La tienda de los horrores – Robin Hood

Publicado el 12 junio 2010 por 39escalones

Si es que no hay manera: Ridley Scott es sin duda el director que más veces ha aparecido en esta escalera; si no nos falla la memoria, en total, esta es la quinta vez, y sólo en una ocasión ha sido para bien. En el resto, sus trabajos tan correctos en lo formal (a veces) como vacíos y planos en cuanto a contenido han ido a engrosar las filas de esta gloriosa sección, y su Robin Hood, película de este mismo año (primera excepción a la tradición de este blog, que jamás habla de estrenos) ocupa un puesto de honor en ella por méritos propios. Vaya por delante que Robin Hood es un personaje de leyenda producto de la noche oscura de los tiempos y que, nacido al calor de las tradiciones populares de primavera del campo medieval inglés (como dejaremos bien constatado cuando hablemos de esa joya titulada Robin y Marian), diversos expertos, en un ejercicio más voluntarioso que eficaz, han pretendido colocar encajes históricos con personajes y contextos reales y comprobados históricamente, generalmente sin conseguir otra cosa que conjeturas e hipótesis imposibles de aseverar. Scott, por el contrario, huye de la leyenda y pretende presentar a Robin como un personaje de su tiempo inmerso en los acontecimientos políticos y militares, convenientemente tergiversados, de un pedacito de la Edad Media, en concreto, el paso del siglo XII al XIII, y lo consigue, es un decir, a través de una acumulación de absurdos y tonterías difícilmente igualable.

Robin (Russell Crowe) es un arquero cualquiera del ejército del rey Ricardo que asalta el castillo de un noble francés que se resiste a su autoridad. El hombre, que ejerce de trilero en sus ratos libres, se mete en una pelea con un gañán que por casualidad termina con el rey Ricardo por los suelos. Éste, admirado por el coraje de ambos, les invita a soltar un speech de lo más guay sobre las bondades y maldades de la campaña militar en marcha, y acaban en un cepo de prisioneros del que se evaden para darse con la noticia de la muerte del rey y con una emboscada en la que los malos, franceses por supuesto, matan a quienes llevan la corona inglesa a Londres para que se la ciña su sucesor, Juan. Los fugitivos se hacen pasar por la escolta y llegan a Inglaterra, pero Robin, tan bueno él, va a cumplir la promesa del jefe de escolta de llevar su espada a su padre (Von Sydow) y, una vez en su casa, llega a un pacto por el cual él se hará pasar por su hijo y por esposo de Marian (Cate Blanchett, demasiado crecidita para su papel, aquí de viuda y no de doncella) para que el nuevo rey no les quite sus tierras. Que mola un pegote.

Para que nadie piense que es que tenemos manía al bueno de Ridley, repasaremos sucintamente las virtudes más sobresalientes del filme: estupenda puesta en escena, enorme trabajo de producción para conseguir una ambientación magnífica, una excelente partitura musical que no huye de los modos y maneras de la propia época, un par de escenas bien construidas y mejor resueltas (porque Scott, a diferencia de su hermano Tony, no es un incompetente audiovisual), la belleza de algunas de las localizaciones escogidas para el rodaje, y dos personajes que por solidez e interpretación (Max Von Sydow y Eillen Atkins) dan algo de empaque a este desbarajuste. Además, cabe citar el mérito de director y guionistas que, a pesar de rebajar notablemente el contenido violento y peyorativo del protagonista, inicialmente presentado como forajido despiadado y cruel y con cada pase de vista, endulzado, edulcorado y metasexualizado, intenta dar un aire nuevo (que resulta ser viejo, como ya se dirá) al personaje de Ricardo Corazón de León, ni tan bueno, ni tan león, más bien tirando a hijoputa (senda abierta por Richard Lester y Richard Harris en el clásico mencionado anteriormente de 1976 y resuelto de manera más coherente y acertada). Y por último, y no es poco en los tiempos que corren, mucho menos si de Scott hablamos (defecto que sepulta Gladiator en la nada absoluta pese a su pretenciosidad formal), la borrachera de ordenador y efectos digitales esta vez es bastante discreta y no estropea los fotogramas.

