15 marzo 2014 por Carlos Padilla
—Siéntese, por favor.
—Es que no puedo.
—Oh, disculpe. ¿Qué le pasa? ¿Comió mucho picante anoche?
—No, creo que tengo un absceso, ahí a la altura del coxis.
—¿En el culo?
—No. Eso no es el culo. Es un poco más arriba, al final de la espalda.
—El final de la espalda se llama culo.
—El final de la espalda es el coxis. El culo es otra cosa.
—Lo que usted diga, pero el lugar en el que la espalda pierde su nombre se llama culo, no coxis.
—Bueno, bueno, está bien. Me da lo mismo, si usted dice que es el culo, pues es el culo. El caso es que no me puedo sentar. ¿Me lo puede hacer de pie?
—Está complicado. Los aparatos estos están anclados a la mesa y además pesan mucho. Creo que tendrá que venir otro día, cuando esté mejor de, esto, lo suyo.
Aquel día, al salir del oculista, me di cuenta de lo complicada que iba a ser mi vida de ahí en adelante. En un mundo hecho a la medida de la gente que se puede sentar, las víctimas de los granos en la parte baja de la espalda no tenemos lugar. Todo son sillas, sillas y más sillones; en el coche, en la guagua, en los restaurantes, en la oficina y hasta en la universidad. Si no te sientas, te miran raro.
—Señor Padilla, haga el favor de volver a su sitio, que no está castigado.
—Es que no puedo. Tengo un absceso en el coxis.
—¿Una fístula?
—No se llama fístula, se llama absceso. En el coxis.
—Señor Padilla, en tres décadas como catedrático de semiótica y semiología yo solo he conocido una denominación para lo que usted se supone que tiene: fístula en el culo. Y digo se supone porque no la he visto, aunque si podemos nombrarla podemos también inferir que existe, ¿lo ve, señor Padilla? ¿Señor Padilla?
Me fui aterrado. Corrí lívido por los pasillos de la facultad, buscando la salida, con la mirada perdida y la cabeza dando vueltas a una única y aterradora idea:
El viejo profesor me había devuelto de sopetón a la realidad. Lo que crecía en mí no era un absceso, un furúnculo ni un granito reventón. Era una fístula, una fístula esdrújula, pestilente y traicionera que iba a acompañarme durante una buena temporada. Aquella tarde volví a casa cabizbajo. Abrí la puerta, crucé el pasillo y pasé por delante de la cocina. Mi padre, mi madre y mi hermano habían empezado a almorzar sin mí.
—¡Carlitos! ¿No quieres comer? Hay canelones.
Entonces me detuve ante la puerta y saqué las últimas fuerzas que me quedaban para dirigirme a mi familia.
—Mamá, papá, tengo que contarles algo. Creo que tengo una fístula. No es un absceso, ni un grano. Tampoco he ido al médico, pero parece confirmado que es una fístula.
Mi madre se levantó y me abrazó con fuerza. Mi hermano y mi padre permanecían sentados, con sus platos inundados de salsa bechamel y tomate delante, sin dar crédito a lo que habían oído. Luego se sumaron e hicimos todos una piña junto a la mesa, lloramos, me acariciaron y me dieron besos para consolarme.
—Hijo, nunca, nunca jamás te dejes pisotear. Tu fístula te hace especial, distinto a los demás. Aquello en lo que otros ven un defecto, tú tienes tu mayor ventaja. No lo olvides.
Y no lo hice. Hoy continúo mi lucha por los derechos de aquellos que no nos podemos sentar como los demás. Gracias a nuestro esfuerzo, hay sillas con el punto de apoyo en los muslos y los pies, calzoncillos con relleno posterior y asientos amigables con el culo en las paradas del tranvía de Tenerife. Porque detrás de todo hombre hay una gran fístula; porque la parte baja de mi espalda, el lugar donde pierde su nombre, me dio aquel día una razón para vivir.