El Estado-nación era el grandioso sueño de una nación fundida con el sistema de gobierno: los intereses comunes disueltos en éste e indistinguibles de aquél en una única entidad, una raison d’état. Como la supervivencia de la nación coincidía punto por punto con el poder obstinado e inexpugnable del Estado, el amor a la nación se manifestó en su forma más acabada en la observancia meticulosa de la ley del país y en la fidelidad en el servicio de todo lo que se presentara como interés del Estado y fuera reconocido como tal. El Estado podía reclamar para sí la lealtad indivisa de sus ciudadanos, pasando por sobre cualquier otro interés: ~i se los veía desde la perspectiva de la totalidad soberana del Estado, se trataba de meros “particularismos”. No debía asignárseles importancia a las peculiaridades culturales, las desavenencias religiosas, las idiosincrasias lingüísticas, o a cualquier otra discrepancia de creencias o preferencias. Sobre rodas las cosas, éstas no debían interferir con la inquebrantable lealtad al Estado, común a todos. En caso de conflicto, las prioridades eran claras, y era el deber de cada uno actuar en consecuencia.
Ese modelo de Estado-nación estaba destinado a seguir siendo, como de hecho era, un “proyecto inconcluso”, aun en sus años dorados. Por lo general, la mayor parte de las naciones eran coaliciones frágiles entre formas de vida sólo parcialmente compatibles. La presión por la asimilación y las cruzadas culturales eran componentes indispensables del proceso de construcción de la nación, pero rara vez alcanzaban la unanimidad basada en la uniformidad que constituía su objetivo. La unidad conseguida difícilmente era infalible e inmune a las fuerzas centrífugas, y se consideraba que su perpetuidad nunca podría asegurarse a ciencia cierta. Según el famoso recordatorio acuñado por Erncst Renan, la nación era “un plebiscito a diario”. Generalmente, los esfuerzos de los ciudadanos por poner su nacionalidad por sobre todos los otros valores y lealtades políticas no solían considerarse lo suficientemente fervientes e incondicionales. El principio contenido en la frase “es mi país, bueno o malo” debía inculcarse incansablemente a los sujetos, como de hecho lo fue; y sin embargo, nunca logró gozar de la aprobación universal que se esperaba de él. Y sin embargo, lo que sostenía la unidad de la nación en las buenas y en las malas, guiándola en las difíciles curvas que se sucedían en el camino, era la fuerza incansable del Estado soberano, que era la única capaz de asegurar -al menos en principio si no en la práctica- tanto la seguridad como el bienestar, y de resolver los conflictos en la medida en que se fueran presentando. El matrimonio entre el Estado y la nación (en tanto era la mayor, más poderosa, duradera y densamente institucionalizada de las encarnaciones modernas de la communitas y la soctetas de Victor Turner) podía ser en muchos casos, particularmente en períodos de seducción, o en el transcurso de una prolongada luna de miel, una unión fundada en el amor (para ser más precisos, en el “amor confluente” de Anthony Giddens, una atracción mutua basada en la promesa anticipada de satisfacción); sin embargo, la conveniencia cimentaba esta unión con una solidez muy superior a la que el amor, caprichoso según propia confesión, jamás podría ofrecer.
Las nuevas “comunidades imaginarias” se forman contra el Estado, su territorialidad, sus pretensiones de soberanía total, y su tendencia intrínseca a trazar y fortificar fronteras y a obstruir o detener la circulación entre ellas. Se sitúan en el mismo espacio extraterritorial en el que el poder ha comenzado a fluir al caer de las manos cada vez más débiles del Estado. Ponen su empeño en la batalla en curso contra los límites impuestos por el Estado y el derecho a separarse territorialmente que éste se ha arrogado desde siempre. En un nivel simbólico, es extremadamente relevante que la fuerza terrorista que tomó en sus manos la tarea de poner en evidencia los límites de la autosuficiencia e invulnerabilidad del Estado más autosuficiente y menos vulnerable del mundo actuara desde un territorio que hace mucho tiempo ha dejado de ser un Estado y se ha convertido en la encarnación del vacío en el que flota el poder global.
Igualmente simbólica es la ineptitud de la respuesta que confunde esa nueva variedad de violencia global, con sus nuevos objetivos e intereses globales, con el conflicto interestatal de antaño, y que reduce la “guerra contra el terrorismo” a bombardear hasta hacer desaparecer a los ya desaparecidos “Estados canallas”.
Tras haber despojado al Estado de buena parte de los poderes que detentaba en el pasado, la globalización colocó un gran signo de interrogación en el casillero de los beneficios que los cónyuges podrían obtener aún de su “matrimonio por conveniencia”. Hoy se ha vuelto mucho menos claro que en el pasado, y ciertamente ha dejado de ser evidente a primera vista, qué es lo que podría ganar una comunidad imaginada (esto es, más allá del disfraz simbólico de la identidad nítidamente propia, que podría obtenerse de muchos otros modos alternativos) de una unión en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe, con una única unidad política, y solamente con ella. “Conectarse” en una red de fuerzas globales puede constituir una apuesta arriesgada, pero a la vez más promisoria, al ofrecer más oportunidades y mayor margen de maniobra.