Pero como lo que gusta es la leña, por ella vamos: Ridley no es un incompentente audiovisual, pero a veces se deja poseer por el irredento espíritu de su hermano Tony en su gusto por la épica de baratillo, los discursos banales, el lenguaje videoclipero y los planos de detalle innecesarios, los adornos estéticos vacíos y gratuitos. Además, reincide en errores previos al camuflar en un frenético montaje de múltiples e interminables cortes lo que es la ausencia de trabajo coreográfico en las escenas de combate y batalla, aunque huye de su tan querida cámara lenta con banda sonora de un remedo de Enya haciendo los gorgoritos que tanto le gustan… Por otro lado, surge la cuestión del rigor histórico, ausente como siempre, pero agravado en esta ocasión porque el personaje no pide fidelidad a historia alguna: los diversos proyectos en torno al héroe del arco y las flechas (y ocasionales leotardos), se han limitado a dibujar un contexto temporal en el que los hechos relatados y los villanos escogidos no son más que arquetipos, cuentos poseedores de una moraleja o un efecto catártico (al igual que Ivanhoe, relato de parentesco más que cercano -con presencia incluida de un héroe similiar a Hood con otro nombre- o las leyendas en torno a Guillermo Tell o su traslación más o menos exacta al cine con El halcón y la flecha, situada ésta en ámbito germano y relacionada con la independencia suiza). En cambio, Scott peca de apelar al rigor allí donde, no sólo no hace falta, sino que tal rigor es imposible, y una vez entablado el desafío, lo rellena con inexactitudes, manipulaciones, falsedades y forzadas adaptaciones, si no invenciones, al necesario show-business. Pero no es eso lo más grave: los personajes principales son estúpidos, simples, vacíos, sus evoluciones o son inexistentes o resultan incoherentes, aparte de una serie de conversiones milagrosas (de Hood de hijo de cantero, simple arquero del rey, a jinete que, espada en mano, no sólo reparte mandobles con la pericia de los mejores sino que se erige en caudillo político con unas ideas de libertad impropias del tiempo en que se sitúa; de Marian de ama de su casa a “generala”, yelmo en cabeza y espada al cinto, en la batalla decisiva, cualidades guerreras ajenas al personaje y en ningún momento apuntadas en el metraje previo) que resultan risibles. El colofón al deficiente tratamiento de personajes lo pone el de Juan Sin Tierra, indefinido, desperdiciado, manipulado y vulgarizado en todo lo que rodea al hecho verídico de la Magna Carta, siempre citada como uno de los embriones medievales del constitucionalismo moderno y antecedente directo del parlamentarismo británico que aquí despachan con cuatro eslóganes “marca Obama”, y el resto de villanos, que van desde la insignificancia argumental e interpretativa (el sheriff de Nottingham, personaje central en otras visiones del mito, lo mismo que, en cuanto a personajes positivos, ocurre con otros como Will Scartet, Little John o Fray Tuck) al malvado calvorota, de crueldad gratuita nunca justificada en la narración y de ausencia total de carisma.

Aunque la guinda del pastel la ponen, cómo no, esas lanchas de desembarco de la Segunda Guerra Mundial con las que los franceses, tan modernos ellos, intentan efectuar una invasión de Inglaterra que nunca se produjo. La conclusión estúpida, ridícula, de un auténtico despropósito. Ridley Scott ha pretendido innovar con una precuela inventada pero sin la originalidad y el respeto por la leyenda de que hiciera gala Lester hace más de treinta años, ha formulado una hipótesis forzada, rebuscada, rocambolescamente absurda, acerca de cómo y por qué un héroe (al que esta vez se retrata como usurpador de una estirpe noble y como asesino -pero justo- por la espalda) de guerra terminaría pasando a la clandestinidad para robar a los ricos como beneficio para los pobres (aunque deje evoluciones pendientes en el personaje en este sentido; no es posible extraer de la recreación de Russell Crowe, actor de una sola cara, los matices y mimbres que permitan adelantar esa conclusión), revistiéndola de una falsa modernidad y, lo que es mucho peor, sin valor como producto cinematográfico autónomo, contando con unos conocimientos previos del espectador sobre el “futuro” del personaje y del resto de participantes en la leyenda que encajen para por sí mismos todos los retazos que, sin estilo ni gracia, va desparramando a lo largo de las más de dos horas de metraje.

Una película tan innecesaria y caricaturesca como falta de garra y emoción, tan simplona como estúpida. Sus personajes dejan indiferente: el mayor pecado es que los buenos y los malos nos importan lo mismo, esto es, nada. Con la crisis que sufrimos, gastarse tantos millones de dólares en esta insensatez es poco menos que una obscenidad.

Acusados: todos
Atenuantes: los mencionados
Agravantes: el resto
Sentencia: culpables
Condena: emular al hijo de Guillermo Tell y servir de blanco al tiro con arco, pero con un cacahuete en el puesto de la manzana