Cinco años antes se había estrenado Moulin Rouge (2001), que renovó por completo la diégesis típica del género musical, y la dejó lista para combinar toda clase de historias con números, espectacularmente coreografiados y cantados, espacial y temporalmente desconectados de la trama. Su director, Baz Luhrmann, en realidad, lo que hizo fue invertir definitivamente la relación de pesos que hasta entonces se repartían los números musicales y la trama argumental, en beneficio de los primeros. Este esquema lo inventó Bob Fosse en Cabaret (1972), estableciendo un cambio formal sin vuelta atrás respecto al musical clásico de la época dorada de Hollywood. Luhrmann fue más allá de una mera intercalación de números musicales que (contra)puntúan la trama, convirtiéndolos es una ensoñación, una expresión de estados de conciencia o deseos que, aunque influyen y/o se conectan con el argumento principal, se intercalan en el espacio y el tiempo de la historia con coherencia. Lo que hizo fue añadir grandes dosis de espectacularidad visual y efectos especiales, pero sobre todo acertó al construir las canciones a base de fragmentos de éxitos ochenteros y noventeros, convirtiendo la película en el clásico popular que es todavía. Como muchos innovadores formales, Luhrmann quedó estancado en él, reversionándolo en cada nueva película, a cual más aburrida. Pero la idea ha fructificado en otros cineastas, que la están convirtiendo en un microgénero de gran proyección comercial, probablemente en una seña de identidad generacional. Un hilo rojo clarísimo conecta Annette (2021) de Leos Carax, Pobres criaturas (2023), la penúltima de Lanthimos, con Emilia Pérez de Jacques Audiard. Son tres títulos impecables desde el punto de vista del diseño de producción y la espectacularidad visual, pero que flojean estrepitosamente del lado del guión y por el sucedáneo de realidad infantiloide y absurda que proponen. Aun así, estas graves carencias no impiden que obtengan un increíble éxito de público y de crítica fácilmente encandilable.
Si la trama dramática de Emilia Pérez fuera más contundente, incluso política, estaríamos hablando de una película influyente, un hito en cuanto a hallazgos formales y de estilo. Sin embargo, todo lo eclipsa la valiente reivindicación de la transición de género que incorpora, la visibilidad humana y social de lo trans, y además por la carga de profundidad contra el sector cinematográfico y su tradicional discriminación de los actores y actrices trans. La notable y premiada interpretación de Karla Sofía Gascón ha abierto una brecha que no se va a poder cerrar, y ya se ha colado por ella Trinidad González, la primera protagonista del colectivo en un culebrón televisivo latinoamericano.
El núcleo sentimental y reivindicativo del filme resulta inatacable a pesar de estar representado por un caso extremo, casi inverosímil, dejando deliberadamente de lado unos cuantos matices sicológicos y sociales (seguramente para no restar fuerza a la emotividad de la situación). Que sí, que la exageración es la mejor manera de visibilizar las injusticias y la fuerza de los deseos, pero no necesariamente a costa de reducir el guión a la mínima expresión. Y es que una transición de género que se oculta al entorno más cercano, por muy narcotraficante que seas, va en contra de todo sentido común. Es precisamente lo contrario de lo que reivindica el colectivo: renacer a la sociedad desde el orgullo, el reconocimiento y el derecho a la igualdad. Esto es así en la película porque lo importante es mostrar cómo la transición modifica radicalmente a la nueva persona, sirviendo de metáfora perfecta de un completo renacer. De hecho, el personaje no se transforma en alguien diferente, es que, por fin, puede asomar su verdadera naturaleza ahogada (en este caso) por un temible delincuente y su modo de vida. Y la cirugía --igualmente extrema-- es la mejor forma de marcar ese final y ese nuevo comienzo. Eso sí, se lleva todo el dinero que ha conseguido amasar con su actividad delictiva (porque le va a dar un buen uso esta vez). No se puede ser más ingenuo en el plantemamiento.
Si luego resulta que asoman ciertos comportamientos y tics de su deadname, no se trata de crueldad o venganza, sino porque lucha por lo que mas quiere (recuperar a sus hijos). Es un esquema argumental impecable, y si parece simplón es secundario, porque las motivaciones y las convicciones que lo guían son auténticas y bienintencionadas. El añadido final de los números musicales --ciertamente vistosos, perfectamente entrelazados con los fragmentos de realidad-- proporcionan el ingrediente primordial de la película: destilar esa realidad incrementada por sentimientos en estado puro, expresada a través de música y coreografías brillantes. Es exactamente lo que le faltaría a nuestra triste realidad; y el cine nos lo ofrece como si se tratara de un filme revolucionario, impugnador, reivindicativo, social... envuelto en escapismo, sufrimiento inmerecido y abusivo. En una palabra: exagerado.
Quizá por esa capacidad de distorsionar la realidad y hacer de ella algo idealizado y agradable, el musical --tanto en teatro como en cine-- está experimentando un absoluto boom creativo. Quizá por esa misma razón se eligen para convertirlas en musicales novelas mastodónticas o plúmbeas de reconocido prestigio y anécdota contundente como Los pilares de la tierra o El médico. En lo que se refiere al cine, lo mejor de esta evolución estilística es que se musicalizan argumentos que renuncian al glamour y/o al romance heterosexual clásico. El veterano Audiard, que lo prueba todo una vez en cada película, se ha lanzado a contar una historia hecha de excesos de guión y de producción. Y Emilia Pérez (2024) es una apuesta arriesgada que inevitablemente llama la atención de crítica y audiencia; sin embargo, esa mezcla inefable de historias y formatos es apenas su única virtud, porque el resto no se sostiene ni va mucho más allá del culebrón...