En un mundo de coaliciones fluidas y provisorias (gobernadas, como propuso Paul Virilio, por la “estética de la desaparición”), los compromisos duraderos e irrompibles envueltos en una densa red de instituciones presagian, antes que seguridad, un destino incierto. Esto mismo se aplica a todas las uniones, ya que la volatilidad endémica de los compromisos transforma a la conveniencia que las cohesiona en algo frágil y provisorio. Sin embargo, hay una razón en especial que ha hecho que la unión ortodoxa entre el Estado y la nación perdiera gran parte de su pasado atractivo.
Al “delegar” muchas de sus funciones más exigentes (las económicas y culturales, y cada vez más también las sociales y biopolíticas) a las fuerzas “desreguladas” del mercado, el Estado puede hacer un uso muy limitado y apenas ocasional del enorme potencial de movilización por el que las naciones solían ser una compañía bienvenida, y por cierto indispensable, del Estado que luchaba por legitimarse. La mayoría de las funciones restantes son llevadas a cabo por unidades profesionales especialmente escogidas, que operan en la seguridad que les proveen la restricción del acceso y el secreto oficial. La conscripción masiva y su correlato necesario, la movilización de las emociones populares, están definitivamente perimidas.
Por otra parte, la escuálida soberanía y los menguantes poderes del Estado con el que había desarrollado en el pasado una “relación especial” privan a la identidad nacional de la posición de privilegio que tenía entre las comunidades imaginadas y que podía servir de punto de encuentro para intereses difusos y diversos, y como espacio para que se condensaran y dieran lugar a fuerzas políticas.
En lo que concierne a la solidez de los cimientos de las instituciones, la ventaja de la nación sobre sus alternativas potenciales, como las etnias, o comunidades imaginadas tejidas a partir de diferencias religiosas, lingüísticas, culturales, territoriales o genéricas, se ha reducido considerablemente. Como consecuencia de todo esto, la sociología -en gran medida como la sociedad, por tanto tiempo su objeto- se encontró, aunque por diferentes motivos, ante una paradoja: había perdido su objeto natura/rizado) junto con el cliente que le era propio de manera manifiesta. En el momento en que el Estado abandonó su pretensión de monopolizar la coerción legítima, y la coerción administrada por él perdió su puesto de privilegio entre los muchos tipos de coerción (con grados variables, pero por definición discutibles, de legitimidad) que operan en dos campos de batalla separados pero mutuamente dependientes -como son el ciberespacio y las políticas de vida-, la identificación de la “sociedad” con el Estado-nación perdió buena parte del carácter manifiesto que había presentado en el pasado. Lo mismo ocurrió, de hecho, con la identificación de la “sociedad” con cualquier tipo de conjunto o grupo de “estructuras” complejo aunque coherente. Hoy en día, se requiere de un gran esfuerzo de imaginación para pensar una “realidad social” administrada y conducida por agencias corpóreas, de existencia tangible, o bien por sus réplicas fantasmales, como los “síndromes de valor” o el “ethos de la cultura”. El trazado de los límites de las “totalidades” autosuficientes y auto generadas que permitiría postular la existencia de esas estructuras desafía hoy la imaginación.
El mundo está agotado.
Cualquier similitud con la conocida expresión “localidades agotadas” es puramente fortuita, una ficción que la sintaxis insinúa. Cuando uno ve un letrero como ése en la taquilla de un cine o un teatro, sabe inmediatamente que ya no queda espacio disponible, aquí, en este edificio, y esta noche; y que debe cambiar sus planes para la velada. Estas “localidades agotadas” son, sin embargo, sólo un pequeño espacio entre muchos otros. Y en el momento en el que lee el cartel, uno está parado fuera de esa misma localidad agotada. Hay otros edificios a los que uno puede ir; y si uno insiste en ingresar en esa “localidad”, es de hecho probable que en otro momento pueda hacerlo.
Sin embargo, esto no resulta así en un “mundo agotado”, por la simple razón de que il n’y apashors du monde… [no hay un afuera del mundo], no hay un “afuera”, ni una vía de escape, ni sitio para refugiarse, ni espacio para aislarse y ocultarse. No hay ningún lugar en el que pueda afirmarse con un mínimo de certeza que uno se encuentra chez soi [en su casa], que es libre de vivir a su manera y perseguir sus propias metas, y de no prestar atención al resto de las cosas a causa de su irrelevancia. La era que comenzó con la construcción de la Muralla China y la de Adriano, y que terminó con el Muro de Berlín, está definitivamente cerrada. En este espacio planetario global ya no se puede trazar un límite tras el cual pueda uno sentirse verdadera y absolutamente a salvo. Y esto es definitivo: vale para hoy tanto como para cualquier futuro que podamos imaginarnos. Cada sitio concebible que uno ocupe en un momento dado, o el que pueda ocupar en otro, está indefectiblemente dentro del mundo, y destinado a permanecer en su interior para siempre, se entienda por esto último lo que se entienda. En este mundo agotado, somos todos residentes permanentes, sin otro sitio adonde ir.
Bauman Zygmunt