La nostalgia como trampa: El bello Sergio (Le beau Serge, Claude Chabrol, 1958)

Publicado el 23 junio 2025 por 39escalones

En su debut tras la cámara, a los veintiocho años, el francés Claude Chabrol formula dos adelantos. Primero, el ecosistema básico de lo que será el núcleo de su prolífica filmografía: el ambiente rural (todavía no desarrolla aquí su querencia por desmantelar las falsas convenciones de la sociedad burguesa de provincias, aunque algo apunta, aún sin la etiqueta de clase), unos personajes muy elaborados y con caracteres muy marcados, el enrarecimiento de las relaciones amorosas, un ambiente general de turbiedad moral, un misterio recubierto de silencio y secretismo que condiciona el desarrollo del drama a través del comportamiento furtivo de los personajes… En segundo lugar, plantea ya algunas de las líneas elementales de lo que supondrá narrativa y estéticamente el fenómeno (más que movimiento, dadas las diferencias de mirada, estilo, temática y plástica de sus múltiples promotores) de la nouvelle vague, a la que llega a hacer incluso un inconsciente homenaje avant la lettre: así, el breve cameo que Chabrol hace junto al también futuro cineasta Philippe de Broca, cuyo personaje, un soldado profesional, se llama Jacques Rivette. En una entrevista a Laurent Tirard, incluida en el libro Lecciones de cine (2010), dice Chabrol sobre su primera experiencia como director de largometrajes: «Cuando rodé mi primera película tenía veintinueve años y no había puesto nunca el pie en un plató. Mis conocimientos eran puramente teóricos, hasta el punto de que, cuando rodamos el primer plano, el director de fotografía me propuso mirar a través de la cámara, y en lugar de poner el ojo en el visor, quise mirar a través de un perno que hay debajo. Normalmente, un fallo semejante resulta fatal para un realizador. Sin embargo, conseguí hacerme respetar por el equipo porque, gracias a todos los filmes que había visto antes, sabía exactamente lo que quería. No dudé una vez, no me equivoqué, y creo que eso tranquilizó a todo el mundo. La primera lección que aprendí con esta primera película es hasta qué punto, en el cine, más que en otros sitios, el tiempo es dinero. Era tan minucioso que a los ocho días de rodaje ya llevaba tres días de retraso. Mi primer asistente me dijo que a ese ritmo el presupuesto se agotaría rápidamente, y como yo era mi propio productor, fue un argumento que me caló. Entonces me obligué a ir más de prisa, y es así como comprendí finalmente que no se trata de conseguir lo que queremos en el más mínimo detalle, y que solo es indispensable conseguirlo en el plano. Creo que el error que comete todo director principiante es no saber distinguir lo importante de lo que no lo es. Se le da la misma importancia a todo y se quiere explicar todo: por qué ponemos la cámara ahí, por qué usamos esa distancia focal, etc. Sin embargo, con la experiencia, me doy cuenta de que lo principal es tener una visión clara del filme que queremos hacer. Y si no logramos explicar por qué algo se hace de determinada manera, ¡tanto peor! A pesar de todo tenemos que hacerlo, para respetar el tiempo de rodaje. En realidad, el secreto de una película lograda es haber meditado mucho antes de realizarla. Creo que muchos realizadores llegan al plató sin haber alcanzado un estado de reflexión que les permita trabajar bien. Debido a ello pierden el tiempo, y por lo tanto el dinero, y acaban por tener que gestionar cuestiones económicas». Ninguna de estas preocupaciones se trasluce, sin embargo, en el resultado final, que denota una convicción y una madurez impropias de un novato.

El protagonista, François (Jean-Claude Brialy) está en vía muerta, y paulatinamente descubre que su pasado es, en realidad, una vida muerta. El planteamiento del drama posee ecos autobiográficos del cineasta, también guionista único del filme: François retorna al pueblo donde nació, Sardent, en el centro de Francia (el pueblo de la abuela de Chabrol, donde su familia lo envío durante la Segunda Guerra Mundial y en el que organizó su primer cineclub, en el local de un garaje), del que ha estado alejado durante una década, intentando hacer fortuna en la ciudad y padeciendo y superando una tuberculosis de la que todavía está convaleciente; de hecho, pasar el invierno en el pueblo de su infancia es prácticamente una prescripción médica. Pero poco o nada de lo que dejó atrás resulta ya reconocible: la casa de su familia, que está inhabitable; el panadero del pueblo, viejo amigo suyo (Michel Creuze), que hace de comité de recepción; la chica que le atrajo en su pubertad, ahora una desgastada madre de familia; las tiendas, los viejos bares, los vecinos que ya no están, los que han envejecido y los que han cambiado de casa…; y, sobre todo, Serge (Gérard Blain), su mejor amigo de infancia y adolescencia, el cómplice total, aquel por el que sentía una afinidad que incluía la envidia y la admiración y cuya vida encuentra destrozada: casado con Yvonne (Michèle Méritz), la mujer que dejó embarazada, una criatura que vino al mundo con malformaciones y falleció pronto, y a la que desprecia; alcoholizado (en un retrato muy alejado del romanticismo atormentado y del malditismo atractivo del alcohólico hollywoodiense), un autómata embrutecido por los nulos horizontes vitales, la bebida y la monotonía de su trabajo como conductor. Es quizá porque François ha visto de cerca la muerte que toma como un empeño personal, casi obsesivo, ayudar, salvar, redimir a su amigo Serge, en el que ve al joven que recuerda solo en los breves espacios en los que no tiene una botella de vino en la mano o sobre la mesa. Ayuda, salvación, redención, a su pesar, enfrentado a su hostilidad, a su ira, a su violencia. Su entorno es el de seres destruidos por la pobreza y la desesperación: Yvonne, que está de nuevo embarazada, es un espectro pálido y derrotado que, sin embargo, quiere a su marido; la hermana de esta, Marie (Bernadette Lafont), tiene 17 años y sin embargo acumula no poca experiencia con el sexo opuesto, posición (en todos los sentidos) que François ansía para sí en cuanto conoce a la muchacha; el supuesto padre, Glomaud (Edmond Beauchamp), es otro borracho sin oficio ni beneficio, que comparte veladas etílicas con Serge y quién sabe qué más cosas -según la morbosa rumorología local- con Marie, con la que convive en una vivienda aislada.

