La tienda de los horrores – Piratas del Caribe

Publicado el 17 abril 2010 por 39escalones

Quien escribe no ha hecho la prueba, pero sin duda, si pudiera hacerse como con los antiguos discos de vinilo y poder proyectar al revés un DVD de Piratas del Caribe y el resto de su vomitiva saga, cuya cuarta parte se va a honrar además con la presencia de Penélope Cruz, siempre dispuesta a revolcarse en el cine-mierda para conseguir cuatro portadas y un titular, seguramente obtendríamos signos, palabras entrecortadas e imágenes diabólicas procedentes del mismísimo Satán. O en su defecto, de cualquier mamarracho de los que han convertido a Hollywood en la mayor fábrica de cine basura del mundo. Y no diremos que la cinta no contiene acción en dosis y formas estimables, efectos visuales muy trabajados y conseguidos e incluso una dirección artística, computadora aparte, que merezca no sólo el aprobado sino incluso nota. Pero la perversa y asquerosa concepción de la cinta, unida la desfachatez con la cual es vendida y promocionada cada vez que una de sus repugnantes secuelas es regurgitada o proyectada en televisión es tal, que se ha ganado a pulso un lugar de honor en el escaparate de la tienda de los horrores.

Y no puede ser de otra forma si atendemos a la ecuación, a la espina dorsal que recorre el proyecto de principio a fin: Disney, una atracción de parque temático, Jerry Bruckheimer y Gore Verbinski. Es decir, cuatro pilares del mayor de los estercoleros del cine concebido como pasatiempo (que no entretenimiento, cosa que productores y público intentan o insisten en confundir). La cosa, andando Disney de por medio, es un compendio de hipocresías y dólares, de falsedades y vergonzosas componendas. La película se vendió -y se vende- como la recuperación con los medios técnicos actuales y la actualización visual que permiten, del antiguo género del cine de piratas que tantos y tan buenos momentos proporcionó a varias generaciones de espectadores que lo usaban a edades tempranas, junto con el western, el peplum o el cine negro como puerta de entrada al planeta del cine. Para ello se partía de un presupuesto millonario, de un ingente esfuerzo de producción y de un larto proceso de escritura y reescritura de guiones que derivaría, junto a la contratación de un estelar reparto de nombres de primera fila, en un apoteósico retorno de las antiguas historias de tesoros escondidos, galeones de decenas de cañones, y duelos a espada en el puente de mando. Es decir, mucho aparato publicitario generando falsas esperanzas para un público que hacía décadas que no oía hablar del género más allá del fracaso de la cinta de Polanski en los años ochenta o esa cosa concebida para el lucimiento de Geena Davis llamado La isla de las cabezas cortadas, producto mediocre pero más digno que esta bazofia caribeño-digitaloide.

Andando en el ajo semejante retahíla de impresentables, el producto no podía resultar de otro modo: una estupidez sonrojante sólo apta para cerebros desconectados. Primero, el productor, Jerry Bruckheimer, célebre inspirador de subproductos cinematográficos únicamente medibles en la cantidad de chapa, pintura y cristales que cuestan, generalmente tenidos por cine de acción, no era el más indicado para hacer nada que pudiera contener algo de inteligencia, buen gusto o sabor a las viejas historias de piratas, sino que propiciaba más bien un cóctail de chistes baratos, escenas de acción coreografiadas y efectos especiales gratuitos. Sus socios, Disney, pusieron la materia prima, esto es, una atracción de feria en la que inspirarse (¡¡¡una atracción de feria!!! No un libro, una obra de teatro, un guión original, una biografía, ni siquiera un tebeo o un puto videojuego de mierda) y la correspondiente, innecesaria e imbécil dosis de fantasía que una buena película de piratas jamás ha contenido (porque le hacía maldita la falta): la recurrente, manida, zafia, hastiante, estúpida y ridícula apelación a lo sobrenatural, a los fantasmas, espectros y demás criaturas del más allá, que hace que todo se desvirtúe y se vaya por el sumidero, y la tan cacareada película de piratas se convierta en una memez para pedorros inmaduros, para mentes sin desarrollar, para primates que se tragan cualquier cosa que les sea envuelta en efectos especiales.

