Casi todos parecen coincidir en que el imaginario de la música ha cambiado bruscamente con la irrupción del mp3 y sus derivados. Descargamos una canción de Rod Stewart por aquí, otra de Shakira por allá, mezclamos todo en un gran collage sonoro, y ¡zaz!, armamos nuestro propio cancionero en el ordenador o en el iPod.
Quiero dar a entender lo que, a todas luces, constituye una obviedad: el disco como arquitectura orgánica, cerrada (de numerus clausus, dirían los juristas), ha ido languideciendo progresivamente frente al imperio de lo fragmentario y la lógica de la canción como estallido semántico suelto y aislado. Si los discos ya no se venden y cada vez en menor medida se escuchan enteros, de principio a fin, parecería ser que sólo nos queda el consuelo de que los músicos, en acaso un último gesto de resistencia, lleven sus discos hacia nosotros.
Pero no es el único. Sonic Youth giró por Europa con el exquisitamente distorsionado sonido de Daydream nation: a juicio de quien escribe, por lejos, uno de los discos más importantes de la década del ochenta. Nuestro amado Lou Reed hizo lo suyo con la opera rock Berlin, considerado por muchos como el álbum más triste de la historia, y que viene como anillo al dedo como ejemplo para radiografiar la importancia del disco como concepto autónomo. Más ejemplos: John Cale con su inmenso Paris 1919 y Mercury Rev con Deserter’s songs. La consigna es: si el oyente no va al disco, que el disco venga el oyente.