Chabrol retrata una visión dura, amarga y melancólica del transcurso del tiempo y del ciclo de la vida. Por una parte, el desengaño, el desencanto, la frustración, la desesperada resignación de unos personajes que no encuentran su lugar, cuyas circunstancias les han venido impuestas, encerrados en una prisión mental y moral, pero también física, anclados en un pueblo en mitad de ningún lado, donde han nacido y, con casi toda probabilidad, morirán (el soldado, que ha pasado por Argelia, es en ese sentido una excepción digna de consideración, y también de envidia y admiración, lo mismo que el propio François, que anda igualmente desorientado y perdido pero que ha visto mundo y vive, o ha vivido, o volverá a vivir -se le supone curado de su dolencia-en él). La monótona repetición ritual (trayectos por los mismos caminos y calles, frecuentar las tiendas, los cafés y los bares, la celebración de los bailes y las fiestas populares, las ceremonias comunes, los horarios de las misas y de los recreos de la escuela, etc.), atenaza la sensación de discurrir del tiempo, lo convierte en algo plomizo, agobiante, en una presión casi tangible (como el papel pintado en forma de falsos ladrillos del cuarto de François). Por otro lado, el embarazo de Yvonne, la promesa de una nueva vida, el recuerdo de la vida que se perdió, contrasta con el riesgo de muerte que ha corrido François y su larga convalecencia; el lento suicidio que Serge y Glomaud acometen alcoholizándose, en anestesia progresivamente creciente, en busca del punto de no retorno, enlaza con lo significativo de las tomas en el cementerio, usado como lugar de paso para atajar camino, y también como último refugio cuando la sombra de la muerte planea sobre alguno de los personajes y, finalmente, dicta sentencia. Todo ello bajo la descreída vigilancia pasiva del cura del pueblo (Claude Cerval), que anda más bien justo de feligresía (los mayores van desapareciendo; los jóvenes, poco parecen querer saber de iglesias y rezos: la misa mortecina y cadavérica contrasta con el bullicio infantil del partido de fútbol en el recreo escolar), vértice del pasado que nadie quiere recordar, de oscuros episodios que explicarían por qué François se marchó del pueblo y por qué Serge, el más apuesto, capaz y brillante, nunca llegó a hacerlo, y la ambivalencia de los gestos y sucesos de su reencuentro (de la indiferencia etílica inicial a los abrazos emocionados, de la franca camaradería y la amistad retomada a la bronca, la pelea y la coincidencia física en la complaciente Marie). Una historia de reencuentro y desencuentro que alcanza su punto álgido en el clímax dramático de la cinta, con Yvonne de parto, Serge desaparecido y el esforzado François, en medio del frío y de la nieve, buscando al médico (André Dino) en casa de Glomaud y la «incestuosa» Marie: el sacrificio de François, el agravamiento de su enfermedad, su posible muerte, a cambio de la regeneración de Serge a través del nacimiento de una nueva vida sana.

La película de Chabrol se beneficia, en interiores y particularmente en exteriores, de la estupenda fotografía en blanco y negro de Henri Decaë y Jean Rabier, y huye de cualquier tentación de retrato idílico de la vida rural pese al componente nostálgico que arrastra para el propio director. No especialmente interesada por el paisaje ni por el núcleo urbano del pueblo, el peso específico del lenguaje visual de la cinta recae en los primeros planos de los personajes y en sus movimientos, tanto respecto al encuadre y la puesta en escena como entre sí, en cómo orbitan y basculan unos alrededor de los otros. En este sentido, la secuencia del baile en el pueblo, el pago de la entrada al acceder al local, unos sentados y mirando mientras las parejas giran y se combinan entre sí, ejerce de afortunada metáfora visual del concepto global del filme: la vida consiste en un ir dejar pasar el tiempo y en un crecer constante del sentimiento de pérdida. Vida igual a muerte, y viceversa.