Cuando la antigua Roma desarrolló al máximo todas sus instituciones políticas y militares llevaba ya casi doscientos cincuenta años desde que la República romana comenzara su andadura. Fue este sistema, apoyado por un Senado poderoso, el que propició el auge e impulso imperial que llegó a conquistar todo el mundo conocido alrededor del Mediterráneo. Entonces, durante el decisivo siglo III a.C., dos estados contemporáneos estaban condenados a enfrentarse para detentar la hegemonía mundial. Cartago era el otro. Los fenicios, uno de los pueblos más antiguos del mundo, en su expansión hacia el occidente mediterráneo, consiguieron asentarse en un maravilloso enclave protegido de modo natural. Allí, en la actual Túnez, fundaron la ciudad de Cartago. Pronto también acabaron estableciendo formas políticas cuasi democráticas y muy militarizadas que le obligaron a ir más allá de sus fronteras. La mejor perla por conquistar era la cercana península Ibérica. Situada en el poniente mediterráneo, llena de riquezas naturales, maravillosa para ser la primera gran conquista de Cartago, la Ispania cartaginesa terminaría siendo el campo de batalla en donde los dos titanes de la antigüedad acabarían luchando hasta la muerte, y en donde los romanos terminarían venciendo.
Los Celtas fueron un pueblo de origen indoeuropeo, es decir, procedían del fecundo valle del Indo en Asia. Realmente, este gran tronco étnico fue el origen de los pueblos europeos más importantes. Todos procedían de la misma caterva emigrante de aquel Oriente madre que se expandió hacia el Occidente virginal. Es decir, los celtas, los griegos, los germánicos, los romanos y los vikingos fueron pueblos que descendieron de aquel fluir indoeuropeo que se produjo desde el año 4000 hasta el 1000 antes de Cristo. El comienzo de ese famoso siglo III a.C. llevó a los celtas a distribuirse ya por el noroeste de la península Ibérica. Se acabaron mezclando con otros pueblos, los Íberos, y llegaron a medrar en el interior de las mesetas de la España de entonces, al final de la edad del Hierro, cuando ambas civilizaciones mediterráneas, la cartaginesa y la romana, comenzaban a competir ferozmente por el imperio global. Los romanos tomaron la iniciativa y consolidaron su conquista en el 197 a.C. en la península Ibérica y crearon así dos nuevas provincias para su imperio, las más antiguas de la historia de España, la Hispania Citerior y Ulterior. Pero, como consecuencia de su victoria sobre Cartago en el año 146 a.C., los romanos -cuatro años después- se adentraron aún más en el interior salvaje de aquella maravillosa península ambicionada.
Los pueblos autóctonos, los celtíberos, no se dejaron fácilmente sojuzgar, así que se enviaron ejércitos y ejércitos romanos para acabar, por fin, venciéndolos. La fuerza de Roma aplastaba poco a poco cada asentamiento enemigo, sin embargo, uno de ellos se resistió. Varios militares romanos frustraron sus ambiciones en ese lugar. No hubo manera, el asentamiento estaba sólidamente amurallado desde hacía años, y la fiereza y resistencia de sus gentes les llevó, tristemente, a pasar a la Historia. Numancia, en la actual provincia española de Soria, no pudo ser dominada por el más grande de los ejércitos que hayan existido jamás. Allí fracasaron al menos ocho cónsules romanos durante casi veinte años. Así que sólo pudieron los romanos enviar al gran general Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto del gran Escipión el Africano que venciera ya a Anibal en el suelo africano. Este famoso general romano sitió dura, despiadada y eficazmente la ciudad de Numancia. En sólo quince meses pudo entrar a caballo dentro del recinto amurallado. Entonces lo que vieron sus ojos nunca lo olvidaría: sus habitantes se habían suicidado casi todos antes de rendirse.
Cuando los norteamericanos consiguieron, gracias a su poderio militar naval, derrotar la escuadra española en las Islas Filipinas en el verano de 1898, el gobierno de Madrid se rindió inevitablemente. Las órdenes desde España fueron claras: abandonar el archipiélago, que poco menos de trescientos años antes unos españoles aventurados y decididos habían llegado a colonizar. Así que todos los militares y efectivos españoles debían embarcar, abandonando las Filipinas hacia España definitivamente, su mejor dominio en el Pacífico. Todos cumplieron, cansados y deseosos, las órdenes de retirada. Todos, salvo un destacamento. En la isla de Luzón, la más grande e importante, a tan sólo unos doscientos kilómetros al norte de la capital, Manila, se encontraba la localidad de el Baler. Aquí, en el verano de 1898, un grupo de militares españoles seguían, ajenos y firmes, refugiados en el recinto militar, y en la cercana iglesia del pueblo, en lo que ha pasado, dentro de la historiografía del valor y la heroicidad más excelsa, con el nombre histórico de El sitio del Baler.
