Rollos de celuloide convertidos en papel de regalo, con sus colorines, estrellitas, corazoncitos y odiosos ositos que tocan la flauta o el tambor; el papel perfectamente ensamblado cubriendo una prometedora caja rectangular adornada con un hermoso lacito y una tarjetita de buenos deseos. Durante el tiempo que el obsequiado tarda en abrir el paquete, toda la gente alrededor no cesa de decir lo mucho que te va a gustar, que en otras ocasiones han hecho el mismo regalo a otras personas y el reconocimiento de su sensibilidad y su delicada belleza ha sido la respuesta unánime. No sólo eso, sino que en todos los grandes almacenes se ha convertido en regalo estrella, y además han empezado a surgir sucedáneos por todas partes que intentan aprovechar su fama e imitar su estilo, aunque sea para pescar algún residuo de su reconocimiento popular. El revuelo ha sido tanto, que los fabricantes de todo el mundo lo han premiado como el regalo del año, qué decimos del año, de la década, del siglo. Total, que uno abre el regalo todo emocionado, deshace el lazo con cuidado para no estropearlo, retira el papel con mimo para no rajarlo, descubre la caja maravillosa contenedora de tantas y tan prodigiosas maravillas, la abre consumido por la emoción y… ¡¡¡está vacía!!!
Valga esta imagen para explicar lo que es Slumdog millionaire, el bodrio triunfador de los Globos de Oro, los Oscars, los BAFTA y media docena de premios más durante 2008 codirigido por los mediocres Danny Boyle y Loveleen Tandan. Lamentablemente, el tan desnaturalizado cine de hoy, diluido en las influencias del videoclip, la publicidad y la falta de educación audiovisual de un espectador programado para la degustación de pirotecnias formales sin profundidad de contenidos, está sembrado de ejemplos. Lo mismo que el cine de terror ha quedado reducido a una pobre colección de sustos de sonido y músicas estridentes y la ciencia ficción no es más que cine de acción revestido de chapa futurista, maquinitas, pantallitas y botoncitos, igual que la comedia, Woody Allen aparte, no es más que la explosión de testosterona de unos treintañeros que interpretan a veinteañeros que se comportan como quinceañeros o bien un catálogo de pretensiones pseudointelectualoides marca Wes Anderson o de mamarrachadas tipo Ben Stiller o Adam Sandler, el drama poco a poco ha asumido los tintes del cuento de hadas, del culebrón de tercera clase (si es que esta expresión no es una redundancia), y posibilita subproductos como el presente, coproducción anglonorteamericana ensalzada hasta la extenuación en un nuevo intento, exitoso en buena parte, de vender un enorme vacío, de colocarnos, no gato por liebre, sino nada por gato.
Jamal (Dev Patel) es un joven de Bombay que ha vivido toda la vida en la indigencia y en la miseria más extremas y que, por un motivo desconocido, se encuentra concursando en la versión india del concurso televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, ése en el que acertando preguntas se van acumulando cantidades de dinero hasta que con la última uno llega al éxtasis monetario. Como todo concurso-trampa, está diseñado para que nadie gane excepto cuando esto resulta aconsejable sobre la base de los resultados de audiencia (como ocurre a menudo en la televisión española, sin ir más lejos), y a todos sorprende que Jamal, un muchacho sin educación ni preparación de ninguna clase, vaya acertando una tras otra preguntas cuyo grado de dificultad de incrementa exponencialmente con cada fase del concurso. Obviamente, creen que existe alguna clase de trampa, y el presentador, el Sobera indio, que maneja el cotarro, de acuerdo con la policía secuestra al chico durante un parón del concurso para que sea interrogado en comisaría y confiese el engaño. Pero el joven tiene una explicación muy razonable y rocambolesca acerca de los motivos por los cuales sabe la respuesta a todas las preguntas hechas hasta el momento, con lo que, por un lado, la sorpresa es mayúscula y por otro la inquina del presentador hace que intente por todos los medios que Jamal no gane, aunque disimule simpáticamente ante la audiencia (vamos, como en la televisión española).
La película es un deliberado ejercicio de despiste, de desorientación, de camuflaje, de engaño, de estafa, mucho mayor del que la policía pretende achacarle a Jamal pero en la misma línea, a fin de, sobre todo, hacer millonarios a quienes explotando mercadotécnicamente esta historia vacía han hecho el caldo gordo gracias a ella. El último mensaje de la película resulta de lo más inspirador y edificante, la lucha por la superación y la búsqueda del amor, todo en uno, snif, snif…, todo ello en aras de vender una historia gratificante que consiga, no remover, sino contentar conciencias bajo una engañosa y constante orgía de ruidos, músicas, colores, bullicio y bailongos ejercicios estilo Bollywood (el peor estilo de cine indio, exprimido hasta la saciedad en los medios occidentales desconocedores de la riqueza del auténtico cine de aquel país, ese que no produce folletines musicaloides de tres horas y media). Pero, si uno se cansa de tanta ofrenda a la molicie, piensa un poquito y empieza a escarbar, descubre el horror y la vulgar chapucería de un filme ramplón y asquerosamente edificado en la mentira.
