La soportable levedad del ser

Por Angelesjimenez

Seguro que han escuchado a la gente comentar aquello de que “hay que vivir la vida que son dos días” y otras frases similares cuando fallece o se conoce la grave enfermedad de alguien joven, en especial si ocurre de forma repentina, y más si tiene una edad similar a los comentaristas. Ahí parece que “el común de los mortales” se plantea las cuestiones de la vida y la muerte como algo cierto, cercano, posible, como si el resto de los días se fuera inmortal. Tampoco se trata de vivir a diario con la espada de Damocles apuntalándonos los pasos, es justo al revés, pero sí se trata de añadirle vida a esos pasos sin perder de vista los objetivos vitales que cada uno se haya trazado, sin trastocar el orden de importancia que cada uno le dé a sus cosas. Así absolutamente todos los días, estén o no soleados. No es vivir pegado a la amenaza de morir intentando protegerse de todos los males posibles –que son muchísimos y la mayoría incontrolables– a base de aislarse en una burbuja de presunto aislamiento global, es vivir la vida, así de simplemente difícil. Y vivir lleva implícito ciertas dosis de incertidumbre que ningún seguro de vida, chequeo médico preventivo o airbag pueden evitar. Cuanto más altas dosis seamos capaces de soportar, tanto más interesante nos construiremos la vida.

De hecho, muchas personas se instalan en la angustia del “va a pasar algo”, como si después de ese algo de forma obligatoria siguiera “malo” –no es sano vivir con la angustia de que si alguien no contesta al teléfono es porque está en Urgencias–. También puede pasar algo bueno, igualmente hay muchas posibilidades, depende de las que cada uno logre desplegar –a lo mejor no escuchó el teléfono porque estaba de copas–. Si estas personas se pararan a pensar, entenderían la cantidad de veces que se han preocupado o han preocupado a otros sin motivo. Además de que la preocupación no evita las adversidades, ocurren igual, pero el resto de los días, que son la mayoría, se puede vivir con una tranquilidad prudente. Incluso no es pecado, vivir contento no predispone al castigo divino, ni vivir con tristeza protege del mal. Eso es pensamiento mágico. Más bien es al contrario, la alegría atrae más alegría y la tristeza más pesar.

Esta sobreprotección y sobrepreocupación por todo lo que se mueva –porque la vida es movimiento, al contrario de la muerte que es más tranquila– esconde un delirio de inmortalidad que puede llegar a paralizar la vida: si controlo todos los riesgos posibles, no moriré, ni morirán los que me rodean, porque si ellos mueren me mostrarán que también yo puedo morir. Pero como este control es en sí mismo imposible, aparece la angustia porque siempre quedan riesgos incontrolados. Angustia de movimiento que paralizará más: me quedo quieta a ver si la muerte no me encuentra. Pero esa quietud está más cercana a la muerte que a la vida, y además la muerte nos encontrará igual.

Lo saludable es conseguir aceptar que vivir arruga el cuerpo, que si no queremos morir jóvenes y lisos es porque preferimos morir viejos y magullados, pero vividos. Y vivir deja cicatrices, a no ser que elijamos una vida sin aristas, sin matices, plana como un páramo estéril. Lo que tenemos que tratar de evitar es que se nos arrugue el alma: al alma es mejor desenrollarla con las magulladuras planchadas y reconstruidas.

No olviden que el camino más largo hasta la muerte discurre a través de la vida, pero no se engañen, la vida es mortal de necesidad. Para ser inmortales tendríamos que inventarnos otra dimensión. Quizá esa dimensión empezaría por ser capaces de soportar la levedad del ser.