Lo de menos en semejante bodrio, fantasmones aparte, es la historia: En el Caribe del XVIII, el capitán Jack Sparrow (Johnny Depp), en una actuación horrorosa, estimable en lo cómico, detestable en lo inconsistente y patético de su personaje, pierde su barco, La Perla Negra, a manos del Capitán Barbossa (Geoffrey Rush, ¿pero cómo llegó a caer en esto?). Barbossa ataca la ciudad de Port Royal y secuestra a Elizabeth Swann (Keira Knightley, a la que no le vendrían mal un par de cocidos como mujer, y tres o cuatro como actriz), hija del Gobernador británico (Jonathan Pryce), único aporte histórico contextualizador que se emplea en la película, aparte de algún que otro nombre español y ciertas referencias geográficas. Will Turner (Orlando Bloom, un individuo que ha terminado siendo actor por pura casualidad, carente de cualquier virtud interpretativa o expresiva que no provenga de su fotogenia en los pósters de las adolescentes), enamorado de Elizabeth, se une a Jack para rescatarla y recuperar de paso el barco. Pero el prometido de Elizabeth, Norrington (Jack Davenport), en contra de la voluntad de ella, claro está, porque Disney también obliga a convertir cualquier historia en la que pudiera caber algo de seso (o de sexo) en un folletín para idiotas, los persigue en un barco de la Armada. Hasta ahí, podría considerarse una trama demasiado esquemática, tonta y simplona para la tan prestigiada vuelta del cine de piratas.

El problema es que además Barbossa y su tripulación de piratas son, tatatachááááán, ¡¡¡¡víctimas de un conjuro por el que están condenados a vivir eternamente y a transformarse cada noche en esqueletos vivientes!!!!, menos el capitán, que se le queda cara de pulpo a la gallega, más o menos en plan Holandés Errante. Pero claro, el conjuro tiene una forma de romperse: devolver una pieza de oro mexicano que robaron en su día y pagar un pacto de sangre… Y claro, Sparrow y Will se las tienen que ver con unos tíos que ya están muertos: ¿cómo vencerles entonces?

Pues eso, una chochez. Una película de piratas sin violencia, sin sangre, sin palabrotas, incluso casi sin piratas (los muertos vivientes entran en la categoría de zombis, se siente…), en la que cuatro elementos del género, los barquitos, los doblones de a ocho, los sables y los cañones, son mezclados con escenas de acción a la hongkonesa, humor blanco típico de Disney, falta total de ambición por querer contar algo e interpretaciones entre irrelevantes y olvidables, las más de las veces debidas más a bustos parlantes que a algo que pueda llamarse actores (excepto Rush, el único que se mueve con algo parecido a la dignidad en todo este despropósito). Pero lo que es más grave, sin cerebro. Vacía, estúpida, risible, la película funciona por su aparato propagandístico, por su asepsia (de hecho rebaja tanto el nivel, es tan plana, que es válida para cualquier tipo de público, incluso para las ranas), y por el amplio y seductor (para quien no sabe ver cine) catálogo de efectismos con el que se pretende paliar la ausencia de guión, de historia y de inteligencia, y sin que su supuesto ritmo vibrante sirva de excusa: quien escribe no pudo aguantar, por aburrimiento, ni un segundo visionado de la primera parte ni más allá de veinte minutos de sus continuaciones; demasiada imbecilidad exhibida sin pudor.

Diseñado para la taquilla, obtuvo lo que buscaba, el éxito de taquilla. Imposible de considerar de otro modo que no sea como comedia, y ni para eso vale (en eso Sparrow sí sale airoso), mientras Bruckheimer, Disney y Depp hacen caja aprovechándose del analfabetismo cinematográfico de los consumidores (que no espectadores) de blockbusters, el cine de piratas sigue esperando que en el nuevo signo alguien con capacidad y cerebro diseñe y construya una buena película de piratas que le haga la competencia a Russell Crowe y su capitán Aubrey. Mientras tanto, cuarta entrega, cuarto zurullo, esta vez hispanizado, con el que Disney, Bruckheimer, Verbinski y Depp prometen acogotarnos de nuevo con su sarta de imbecilidades. Otros, más dignos (Rush, Kneightly, incluso Bloom, quién lo diría de un tipo que jamás valdrá para otra cosa que no sea participar en estas memeces) abandonaron el barco cuando su vergüenza se lo dictó. Bien por ellos; más vale tarde que nunca. Mientras, otras pierden las bragas para que bodrios como estos le permitan grabar más publirreportajes de tintes para el pelo…

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: la ostentación consciente, interesada, grandilocuente, casi orgullosa, de la estupidez
Condena: culpables
Sentencia: colocar La Perla Negra en una pocilga del tamaño de veinte piscinas olímpicas y pasar por la quilla a todo el que tenga que ver con esto…