En primer lugar, la película es un ejercicio de manipulación como pocos. La historia está fundamentada en coincidencias y azares imposibles, no sólo en cuanto a cantidad sino también en cuanto a calidad; los personajes, más allá del protagonista, están tan pésimamente dibujados que además de contradictorios se niegan constantemente a ellos mismos, careciendo de lógica alguna sus comportamientos, evoluciones y finalidades. La falta de construcción de personajes deviene en su nula credibilidad y en la adquisición por parte de la película de un tono de fábula de buenos y malos completamente alejada de la historia que se supone que quiere contar. Boyle y Tandan optan además por explotar todos y cada uno de los caminos equivocados, abandonando las verdaderas historias, todas ellas dramáticas y de una crudeza casi salvaje, que la película deja apuntadas (la corrupción política y policial, el tráfico de niños, el tráfico de órganos, la miseria institucionalizada, las bolsas de pobreza, la caleidoscópica realidad india) y escogiendo como vehículo conductor una falsa historia de superación (nada más horrendo que unir ésta al enriquecimiento masivo basado no en el mérito sino en el azar y la trampa) que acompañe a una convencional y tópica historia de amores imposibles más propia de series venezolanas o folletines novelescos decimonónicos que del siglo XXI. El tandem de directores, que sabe, porque lo hace conscientemente, que su película es un tributo al humo, además de andar muy escaso de pericia técnica y de precisión narrativa (la película resulta deslavazada y llena de cabos sueltos), pretende camuflar sus problemas de definición con el recurso al follón, a las composiciones innecesariamente abigarradas y a los lugares comunes más exacerbados asociados a la marginalidad de las sociedades capitalistas (delincuencia, ruindad moral, ausencia de valores), pero, sobre todo, y ahí radica el mayor de los pecados, en la continua y explícita apelación a los sentimientos del público, a la búsqueda constante del aplauso gratuito y facilón, al buenrollismo basado en la eliminación del argumento de todas aquellas partes que “molestan”, en la línea de los regidores televisivos que dirigen los aplausos del público haya o no razones para ello, y con la vista puesta en un falso ánimo de reconfortar al espectador, de hacerle concluir la película con una sensación agradable y un buen sabor de boca sustentados en una perversión.
Por supuesto, la película no carece de virtudes, pero todas ellas, sin excepción, son meramente formales, fuegos de artificio, tributos al ritmo que no aportan nada a una historia plana repleta de decisiones equivocadas y de tributos al sentimentalismo. La necesaria denuncia se convierte en coartada para una muestra de pornografía sentimental cuya eclosión es la absurda coreografía final en el andén, el drama humano que presenciamos es el peaje para que la última catarsis de felicidad obre su efecto en el público menos -o nada- exigente, el menos consciente de asistir a una película tramposa, cobarde y ruin. Todo el crudo dramatismo (los niños cegados, por ejemplo, las torturas policiales, etc.) es abandonado en aras del sentimentalismo marca Disney más lamentable; el argumento es, en última instancia, cómplice, defensor, justificador del crimen: el que calla, el que mira para otro lado, otorga. No sólo omite Boyle la verdadera historia de la película, el dolor y el sufrimiento de los excluidos, sino que con su conclusión y su apuesta por el edulcorante, frivoliza, trivializa, cubre con una alfombra de pitos y flautas una realidad hiriente. Lo dicho: un cobarde, ruin y miserable que escuda en la emotividad sus carencias como cineasta e intelectual.
Un ejercicio de vitalismo construido sobre el torpe engaño de que la muerte siempre queda fuera de cámara. Una película vergonzosa, lamentable. Un verdadero horror. Donde Los olvidados es una obra maestra, Slumdog millionaire es una estafa envuelta en colorines, la quintaesencia del oropel autocomplaciente de una conciencia occidental que no mira para no ver.
Acusados: todos
Atenuantes: la música, excepcional, el color, magnífico
Agravantes: la cobardía, la trampa, la mentira: al engaño y a la autoindulgencia a través de la compasión
Sentencia: culpables
Condena: Freida Pinto eximida por guapa; el resto, condenados a vivir la India que no han querido ver, la que verían con un solo ojo en caso de ser personajes olvidados de su propia película