La tienda de los horrores – El buque maldito (Armando de Ossorio, 1974)

Publicado el 18 junio 2014 por 39escalones

No, este grupo de pellejos con hábito no son una oleada de groupies chocholocos en la toma de posesión de un Borbón. Son nada menos que los espectros de una antigua escisión de los caballeros templarios, separada de su rama principal en el siglo XIII y que surca los mares en plan porque yo lo valgo en un galeón del siglo XVII que navega al margen de cualquier limitación física espacio-temporal. Toma ya premisa.

El buque maldito, bodrio de 90 minutos dirigido en 1974 por Armando de Ossorio (ojo, con doble ‘s’, que hasta en la mugre hay glamour), tercera entrega (y, ¡¡horror!!, la de mejor acabado) de la tetralogía que el director dedicó a los caballeros templarios (temazo), sigue una exitosa receta del cine de los setenta (y posteriores), especialmente en Europa, y que no es otra que la combinación de erotismo y terror, con mucha carne femenina a la vista (pero siempre dentro de los estrictos límites del puritanismo censor), insinuaciones de lesbianismo, y un oscuro y siniestro marco en el que tienen lugar misteriosos, terribles y sangrientos asesinatos (uyuyuyyyy…). En este caso, dos top models (ojito), una de las cuales (cuidao) tiene tnada menos que título de capitán de yate (probable sobrina de Chanquete, que ya debía de andar por ahí), son abandonadas a su suerte, como maniobra publicitaria, por un gran magnate de la construcción de embarcaciones (dicho sea de paso, es una mierda de embarcación, ni nevera portátil tiene…) para que el hallazgo en alta mar de las chicas por cualquier barco que pase suponga un boom mercadotécnico que proclame a los cuatro vientos la resistencia de sus productos (atención a lo rebuscado del anuncio, con lo fácil que es poner un spot en el descanso del fútbol o a doble página en Jara y Sedal…). El caso es que estas chicas comunican por radio la aparición de un antiguo barco hecho mierda, que se dispone a abordarlas. Una de ellas, Lorena, se interna en el barco con el uniforme reglamentario (o sea, la camisa de dos tallas menos abierta en un buen escote, unos mini-shorts y unas botas de caña) y grita mucho. La otra, medio en bolas, se queda frita mientras su compañera desaparece, lo mismo que le ocurre a ella cuando va tras sus pasos. Previamente, la “amiga” y “compañera de piso” de esta última (chist: Bárbara Rey, paradigma interpretativo del cine patrio), empieza a hacer averiguaciones sobre la desaparición de su “amiga”, llega hasta donde el hombre de negocios ha preparado su plan, y consigue que él y sus ayudantes, acompañados de un “científico”, salgan en busca del misterioso banco de niebla donde se refugia el barco. El “científico” lo lee todo en un libro y les cuenta a los otros lo que pasa, chillan mucho, van muriendo, y prau.

O sea, tetas y gritos, algún momento de esbozo de rollo chica-chica, cuatro tías medio en pelotas, una violación, y unos espectros cadavérico-esqueléticos que cuando se van llevando a las chicas a sus ataúdes (que se abren solos, cierre centralizado de ultratumba), no se sabe si se las llevan para alimentar sus sacrificios humanos (es que eso es muy de templarios, y si no, prueba tú a viajar dos siglos por el mar en un galeón del siglo XVII después de pegarte otros cuatro siglos por ahi de picos pardos) o para beneficiárselas (en verdad cuesta distinguir en el primer episodio en este sentido si a la chica la están matando o se la están…). A pesar de la música satánica con bastante buen tino de Antón García Abril y de dos momentos bastante estimulantes, terroríficamente hablando, ambos situados más bien hacia el final (los únicos recreados con cierto talento visual, composición de planos con cierta intención, buena dosis de elaboración y presentación terrorífica), en particular la conclusión, a modo de parábola (eso sí, de sentido inexplicado) del significado del film, la película destaca por sus risibles diálogos (tronchantes de verdad, especialmente cuando Bárbara Rey se muestra indignada o cabreada), sus estúpidas réplicas, el dramatismo de plastilina que alimenta las acciones de los personajes, y un pésimo sentido del espacio derivado de las obvias limitaciones presupuestarias de un producto que, no obstante, fue distribuido internacionalmente (los créditos están en inglés, written and directed by Armando de Ossorio, ouh yeah).

María Perschy, Bárbara Rey y Blanca Estrada ponen la carne, Jack Taylor la inevitable presencia de un actor de culto del cine siniestro, y Carlos Lemos y Manuel de Blas pasaban por allí. Filmada con evidente precariedad de medios, tanto en los decorados como en los exteriores, rozando la caricatura ridícula en más de una ocasión (esos ataúdes que se abren y esas manos -de goma- que se asoman…, esa orden de parar máquinas en un velero…), la clave de la historia resulta demasiado cogida por los pelos, no tiene tres ni revés, y la conclusión (con esa abominable secuencia con unos efectos especiales y unas maquetas que utilizan el barco pirata de playmóbil…), al margen del intento de Ossorio de crear una atmósfera de horror que prolongue su efecto más allá del visionado del film, al carecer de significado narrativo, se vuelve caprichoso, banal y gratuito (lo mismo da que los monjes templarios emerjan del mar y persigan a los personajes por la playa que se pongan a jugar al voley o a bailar Mami qué será lo que tiene el negrooooo).

En resumen, cagarro fílmico nacional con vocación intercontinental, considerada película de referencia en ciertos circuitos del cine de terror de serie B, El buque maldito es una buena muestra de otro cine español con pretensiones de género que naufraga, nunca mejor dicho, en su intento de imitación de fórmulas foráneas (y con más presupuesto y público potencial), una desafortunada tendencia que continúa hoy, que ha crecido y amenaza con prolongarse y extenderse, y que, dejando de lado los posibles y ocasionales aciertos en taquilla, empobrecen, lastran y despersonalizan el cine español.

Acusados: todos

Atenuantes: dos secuencias concretas, la carismática presencia de Jack Taylor

Agravantes: el sinsentido de la trama, los trotes de Bárbara Rey, la intrínseca ridiculez del conjunto

Sentencia: culpables

Condena: tragarse todas las temporadas de Vacaciones en el mar por vía intravenosa