Creer en el Arte no es un acto de excesiva fe; porque podemos verlo, podemos oírlo, podemos sentirlo, podemos tocarlo... Sin embargo, el Arte, al igual que cualquier metafísica, no existirá sin nosotros, sin nuestro anhelo o sin nuestro deseo de ir más allá, de encontrar así respuestas ocultas tras cada gesto admirativo, tras cada trazo sugestivo, tras cada forma inspiradora, o tras cada gradiente perfecto de un emotivo color. Porque a la vez el Arte es algo físico, terrenal, delimitado y accesible. Su origen es material antes que espiritual. El filósofo alemán Heidegger hablaría una vez en Grecia, en Atenas, con respecto al origen del Arte. Entonces miraría él una estatua de Atenea, la diosa fundadora de la ciudad helena, y se preguntaría: ¿Hacia dónde se dirige la mirada meditabunda de la diosa? Hacia el monolito fronterizo, hacia el límite. El límite no es sólo contorno y marco, ni solamente aquello en lo que algo termina. Límite expresa aquello mediante lo cual algo se encuentra reunido en lo suyo propio, para aparecer desde allí en su plenitud, para hacerse presente. Al meditar el límite, Atenea ya tiene en la mirada aquello, eso mismo hacia donde tiene que mirar previamente el actuar humano, para hacer ahora aparecer así lo divisado en la visibilidad de una obra. Sin lo humano no hay Arte, sin límite, tampoco. ¿Dónde, entonces, estará en el Arte lo metafísico, lo sublime, lo que lleve a una especie de piedad que provoque la devocionalidad de otras cosas?
Cuando los mercaderes florentinos, un gremio muy poderoso en la Florencia medieval, alcanzaron ya la relevancia social que anhelaran desde años, transformaron a finales del siglo XIV un antiguo almacén de granos en iglesia. De este modo pudieron utilizar las capillas para todos sus gremios comerciales y artesanos. Es una iglesia sorprendente, inédita, una estructura de edificio sin diseño de planta sagrada conocida. Un edificio de tres plantas, que incluirá además una fachada gótica donde unas hornacinas embellecidas de arcos albergarán estatuas de santos patrones florentinos. En 1463 el tribunal jurídico de los gremios de Florencia, La Mercanzia, recibió una de las hornacinas exteriores de esa fachada, una hornacina que había pertenecido al declinante ahora partido güelfo -adversario de los mercaderes florentinos- y que incluía una estatua de bronce dorado de San Luis de Toulouse, realizada por el artista Donatello en 1423. Así que entonces los mercaderes florentinos decidieron cambiar la imagen de San Luis por un pequeño grupo escultórico, totalmente nuevo y revolucionario. Decidieron representar ahora una imagen que para ellos era más simbólica, la unión divina con lo más terrenal. Y eligieron así el momento en que el apóstol Tomás tocará la herida de Jesús en su famosa duda sagrada. Para elaborar esta imposible composición -una hornacina no puede albergar así, en sus limitados contornos, dos figuras interactuando además- llamaron al mejor creador de Florencia por entonces, Andrea Verrocchio (1435-1488).
Más de veinte años tardó Verrocchio en componer la escultura. Tuvo que elegir hacer algo para entonces inédito, inapropiado para una hornacina sagrada, pero que ahora era algo inevitable para componer tamaña obra, desplazar fuera de la misma una parte de la pierna y del pie del santo, extrapolándose así el Arte con un rasgo aquí muy renacentista, algo que, poco a poco, acabaría triunfando ya en el mundo. Este conjunto escultórico en bronce describirá la duda sagrada de Tomás. ¿Una duda sagrada? ¿Puede existir duda en lo sagrado? Los artesanos y mercaderes florentinos eligieron ese tema porque ellos ofrecerían ahora así su diferencia metafísica con respecto a los partidarios del papado -los güelfos-, y simbolizarían con este conjunto escultórico, con este Arte, la cualidad que ellos entenderían más cercana a sus principios: que la divinidad y la terrenalidad podían convivir en el mundo. Y el Arte, como siempre, vino a ayudarles. El Arte de Verrocchio -el que fuera maestro de Leonardo da Vinci- supo hacerlo entonces encajando ahora así la mística más elevada con la sensación más humana, con la más material, con la más incrédula, pero, a la vez, con la más fervientemente deseosa.
El filósofo y escritor austríaco Otto Weininger (1880-1903) escribió una vez sobre la duda deseosa, sobre la piedad del Arte, sobre la fuerza más humana para hacer creer, con ella misma, todo lo que ella misma quisiera: La discriminación y la generalización, la fuerza y el amor, lo material y lo divino, todo sentimiento verdadero y leal del corazón humano, sea triste o alegre, se basa en último término en la piedad. No es necesario, como para el genio, que es el hombre más piadoso, referir la fe a una entidad metafísica -la religión es la afirmación de la propia personalidad y con ella la afirmación del mundo-, puede extenderse también a un ser empírico, parecer que se consume en él, y, sin embargo, sólo es una y la misma fe en un ser, en un valor, en una verdad, en un absoluto, en un dios. Este amplio concepto de la religión y de la piedad puede estar expuesto a muchos equívocos. Por tanto, debo añadir algunas consideraciones para facilitar una interpretación. La piedad no se halla únicamente en la posesión, sino también en la lucha para alcanzarla. No sólo es piadoso el convencido proclamador de Dios (como Handel o Fechner), también lo es aquel que entre dudas y errores va buscándolo (como el poeta Lenau o como el pintor Durero). No es necesario que la piedad se detenga a considerar eternamente el universo (como Bach), puede también manifestarse como una religiosidad que acompaña a cada una de las cosas. No está ligada tampoco con la aparición de un fundador: los griegos han sido el pueblo más piadoso del mundo, y sólo por esto su cultura ha sido la más elevada de todas las conocidas hasta ahora; sin embargo, entre ellos no ha existido ningún descollante fundador de religiones...
(Óleo El bautismo de Cristo, 1475, de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci, Galería de los Uffizi, Florencia; Hornacina con el grupo escultórico Cristo y santo Tomás, iglesia de San Miguel, Florencia, copia del original ubicado en la tercera planta de la iglesia de San Miguel, Florencia, 1488, Andrea Verrocchio; Fachada exterior de la iglesia de San Miguel, Florencia, donde se aprecia a la izquierda la hornacina con la copia de la escultura de Verrocchio, Florencia; Detalle del grupo escultórico de la hornacina, Florencia; Detalle de la escultura en bronce de Verrocchio, La duda de Santo Tomás -Cristo y Tomás-, 1488, Museo de la iglesia de San Miguel, Florencia.)