El gran pintor Murillo (Sevilla 1617-1682) fue el encargado para componer un inmenso lienzo para una pequeña capilla de la Catedral sevillana, dedicada a San Antonio de Padua. La enorme obra, de 5 metros y medio de alto por 3 metros y medio de ancho -el mayor lienzo pintado por Murillo y uno de los más grandes de toda la pintura española-, fue colocada además en un suntuoso marco tallado por Bernardo Simón, y ubicada ya en el baptisterio de la capilla de San Antonio el veintiuno de noviembre de 1656.
Era tan impresionante su visión que el mariscal napoleónico Soult decidió llevársela para su colección en el año 1810, cuando las tropas a su mando controlaban toda la ciudad y todo lo que ésta tenía. Sin embargo el cabildo de la Catedral le ofrecería mejor a cambio otra obra de Murillo, Nacimiento de la Virgen. El general francés no puso ningún inconveniente, y así el San Antonio pudo conservarse en su lugar. La otra pintura ofrecida por ella acabaría en manos francesas, terminando por catalogarse ya en las piezas exhibidas hoy en el parisino museo del Louvre.
Pero, la servidumbre de las cosas valiosas no acabarán a veces protegidas por la virtual sustitución de otras cosas. A las ocho de la mañana del 5 de noviembre de 1874 un peón de la Catedral, que pasaba entonces por la capilla de San Antonio, descubrió de pronto que al magnífico lienzo de Murillo le habían roto una parte del gran lienzo del mismo. Creación extraordinaria del Barroco español, el ladrón comprendería todo su valor pero no podría, en ningún caso, hacerse con toda la inmensa y pesada obra. Así que no se le ocurrió otra cosa que cercenar un trozo, a su parecer el más cotizado o representativo del mismo: la figura arrodillada del santo portugués.
El trozo extraído todavía medía bastante para un cuadro, un metro ochenta y cinco de altura por uno noventa metros de anchura. Inmediatamente las autoridades pusieron un anuncio, con las imágenes del cuadro antes y después del robo, en la publicación internacional La Ilustración española y americana del día 15 de noviembre de ese año. Pero no fue hasta el 2 de enero de 1875 cuando el anticuario de Nueva York, Williams Schaus, recibiera de un español al parecer llamado Fernando García Vinuesa la obra de Arte para venderla. Este comerciante neoyorquino, informado como estaba, lo puso en conocimiento de la embajada española dos días después.
Lo sucedido rozó el misterio más decimonónico de entonces, el fragmento -recompuesto entre dos bastidores formando así un nuevo cuadro- sería embarcado con rumbo a Cuba para ser, finalmente, enviado a España. El sospechoso -autor o cómplice- fue puesto en libertad, y el lienzo seccionado llegaría a Sevilla con la alegría devaluada por el deplorable estado en que se encontraba el mismo. Tuvo que ser restaurado -cosido, encastrado, unido añadiendo partes eliminadas- en una de las más importantes reconstrucciones artísticas realizadas en 1875 por la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Cuando el novelista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) decidió viajar a España en 1897, llegaría a Sevilla a principios de diciembre de ese mismo año. Muy joven, con tan sólo veintitrés años, terminaría fascinado por la cultura y la sociedad andaluza. Escribiría hasta un libro dedicado a ese viaje, Andalusia, Sketches and Impressions. En uno de los capítulos dedicado a esta ciudad, escribió: En el baptisterio, llenándolo con una cálida luz, está el San Antonio de Murillo, tela que produce más que ninguna otra una intensísima emoción religiosa. El santo, alto y enjuto, de rostro hermoso, contampla al Divino Infante suspenso en una niebla dorada con un éxtasis que raya en los límites de lo sobrenatural. Es interesante considerar si un artista necesita experimentar el sentimiento que desea transportar a la tela. Cierto es que muchos cuadros han sido pintados bajo la influencia de un profundo sentimiento, que no produce, sin embargo, efecto alguno sobre el espectador, y es bastante probable que los italianos primitivos sintieran muy pocas de las emociones que sus telas expresaban.
Sabemos muy bien, por ejemplo, que las obras maestras del Perugino, tan conmovedoras, tan animadas de religiosa ternura, fueron en gran parte cuestión de dinero contante y sonante. Pero Luis de Vargas -pintor sevillano del renacimiento-, en cambio, se humillaba a diario flagelándose y usando el cilicio y Vicente Joanes -pintor valenciano del Barroco- se preparaba por medio de la confesión y la comunión para trabajar en una tela. La impresión que puede inferirse de Murillo por medio de sus obras es confimada por el estudio de su vida simple y mesurada. No poseía él la turbulenta piedad de los otros dos, sino una dulce y serena devoción, que lo llevaba a pasar largas horas en la iglesia, sumido en hondas meditaciones. El, sea como fuere, sentía todo lo que expresaba.
En 1915 publicaría Somerset Maugham su novela Servidumbre humana. De rasgos semiautobiográficos, la obra relataba la historia de su protagonista, un joven huérfano que sufre toda clase de humillaciones y vilezas. La crítica, despiadada entonces, la descalificó mencionando: la servidumbre sentimental de un pobre tonto. El autor reconoció que la escritura del relato le había servido para exorcizar sus propios demonios, y aliviar la angustia que durante mucho tiempo le habría causado su propio tartamudeo. William Somerset retrataría con crueldad y desgarro la servidumbre a que nos someten nuestros deseos y nuestras pasiones, y la imposibilidad de zafarse del encadenamiento que, inevitablemente, nos imponen incluso -traicioneros- nuestros propios afectos.
(Fragmento de la obra de Murillo, San Antonio de Padua, 1665, Museo de Bellas Artes de Sevilla, obra procedente de un convento Capuchino; Imagen del cuadro La Santa Cena, 1650, Bartolomé Esteban Murillo, Iglesia de Santa María la Blanca, Sevilla; Óleo Visión de San Antonio de Padua, 1656, Murillo, Catedral de Sevilla; Fotografía del mismo cuadro, capilla de San Antonio, Catedral de Sevilla, fuente: leyendasdesevilla.blogspot.com.es; Pintura Nacimiento de la Virgen, 1660, Murillo, Museo del Louvre, París; Retrato de William Somerset Maugham, 1931, del pintor inglés Philip Steegman.)