Johann Banchofen (1815-1887) fue un antropólogo suizo que desarrolló una teoría sobre la evolución cultural de la Humanidad desde el principio de sus días primitivos. Básicamente, presentó la maternidad como la piedra angular de la sociedad primigenia y, por lo tanto, de los inicios de la religión, la moral y el decoro. Estableció cuatro fases históricas generales, que se fueron superando unas a otras: 1) La telúrica, salvaje y sexual, promiscua y colectiva, con Afrodita como diosa representativa; 2) La lunar, agrícola, mistérica y jurídica, con la diosa Deméter (de la vida y la muerte) como su diosa; 3) La dionisíaca, un período transitorio, en donde lo masculino empezaba a prevalecer, con su dios Dionisos; 4) La apolínea, la solar, la aniquiladora tanto de la prevalencia matriarcal como del pasado dionisíaco, con su dios Apolo; de ésta surgiría la moderna y actual sociedad.
Los griegos, los europeos más conscientes de serlo, tuvieron que crear el Arte para poder soportar la angustia vital. Así, la tragedia como Arte llevó al pueblo heleno a poder superar el conflicto que el primer homo sapiens, consciente de vivir y morir, sintió ya por primera vez. De este modo el filósofo Nietzsche, influido en parte por Banchofen, publicó en 1871 El Nacimiento de la Tragedia, en donde trataba de exponer que, desde que Sócrates se elevara como pensador radical frente a los dionisíacos trágicos con su decidida moral inflexible, la tragedia salvadora había sido suplantada por un racionalismo único y bienpensante.
El filósofo alemán nos dice que todo es uno, que la vida es una eterna fuente que constantemente produce individuaciones y que, así mismo, éstas también se desgarran y se destruyen. Por ello todo es dolor y sufrimiento, el dolor y el sufrimiento de quedar despedazado el Uno Primordial. Pero, a la vez, la vida tiende a reintegrarse, a salir de su dolor y reconcentrarse en su Unidad Primera. Esta reunificación se produce con la muerte, con la aniquilación de las individualidades. Morir no es desaparecer, sino volver al origen que, incesantemente, produce nueva vida. El mundo se justifica y se redime -continúa el filósofo Nietzsche- por la belleza. El Arte salva. Por tanto, desde la caída del esplendor griego, que tiene lugar a la decadencia de la tragedia de Eurípides y el advenimiento de la filosofía de Sócrates, en el mundo Occidental decayó el instinto de belleza en favor del saber racional, de otra nueva búsqueda alternativa y angustiosa.
Los dos dioses griegos Apolo y Dionisos ejercen sus fuerzas contrapuestas, lo apolíneo y lo dionisíaco. El dios Apolo representa el orden, la forma armónica, pero también oculta lo ilimitado y caótico, ya que es la luz -el sol- que impide ver más allá; el que sostiene las apariencias que ocultan a la Humanidad la Unidad de todo lo existente. Del mismo modo, es el dios de las artes plásticas, que mitiga el dolor que proviene de la Individuación, y lo hace a través de la evasión que provocan las bellas formas. Dionisos es el dios de lo informe, de lo desbordante, de lo sin límites. Es el abismo que subyace bajo el mundo de las formas. Dionisos destruye esa individualidad y la libera así de su limitación, provocando a la vez el mayor sufrimiento, pero también el mayor placer -la divina embriaguez- que produce el verse liberado de las cadenas, esas cadenas que impiden contemplar la unidad que hay bajo todo lo existente. Su arte es la música, que provoca la emoción y el entusiasmo.
Estas dos contraposiciones, estos dos instintos artísticos de la naturaleza, lo apolíneo y lo dionisíaco, se funden en la tragedia griega. La muerte de los personajes es aparente, porque la tragedia ofrecía sin embargo un consuelo metafísico. Nietzsche indica que, en la etapa en que da comienzo la filosofía socrática, el ser humano entra en la ilusión de pensar que no sólo es capaz de conocer sino de cambiar y corregir al ser. Frente al optimismo socrático la tragedia es pesimista esencialmente, y continúa el filósofo alemán diciendo: ¡cuánto tuvo que sufrir el pueblo griego para llegar a ser tan bello! Fueron un pueblo con una sensibilidad especial que les dotaba de una capacidad especial para el sufrimiento y el dolor.
En los dioses griegos no debemos buscar misericordia, amor o compasión. Éstos nos muestran la exuberancia de la existencia, la jovialidad, la alegría y el dolor de vivir; la belleza en una palabra. El mundo griego es anterior a las categorías del bien y del mal. El racionalismo excesivo a que la civilización occidental ha llegado la ha llevado a querer circunscribirlo todo a esquemas mentales estáticos, sin embargo, Nietzsche indica que el mundo es contradictorio, variable, mudable. Que todo nace y sucumbe. Y que en la ascesis de la contemplación estética de la tragedia vital está la salvación. Por lo tanto, sólo como un fenómeno estético están justificados la existencia y el mundo.
(Cuadro del pintor español José de Ribera, 1630, Triunfo de Baco, cabeza de Dionisos; Cuadro del pintor Waterhouse, Apolo persiguiendo a Dafne, 1895; Óleo del pintor Edvar Munch, Nietzsche; Cuadro del pintor Bartolomeo Manfredi, Apolo y Marsias; Cuadro del pintor griego Nikiforos Lytras, Antígona y Polinices, 1865; Óleo del pintor francés David, Muerte de Sócrates, 1787; Cuadro del pintor academicista Willian Adolphe Bouguereau, Los jóvenes de Baco, 1884.)