por lo que la comparación inevitable se establece con La cena de los idiotas (1998) --con dirección y adaptación del propio autor, Francis Weber-- un clásico del teatro contemporáneo, con un humor vitirólico y misógino que la convierten en algo atemporal. Y algo hay de eso, pero con un objetivo secundario, declarado por los propios autores/adaptadores/directores: ridiculizar las conversaciones de sobremesa que hace la generación setentera (probablemente la década más ideologizada del siglo XX) cuando derivan en política o arte, abarrotándolas de citas, paradojas, declaraciones pomposas... Y todo para acabar encallados en el mismo punto de la misma y machacona argumentación recíproca con el mismo adversario de siempre (un suegro, una cuñada, un amigo). El cine --europeo y estadounidense-- ha abusado hasta la saciedad de este cliché: para vertebrar sagas legendarias, dramatizar mejor determinados filmes históricos, incluso para ilustrar crónicas costumbristas; pero nunca para caricaturizar tan declaradamente un determinado tipo sociológico.
La película cubre, sin apenas elipsis temporales y escasas licencias de montaje, la velada entre dos hermanos, sus respectivas parejas y un amigo común, en la que, tras una fuerte discusión por el nombre del futuro hijo de uno de ellos, se encadenan nuevas broncas por temas diversos, casi siempre opiniones sobre parientes de esas que ocultamos por educación pero que, tras un calentón, soltamos sin pensar delante de todos en el momento más inoportuno. Y eso sirve para acallar con un incómodo silencio las demás conversaciones, incluso para destapar crisis en nuestra propia relación. Todo esto lo lleva a cabo con un clasicismo impecable El nombre, enlazando cada bloque (dedicado a uno de los cinco personajes) con ingenio, alternando los momentos cómicos --especialmente al inicio-- con los dramáticos, llevando y trayendo las escaramuzas verbales con naturalidad. Aun así, el resultado no es un filme tan redondo como los de Polanski o Weber, pero sí muy entretenido.
Con todo, El nombre quedará para la historia de mi evolución cinéfila por otra razón, completamente casual y personal: por primera vez en 26 años --desde aquel preestreno dominical de Hannah y sus hermanas (1986) en el cine Coliseum-- entre un filme de Woody Allen y otro cualquiera de la cartelera he optado por éste último. Allen ha quedado como segunda opción y, en esta ocasión, la comedia francesa se ha llevado el punto (aunque no sea de partido). No es nada sorprendente, incluso alguien podría acusarme --con razón-- de haber tardado demasiado tiempo en dar el paso. Cuesta dejar atrás rutinas eficaces; lo bueno es que nunca faltarán títulos nuevos para poner en su sitio mi nostalgia...