Cuando el pintor flamenco Brueghel el viejo (1526-1569) admirase ya la obra de su compatriota El Bosco, muerto éste diez años antes de nacer aquél, no decidió sin embargo imitar sus simbólicos monstruos marinos, terrestres, desaforados y reptantes hasta casi el final de su vida. El Bosco se había anticipado ya, había representado la más siniestra y terrorífica muestra de seres transfronterizos, surrealistas, oníricos, mitad animales, mitad otra cosa, que ya adaptara a la teología más sanguinaria de todas, el castigo divino más inapelable. Pero, así como éste no duda en establecer ya una oposición definida entre el Mal y el Bien, originada por un mundo maligno, obsceno, predispuesto e inevitable, Brueghel al menos deja al Hombre la posibilidad de salvarse por su propia lucha, la necesidad así de acercarse al mundo para poder elegir, para poder disfrutar además de una naturaleza prodigiosa y magnánima.
Pero, del mismo modo que aquel autor del Jardín de las Delicias, Brueghel nos introduce en el abismo insondable de la interpretación más indescifrable con su obra La caída de los ángeles rebeldes de 1562. Representa ésta la defenestración de los ángeles rebelados a Dios, que ahora son obligados a descender, a caer desde la gloria luminosa donde habitaban antes con la divinidad. No hay ninguna referencia a este hecho en toda la Biblia cristiana occidental, es tan sólo en la Iglesia Etíope, en el libro de Enoc, donde se describe detalladamente la escena de la caída de los ángeles rebeldes. Sin embargo, este manuscrito antiguo de la iglesia cristiana etíope no fue descubierto por el explorador inglés Bruce hasta 1773, doscientos años después de la creación del gran pintor flamenco. Pero Brueghel entonces recrea ya, con su imaginación tan sólo, lo que el Apocalipsis 12:7 brevemente menciona de el Arcángel San Miguel y su combate con el dragón, aquella serpiente antigua denominada Satanás.
En la obra de Brueghel se observan dos mundos en el lienzo, el superior, celeste, luminoso, en donde los seres alados surcan libres y poderosos; pero, también, hay seres siniestros, engendros inconcebibles, pocos, pero los hay. Luego, en la mitad fronteriza, destaca un ángel con armadura dorada, San Miguel, que, con relajada apostura, se opone sin embargo decidido a impedir la subida de esos seres desterrados. Seres que, hermanos ya antes, acaban ahora convertidos en pequeños y alienantes monstruos descorazonadores. Pero, nada más. No hay crueldad ni aspavientos demoledores, solo transformación. Los seres caídos deambulan hacia lo inferior, hacia el submundo de lo oscuro, de lo terroso, de lo confuso, de lo excesivo, de lo inexplicable. Es por esto que el autor flamenco deja absolutamente al imperio de lo subjetivo lo que, para él ahora, no es posible traducir con figuraciones objetivas propias del pleno Renacimiento.
Otros creadores han desarrollado su arte también desde lo indescifrable, desde la querida abstracción de lo real. Dalí es un claro ejemplo. Aquí, su obra Impresiones de África, de 1938, nos presenta una composición de todas todas incomprensible. ¿Qué nos transmite el lienzo? ¿Qué más cosas, a parte de un paisaje típicamente desértico, acuden a ayudarnos a relacionar esta obra con el motivo de su impresión? Pocas. Hasta el propio pintor rechaza ser descubierto, no quiere ser visto realizando tan indescifrable obra. Otros pintores, como Manet, se limitaron a veces, sin embargo, a la mayor objetividad posible, es decir, como se define así el término, a la calidad del objeto en lo que se refiere al objeto en sí, y no, como abundan ya las dos obras anteriores, a nuestra percepción subjetiva del mismo.
(Óleo de Pieter Brueghel el viejo, La Caída de los Ángeles rebeldes, 1562, Real museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Cuadro Impresiones de África, de Dalí, 1938; Óleo de Manet, Pareja en un Balandro, 1874.)