A principios de ese verano España tuvo que renunciar ya al dominio real de las Islas Filipinas como consecuencia de la Batalla de Cavite en mayo de 1898, en donde toda la escuadra española en el Pacífico fue hundida intencionada y cruelmente. Sin embargo, los cincuenta militares españoles destacados en el Baler nunca creyeron las noticias de esa rendición. Las comunicaciones eran muy precarias y, sobre todo, las estrategias del enemigo -pensaban ellos- hacían del todo inseguro que la rendición fuese tal. Sin recursos del exterior, extenuados, heridos, hambrientos, aislados, sin nada más que su carácter y su valor, estos héroes consiguieron mantener su bandera alzada, en ese mismo lugar, durante todo un año después de la ignorada, por ellos mismos, rendición.
En los difíciles años de la República española de 1931-1936 se produjeron tristes, desalentadores y crueles momentos. Pero, quizá, ninguno como el sucedido en la aldea de Casas Viejas a principios de 1933. En la provincia de Cádiz, en la serrana comarca de Medina Sidonia, unos campesinos anarquistas se solidarizaron con las revueltas revolucionarias que empezaron a desarrollarse por toda España como consecuencia del posible triunfo democrático de las derechas de entonces en una República claramente radical. El gobierno republicano pasó uno de los momentos más peligrosos de su pequeña historia en aquel entonces. La revolución salvaje y desaforada podría acabar con el incipiente régimen. La reacción fue tajante, había que terminar a toda costa con esos exaltados. Las fuerzas policiales republicanas no dudaron en actuar con firmeza. Los anarquistas de aquella pequeña población gaditana se refugiaron en una destartalada, raída y rústica vivienda. Allí, sin miramientos ni negociación alguna, fueron acribillados y ajusticiados, incluso incendiando la vieja casa rural en donde se protegieron. Todos fallecieron allí. No consintieron salir, ni rendirse.
Luego, después de todas las historias de enfrentamientos larvados en esa República, una guerra fue el único modo, al parecer, de dar fin a tamaña locura. Los que se sublevaron ahora fueron militares, que decidieron así resolver lo que ellos pensaban que era un caos. La rebelión militar comenzó por el noreste y por el suroeste. Sin embargo quedaron reductos militares rebelados dentro de las zonas republicanas. Uno de esos reductos fue el cuartel de Simancas situado en la asturiana y bella Gijón. Era un recinto que no había sido construido como cuartel militar propiamente, sino todo lo contrario, había sido un colegio religioso. El Ejército de la república consideró al final que allí podría instalarse un regimiento castrense. En los primeros días del alzamiento en julio de 1936 pudo su coronel engañar a los milicianos para que éstos se alejaran de Gijón marchando a Madrid, ya que en el capital se necesitaban más fuerzas republicanas para defenderla; de este modo dejaban al cuartel y Gijón a salvo -pensaban ellos-, pero solos y rodeados, de las milicias republicanas enemigas. Luego, el coronel aprovechó ese momento y acabaron parapetándose entre sus muros para defender lo que ellos creían que era su deber. Cuando los milicianos volvieron comprendieron el engaño. Fueron asediados los rebeldes de Simancas durante casi un mes. No hubo tregua. No hubo rendición tampoco. Aquí, como en Numancia, en Casas Viejas o en el Baler, la incomprensible -por demasiado poco humana- fuerza interior de algunos seres volvió a representar su destino fatal. Eso que un pueblo, un valor y un carácter no pudieron eludir, ni siquiera entregando lo más valioso que ellos tuvieran, sus propias vidas.
(Óleo del pintor español actual, canario, Isidro Santamaría, Casas Viejas, imagen de casas antiguas en Valsequillo, Las Palmas, España; Cuadro del pintor español Alejo Vera, 1834-1923, El último día de Numancia, 1880; Fotografía de los héroes del Baler de Filipinas, Madrid, 1899; Imagen fotográfica de los cadáveres de Casas Viejas, 1933; Fotografía del sitio del Cuartel de Simancas, Gijón, 1936; Imagen de la aldea de Casas Viejas, Medina Sidonia, Cádiz.)