La pintura barroca española: centros productores y escuelas
Por Lparmino
@lparmino
San Francisco, c.1660, de Francisco de Zurbarán
Alte Pinakothek, Munich
¿Existe una escuela específicamente española de pintura barroca? Evidentemente sería atrevido responder con una negativa a semejante pregunta. Más si consideramos el especial momento de esplendor que para la creación pictórica significó el siglo XVII. Durante el seiscientos, España vive un Siglo de Oro con algunos de los nombres más ilustres del arte de nuestro país y con algunas de las creaciones más significativas de la pintura de todos los tiempos. Sin embargo, es también necesario matizar la afirmación de la existencia de una escuela española genuina y pura. En principio, porque es imposible concebir el desarrollo artístico de la pintura barroca española sin atender a lo que sucede en esos mismos años en el resto de Europa; y en segundo lugar, porque si bien puede pensarse una unidad en la producción española del momento, es también posible trazar las características de diferentes escuelas regionales hispánicas.
San Sebastián, c.1625, Francisco Ribalta
Museo de Bellas Artes de Valencia - Fuente
Si hubo un centro de producción artística por excelencia durante todo el siglo XVII, este fue Madrid. En principio, como principal y única consecuencia de ser la sede de la Corte española desde 1561. Tras un breve periodo en Valladolid (1601 – 1606), la Corte se establece de forma permanente en Madrid. Este hecho es de especial relevancia para la producción artística ya que no sólo la monarquía es uno de los principales clientes de los artistas; sino que la Corte arrastra todo un entramado burocrático de nobles y aduladores del rey que, siguiendo el ejemplo regio, se convierten en algunas ocasiones en febriles consumidores de pintura. Madrid se convirtió en el epicentro de todo el arte español del momento. Cualquier artista que se preciase debía pasar necesariamente por la villa y corte con la esperanza de poder entrar en la nómina de pintores reales. Pero el viaje a Madrid también significaba un aliciente formativo para el artista, que podía contemplar en la ciudad, en las colecciones reales, lo más reciente de las producciones flamencas o italianas. Este influjo es más que evidente y los cuadros que pasaban a engrosar las filas de las posesiones de Felipe IV servían de eficaz instrumento para la introducción de las novedades estilísticas en nuestro país.
Si la capitalidad fue la que propició el auge artístico de Madrid, la pujanza económica posibilitó que Sevilla fuese el segundo centro artístico de la península durante este siglo. La ciudad andaluza había heredado el rico ambiente fraguado a la sombra del comercio con América, facilitando la llegada de una importante colonia extranjera a la ciudad, especialmente de flamencos. Fueron ellos los que impusieron determinados gustos artísticos en la ciudad que, pronto, los sevillanos supieron adaptar a las peculiaridades españolas. La ciudad todavía conservaba importantes núcleos de gentes cultas dedicadas al pensamiento y la elucubración que desarrollaron un arte dogmático de acuerdo a las necesidades de los clientes eclesiásticos de la ciudad pero empapado por las influencias nórdicas.
Triunfo de San Agustín, 1664, Claudio Coello
Museo Nacional del Prado - Fuente
Fueron Sevilla y Madrid los dos principales centros que absorbieron la producción de las localidades vecinas. En Toledo existió un cierto foco que perduró a principios de siglo al amparo de la clientela eclesiástica y de la herencia de la actividad de El Greco en la ciudad pero que, pronto, se vio sometido a los dictados madrileños. Sevilla expandía su influencia por gran parte de Andalucía y el sur de Extremadura, y sólo en Granada, gracias a la actividad de Alonso Cano, y en Málaga se puede referir cierta “independencia”. Por último, Valencia desarrolló un tenebrismo austero y rígido que se extendió más allá de la mitad de siglo y que fue languideciendo paralelamente a la decadencia económica de la ciudad, cuando en el resto de la Península ya triunfaba el barroquismo pleno, como han señalado los estudiosos del tema (Pérez Sánchez, A.E. (2000): Pintura barroca en España (1600 – 1750). Manuales de Arte Cátedra. Madrid). Fuera de estos centros, muchos se refieren a escuelas de carácter muy regional y con una producción escasa en cuanto a cantidad y, sobre todo, calidad.
La pintura española del periodo bebió constantemente de lo que llegaba desde Europa: ya fuese a través de lo que los artistas aprendían en las colecciones reales de pintura, llenas de ejemplos flamencos o italianos; o por la presencia de pintores de estas procedencias tanto en Sevilla como en Madrid; pero, incluso, hay que considerar que los españoles solían trabajar de acuerdo a un programa muy rígido establecido por el cliente que acostumbraba a inspirarse en grabados foráneos, especialmente nórdicos, que después el pintor español interpretaba más o menos.
Efectivamente, sí existe una escuela española de pintura barroca con unas características definidas (el peculiar y manido realismo español tan alabado y comentado por la investigación) pero que sería imposible de comprender sin las influencias y las modas extranjeras, especialmente de los dos principales focos artísticos del seiscientos europeo: Italia y Flandes.
Luis Pérez Armiño